La prueba

Por Manuel-Esteban López Lapuente

Han pasado casi 46 años desde que esto ocurrió pero guardo un recuerdo imborrable. Hoy en día hay más facilidades para poder tener algunas de las experiencias que pude vivir entonces, con apenas 7 años y en un año que considero que fue uno de los mejores de mi vida.

Aquel mediodía, cuando habíamos vuelto del colegio mi madre, mis hermanos y yo, llegó a casa después de salir de trabajar, mi padre, y era portador de una noticia, de un sueño, más bien:

– ¡Manolo! ¿Quieres hacer una prueba para jugar en el Real Zaragoza?

– No bromees con estas cosas – le dije a mi padre.

– Van a montar una escuela de fútbol y van a hacer pruebas a chicos de tu edad.

Aquel año estaba en plena racha goleadora. Había visto marcar a Pelé su gol número mil y besar el balón tras conseguirlo, y me propuse alcanzar cuanto antes, en el patio del colegio, esa cifra tan redonda que hacía salir a uno de los mejores futbolistas de la historia en un telediario en el que las noticias de fútbol internacional no iban más lejos de los rivales de los equipos españoles o de la selección.

Esa misma tarde fui con mi padre a las oficinas del Real Zaragoza, entonces en la calle Requeté Aragonés, número 5 (ahora la calle se llama Cinco de Marzo). En las escaleras nos cruzamos con Yarza, al que mi padre reconoció de inmediato, y tras comentármelo le dije:

– Parece más alto que en los pósters de casa.

Al entrar le preguntaron a mi padre:

– ¿Qué desea?

– Venía a apuntar a mi chico para lo de las pruebas.

– Ya no quedan plazas – le respondió secamente un señor con gafas, peinado con tupé a la laca, un bigotillo fino y con pinta de “chupatintas”.

Mi padre que nunca fue de los que se rinde a la primera, le espetó:

– Bueno, pues ya hablaré con mi primo.

– ¿Y quién es su primo? – le preguntó con tono de sorna.

– Don Javier Pinilla – le contestó como quien se tira un farol y lo disimula muy bien, aunque era cierto que era primo suyo, pero lejano.

El mencionado primo era un constructor que formaba parte de la directiva en aquella época. De ahí la reacción del “chupatintas” que me pareció que daba media vuelta con tal rapidez que ví pasar sus pies a la altura de su cabeza a modo de “pirueta circense” para abrir un cajón de la mesa y sacar un papel azul con un número y decirle a mi padre:

– Pasado mañana a las cinco y media de la tarde en La Romareda, con pantalón de deporte y zapatillas deportivas o botas, si tiene. Espere un momento que le harán al chico el reconocimiento médico pertinente y… un saludo para don Javier.

Nos acompañó por el pasillo frente a una puerta acristalada que estaba cerrada y le dijo a mi padre que en unos minutos vendría el doctor y me haría el reconocimiento, algo rutinario.

Pasados diez minutos vino un señor con más pinta de practicante que de doctor con un cigarrillo encendido, con ceniza y colgado de la comisura de sus labios, como si fuera algo inseparable, parte de su personalidad.

– A ver chaval, desabróchate la camisa que te voy a auscultar. – Cogió su fonendoscopio y me hizo indicaciones de cuándo y cómo respirar, auscultándome pecho y espalda.

Tras auscultarme me tomó las pulsaciones y me hizo soplar por un tubo con un medidor parecido a los manómetros de presión que había visto alguna vez en la gasolinera donde iban mis tíos a repostar la Lambretta. Era para medir mi capacidad pulmonar. No debí de hacerlo muy bien, lo de soplar, porque se puso algo nervioso y acabó el reconocimiento con:

– … bueno, ¡es igual! – rellenó unos papeles que firmó, les puso un sello y los guardó en una carpeta, me preguntó mi nombre y apellidos y a mi padre el número del papel azul.

Nos deseó buena suerte con la prueba y se fue a entregarle la carpeta al “chupatintas”.
Al salir a la calle, mi padre me vió más preocupado que contento y me preguntó:

– ¿Qué te preocupa? ¿No estás contento?

– Es que a las cinco y media de la tarde, pasado mañana tengo clase y no tengo pantalón de deporte.

– No te preocupes, mañana le dices a tu profesor que si puedo ir por la tarde a hablar con él, y si te dice que sí, ya le convenceré. Y lo del pantalón, lo compras mañana con tu madre en “Artiach”.

