El camino al estadio siempre es especial

Por Luis Gómez Rivas

La mano de mi padre me aprieta y a mí me parece la de un gigante, en realidad no es muy alto pero cosas de la perspectiva, a mí sí me lo parecía. Mientras nos habríamos paso en el gentío y los tornos se habrían ante la multitud de personas que se aproximaban voraces de zaragocismo, más que para ver el partido (que también) para recordarles a los jugadores que habían dado el paso entre “muy buenos jugadores” a “leyendas” después de que un balón fuera lanzado por un extraterrestre proveniente de Ceuta se colara en un portería del Parque de los Príncipes de París ante la atónita mirada de Seaman. Cosa que si hubiéramos visto en alguna peli, hubiéramos exclamado con el típico pesimista entusiasmo que a veces parecemos querer adoptar los aragoneses “Bah, tira maño”. A mí esos metros (los que recuerdo) de la mano de mi progenitor me parecieron la caña y, curiosamente, los recuerdo con más nitidez que los momentos propios del juego.

Pasan los años y ya es noche cerrada cuando camino al estadio. Esta vez no me acompaña mi padre sino mis amigos, aunque eso sí, sigo teniendo las percepciones alteradas, pero esta vez no per ser un niño sino por ir fino. Los cánticos se suceden y la esperanza de quedarnos en primera se mezcla con una euforia nocturna en todos los casos y alcohólica en algunos, que llena a los que van al estadio. Parecerá una tontería, pero ver en una noche sin luna como se iluminan los focos del estadio te transporta y automáticamente hace que sepas que va a ser un gran partido. Si no lo va a ser, tú cantarás y harás que lo sea. Me acuerdo que terminé hablando con un tipo de Tarazona y que perdimos el partido. Esa temporada nos salvamos por los pelos. Pero la recuerdo como si hubiéramos ganado la Champions, la Liga, la Copa, el Ramón de Carranza y la Liga Premier de Singapur.

A veces, no caminamos al estadio sino que volamos. Bueno en realidad lo que se dice volar, no era, era un bus contratado a tal efecto y el camino a Getafe se nos hizo como si cogiéramos un vuelo chárter y nos dejara a la entrada de Anfield para ver una gran final. Bueno, para nosotros lo era. Era la salvación (una año más se cumplía el milagro) y un rio de zaragocistas desbocado me empujó hasta el estadio. Recuerdo perder una tarjeta de crédito que en realidad tenía en la mano (menos mal que tengo amigos) y recuerdo también mi incredulidad al entrar al baño de la tasca donde mis amigos y yo calentábamos la previa y sonreír cínicamente ante el cartel de “caballeros” en la puerta de los urinarios. No di crédito a tan injustificado optimismo.

Pero sobre todo recuerdo ganar. Ganar dentro de infinidad de derrotas y compartir algo con miles de personas que no conoceré en mi vida. Recuerdo ganar ese día como algo especial porque ganar cuando ganas poco es más que ganar, es vencer tu destino escrito y las miradas de desprecio de los que son de los “grandes”. Es el gol de Galetti en Montjuic y el de Nayim en parís. Es también el de Rubén Sosa contra el Barca que fue antes de que yo naciera y no lo pude vivir, pero sigo sonriendo cada veo en un video esa falta directa y como el balón traza una curva extraña al golpear a un rival. A veces tengo miedo de que se marche fuera y nos quiten la copa con efecto retroactivo. Sólo nos falta eso.

Ganar tiene que ser la caña, eso es verdad, pero que tampoco se olviden de que lo hemos hecho. Varias veces.

También recuerdo perder, sobre todo en los últimos años claro, recuerdo una de las derrotas más dolorosas, la que nos mandó a segunda. La recuerdo no sólo por la derrota en sí, sino porque al vivir en otra ciudad y verlo en la tele siendo el único del bar al que le importaba algo, me sentí solo. Me sentí solo de no poder lamentarme con otros que se lamentaban ni estar tristes con otros que también estaban tristes por la misma razón. Recuerdo volver a casa con cierta indignación sin ninguna base real, como si fuera una vergüenza que la ciudad donde vivía permaneciera ajena a mi drama deportivo. ¿Cómo podía tanta gente sentir indiferencia por el equipo del león, el de la Recopa? Pero claro, es lo que tiene, otra ciudad otro equipo. Fue mi anti-camino al estadio, mientras parecía que hasta las farolas me miraban con condescendencia, sino con indiferencia. Recuerdo estar solo menos por ti, que siendo de tan lejos, de mucho más lejos de la ciudad en la que vivía, intentaste que me sintiera un poco menos solo. O que los dos nos sintiéramos solos, pero juntos. No sabes lo mucho que te lo agradecí.

Quedan dos horas antes del partido y ya no estamos juntos. Acabamos de hablar. Justo ahora. Claro, el partido en este momento me importa una mierda, pero tengo entrada y he quedado con mis amigos para ir. Tampoco quedarme en casa mirando al techo tiene pinta de reportarme ningún beneficio emocional. Pienso en preguntarte qué hacer como solía hacer en estos casos, pero claro, me vuelvo a acordar que ya no estamos juntos. Los pensamientos se mezclan en mi cabeza y no puedo evitar pensar en cómo hace unas horas había podido preocuparme por el partido. Ahora estas lejos, en un sitio tan raro que la gente le llama fútbol a algo que se juega con la mano y vestido de una mezcla entre Robocop y apicultor de los 80. Pero al final voy y cojo la bufanda y ando los minutos que me separan del estadio y me encuentro con mis amigos, y hola tío que tal pero que cara me traes ni que fuera un funeral, y contárselo con un mirada a un amigo y con una palabra a otro, y entrar por la puerta del campo cantando y no saber si animo al equipo, a ti o a mí.

Porque, sabes, el camino al estadio siempre es especial.