Memoria sentimental

Por Daniel Marcén Beguería

Cuando tu equipo lleva sumido años en una depresión tan grave que ha pasado de jugar en los templos del fútbol europeo a deambular por los campos de la Segunda División y encaja otro gol que le conduce irremediablemente a otra derrota en casa, parece que ya nada tiene arreglo. Sin embargo, entonces aparece tu sobrino y, antes incluso del pitido final, te dispara una pregunta que te deja no sólo descolocado sino en flagrante fuera de juego: “¿por qué siempre perdemos?”. Y con esa inocencia, que poseen los niños, te deja tan desarmado como el portero goleado que ya no tiene fuerzas ni para ir a recoger el balón del fondo de la red. Te gustaría explicarle el calvario que se lleva padeciendo en las últimas temporadas, que el Club está arruinado y que, si un milagro no lo remienda, estos podrían ser los últimos partidos que disputara, pues la desaparición es una sombra alargada que va cubriendo el futuro. Pero sabes que, a sus seis años, todo eso iba a valer de poco, así que guardas silencio hasta que el partido acaba y tras salir del estadio, te despides de él y de su padre y cada uno inicia su triste camino a casa.

Engullido por la muchedumbre, enfilo hacia la entrada lateral del campus universitario para atravesarlo transversalmente, y sigo rumiando en silencio una respuesta a la pregunta del pequeño. Al fin y al cabo, él sólo pretende encontrar los motivos para seguir animando a este equipo, que acabará siendo el suyo. De este modo, van llegando a mi mente imágenes que me recuerdan tanto lo que yo he vivido siendo zaragocista como aquello que mis mayores me fueron contando y lo que he ido conociendo por mi propia curiosidad. Al llegar a casa no me queda más remedio que ponerme frente al ordenador e intentar contarle qué es el Real Zaragoza, más aún cuando levanto la vista y veo la foto en la que, el último gran canterano, Ander Herrera lo sostiene en brazos rodeado de sus compañeros en el césped de La Romareda, momentos antes de endosarle un cuatro a cero al Valencia. Tan cerca, tan lejos.

Me gustaría que algún día leyera las líneas que apresuradamente vuelco sobre el teclado y supiera encontrarles el significado, que entendiera que el Real Zaragoza es el gol de Nayim tanto como las lágrimas de Alberto Zapater el día del descenso en Mallorca. Es su abuelo recitándole, como si fuera la tabla del 3, la alineación de los Magníficos: Yarza, Cortizo, Santamaria, Reija, Isasi, Violeta, Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Es La Romareda cantando el himno, con rabia y orgullo, mientras el Barcelona nos golea y el descenso se acerca. Son los doce mil que fuimos al Ciudad de Valencia tanto como los miles que se quedaron sin poder ir… y no se trataba de una final, sino de salvarnos del descenso. Es la grandeza de “Avispas” y “Tomates” que supieron entender que juntos, no sólo éramos más, sino que el sueño de ser grandes estaba más cerca.

Es una tarde de niebla y frio en la Ciudad Deportiva con los chavales soñando con jugar en Primera. Es la euforia de Galletti corriendo hacia la grada de Montjuic y la decepción máxima, tan sólo dos años después, de perder una final que todos creímos que estaba ganada. Es el campo de Torrero, que yo no conocí, donde Lerín se hacía gigante y eterno. Es el padre que, de madrugada, acuna a un bebé entonando bajito aquello de “y los mañicos auparán a los blanquillos del león…” y el Fondo Norte que en tarde de partido le contesta, a todo pulmón, “…azul y blanco es el color del campeón”. Es Nino Arrúa lanzándose a los brazos de los aficionados para celebrar un gol. Es Luis Costa en la banda de La Cartuja de Sevilla sabiendo que aquella Copa, como unos años antes la de Rubén Sosa, se venía a casa. Es el olor a Farias, carajillo y césped recién cortado de la primera vez que pisé La Romareda. Son la mítica noche de Leeds y la mágica de la Roma como lo son aquella tarde aciaga en Cracovia y la noche de Hamburgo y aquel árbitro belga. Es aquel tren a Logroño y Poyet trepando a las vallas del viejo Las Gaunas.

Son Nieves, Villanova, Vitaller, Cedrún y tantos otros defendiendo juntos la Puerta del Carmen. Es Cáceres subido al larguero en el Parque de los Príncipes y, veinte años después, levantándose de una silla de ruedas para hacer el saque de honor en SU partido. Es mi madre que nunca ha pisado La Romareda pero vive cada partido como si allí estuviera y es mi tío que me llevaba de la mano en mis primeros partidos. Es el Deportivo Aragón jugando en Segunda contra equipos que eran de Primera. Es Alfonso Solans con la camiseta puesta en el palco y ese niño de Gerona que, tras una derrota, quiere ir al colegio con ella puesta, aunque su equipo esté en Segunda. Es el corazón débil de Señor, la retirada temprana del aeternus dux Aguado, las rodillas destrozadas de Laínez y la desbordante manera de vivir de Sergi López que se nos fue tan pronto. Es el orgullo de llevar la cuatribarrada en el brazalete y el escudo del león sobre el corazón. Es todo eso, todo eso y mucho más…

Ahora que las cosas se ponen feas conviene recordar que, todo eso, no es lo que fuimos, es lo que SOMOS. Y aunque desaparezca el Club, todo eso no se perderá como lágrimas en la lluvia porque ese legado irá pasando de generación en generación. El Real Zaragoza es una memoria sentimental escrita en blanco y azul, diferente para cada uno de los que amamos este Club. El Real Zaragoza, en realidad, no son partidos, goles, victorias, derrotas, empates, son los retazos que quedan ligados a la memoria de cada uno de nosotros. Por eso, a pesar de todo, es tan grande. Por eso será eterno.