Hispalis blanquilla

Por Víctor Puch Ros

Eibar, Murcia, Santander o Madrid, una batalla tras otra, las tropas mañas proseguían victoriosas, exhibiendo sus banderas por la geografía peninsular.

Llegó la hora de conquistar el cetro más apreciado, la copa de plata que te acredita como el invicto, único y último superviviente.

El lugar elegido para dirimir la última contienda, Sevilla, los rivales, los antaño todopoderosos vigueses.

El desánimo y el pesimismo cunde entre la tropa aragonesa. Los últimos tiempos han sido difíciles; una de las dos campañas que han lanzado ese año ha resultado un fracaso muy grande, aunque la otra ha sido positiva y llena de victorias, lo cierto es que la decepción por los últimos acontecimientos se ha hecho presente y muchos de los más fieles soldados permanecen ahora indiferentes o abatidos.

La lejanía del lugar establecido para la última disputa y el poderoso rival, que cuenta entre sus filas con experimentados guerreros procedentes de Rusia, ahora comandados por un antiguo y victorioso oficial de la tropa zaragozana, más la situación propia, provoca que ese desánimo y falta de fe abunde entre muchos de los más fogueados.

Pero siempre quedan dispuestos, siempre contaron con una tropa fiel, aunque menguada, aseguran que defenderá las banderas blanquillas con honor y dignidad.

Parten de todos los puntos de la geografía aragonesa. El que va a la capital de la Giralda, aunque sabiéndose inferior al rival, lo hace sin miedo y con alta predisposición. Marcha a través de vuelos, carreteras o vías de tren. Es un largo viaje, cuando coinciden entre ellos por los caminos retroalimentan su espíritu combativo con cánticos, intercambiando buenos tientos de vino, desplegando bien altas sus banderas y mostrando sus colores.

No resisten a sus gritos ni la madrileña estación de Atocha, que si bien impresiona habitualmente por su tamaño, no fue este lo suficientemente grande para menguar los cánticos de los mañicos, que ya resuenan camino al sur.

Recién llegados a Sevilla, aceptan el desafío vigués, se saben en minoría, pero eso no solo no los achanta, sino que los engrandece.

Son los mismos descendientes de aquellos que un día fueron dueños de la mitad del Mediterráneo, hijos de una estirpe legendaria conocida por su animadversión a la rendición, aunque mermados por las circunstancias, tampoco esta vez piensan vender fácil su derrota.

Durante el día se suceden pequeñas escaramuzas por la capital andaluza. Los lugares más insignes son tomados por la muchedumbre y sus colores, aunque prevalece el celeste vigués no es suficiente su mayor presencia para opacar a la tropa aragonesa.

Para el último asalto es el gigante Olímpico sevillano el lugar escogido, dónde se dirimirá la suerte última de los contendientes.

El grandioso escenario del último asalto, está copado por miles de vigueses, allí como en ningún otro lado se resalta la diferencia de número de tropas de cada uno.

Pero nada ya puede frenar la fe de la tropa aragonesa, los que han llegado hasta aquí lo hacen con confianza en la victoria.

De esa confianza y amor propio, más el orgullo tocado por aquellos que les han pronosticado perdedores, nacen gritos de aliento, tan poderosos que al otro lado del estadio hacen temblar los asientos de los vigueses que contemplan estupefactos como son superados pese a su clara mayoría.

La lucha sobre el césped ha comenzado y transcurre por los cauces que algunos han pronosticado, los gallegos con su mejor hombre al mando golpean primero “con sabor a Moskovskaya”, dejan tocados a los blanquillos.

Pero ni siquiera el cañonazo recibido en el mismo corazón, les hace caer en el pesimismo.

Las voces mañicas se vuelven a levantar con la misma fuerza, franqueza y coraje de siempre. No por casualidad son ellos los que tienen la más afamada reputación como joteros, cargan consigo una historia legendaria de la que demuestran ser dignos herederos.

Los guerreros sobre el césped reciben ese aliento y se vuelven a levantar.

Los dirige un veterano, el último soldado de la batalla de París en pie, en la que consiguieron su más increíble victoria, en la que lograron conquistar nada menos que Europa.

Con ese capitán al mando de la tropa, se rehacen y contratacan vigorosamente. Ahora son los blanquillos los que desatados por el frenesí de su grada golpean sin piedad a las huestes norteñas y adquieren ventaja.

En la segunda parte de la disputa los vigueses tratan de rehacerse, pero las defensas baturras permanecen imperturbables, acompañadas por el arrojo de su grada, se sienten ahora superiores y con rápidos ataques ponen en jaque al adversario, hasta tal punto que le asestan, con acento gaditano, el golpe definitivo.

Ahora los que llegaron con la etiqueta de perdedores, a los que les dieron por derrotados antes de la disputa, son los mismos que junto a sus fieles correligionarios alzan orgullosos la corona del vencedor.

A la vuelta a orillas del Ebro le ofrendan a su Virgen, la misma que les acompaña y alumbra bajo cualquier circunstancia, el trofeo. En ese marco incomparable, en su plaza y ahora sí ya, con toda su tropa recuperada para la causa, ofrecen la tan inesperada recompensa.

Todos han aprendido la lección; A quien lucha bajo los colores blanquiazules, nunca jamás se le puede dar por derrotado de antemano, por muy grande e imponente que luzca el rival, quedará siempre empequeñecido por el león rampante que palpita en el pecho de Aragón.

A posteriori otros, que también se presumieron invencibles, desafiaron esas poderosas causas que acompañan nuestro quehacer y se encontraron con una estocada que jamás podrán olvidar.

Y al final, mientras otros se preguntan “¿Por qué son de su equipo?”, el zaragocista siempre orgulloso, ante su plaza, su pueblo y bajo su ennoblecido cielo, lo que se pregunta es “¿Pero cómo no iba a ser de este equipo?”.