Así se lo comenté a Don Miguel a la primera ocasión que tuve a la mañana siguiente y me dijo que le dijera a mi padre que podía hablar con él al acabar las clases, a las seis de la tarde en la puerta principal.

Al salir a mediodía ui con mi madre a comprar el pantalón de deporte en “Artiach”. Mi primer pantalón de deporte, del Real Zaragoza, como siempre había soñado.

Como un reloj, al salir a las seis de la tarde, ahí estaba mi padre y fuimos a la puerta principal a hablar con Don Miguel, tan buen profesor como zaragocista, que no tuvo ninguna objeción:

– Venga usted mañana a buscarle a las cinco de la tarde, tras la primera clase y tiene tiempo para llegar a la prueba. – le dijo Don Miguel a mi padre pensando que tenía coche, pero mi padre aceptó y me dijo que ya lo arreglaría con su socio Jesús que tenía un 600 azul cielo.

A las cinco salía por la puerta principal y ahí estaba mi padre, poco después vino Jesús con su 600. No sé quién estaba más nervioso con la prueba, si ellos o yo.

Llegamos a La Romareda, uno de los porteros que estaba en la puerta de jugadores nos indicó que había que entrar por una de las puertas de Tribuna Cubierta y pasar de la grada, al campo.
La puerta daba justo a la línea medular. El campo estaba lleno de banderines, bancos, obtáculos para saltar y unos cuantos chavales tirando a puerta en una de las porterías. Casi todos me parecieron tres o cuatro años mayores que yo.

Había una mesa a unos diez metros de la línea medular y unos cuatro o cinco metros dentro del campo. Un señor en pantalón de deporte, chaqueta de chándal azul y un silbato colgando de su cuello daba las instrucciones a otros tres señores que dirigían las pruebas. Este señor le hizo una indicación a mi padre para que se acercara y le preguntó:

– ¿Qué edad tiene su chico?

– 7 años – le dijo.

– Pero, si la prueba es para chicos de 11 y 12 años. ¿No se lo han dicho en las oficinas? Bueno, por si acaso, que haga la prueba. ¡Quique! ¿La hace contigo?

e quedé blanco, como si todos los nervios me vinieran de golpe. ¡Yarza!

– Tranquilo chaval. Sigue mis indicaciones y… ¡buena suerte! – me dijo.

Me hizo salir desde quince metros atrás del centro del campo y encarar unos ocho o nueve banderines que había que pasar conduciendo el balón y saliendo a izquierda o derecha alternativamente y sin que el balón saliera por la línea lateral que quedaba a la derecha de los banderines. Luego había una serie de seis o siete bancos sobre la línea medular hasta el círculo central, con una separación de poco más de tres metros entre cada uno de ellos, y había que pasar el balón por debajo de cada banco y saltar por encima de cada banco. Al acabar la serie de bancos había otra serie de tres banderines con separación de cinco metros entre cada uno de ellos. Había que pasar conduciendo alternativamente con cada pie y dando una vuelta completa alrededor de cada banderín. Al salir del último banderín, estaba asfixiado, no había respirado más que por la boca atenazado por los nervios y no pude escuchar que Yarza me decía:

– Ven hasta aquí, chaval – situándose cerca del punto de penalty.

Conduje el balón con la derecha y me lo pasé a la izquierda al llegar a la altura de la media luna del área y disparé con la izquierda entrando el balón junto al poste de mi izquierda, botando el balón en la misma línea de meta.

– Pronto tendrás noticias nuestras de cómo te ha ido la prueba. ¡Buena suerte y no dejes de intentar tu sueño de jugar en el Real Zaragoza!

Tres semanas más tarde recibí una carta con membrete del Real Zaragoza, que decía algo así:
“Sentimos mortificarte pero no has superado la prueba. Necesitamos chicos de 11 y 12 años. Más adelante volveremos a hacer más pruebas para estas edades, cuando tengas esa edad, vuelve a intentarlo. Entrena, juega y disfruta, y sobre todo no dejes de ser del Real Zaragoza”.

Fue un duro golpe para mis siete años, pero, honradamente, ni tenía la edad ni tenía fondo físico para hacer la prueba correctamente, pero aunque algunas cosas, a pesar de jugar y entrenar no he podido mejorarlas, algo de lo que mi padre se encargó siempre es que sobre todo nunca he dejado de ser del Real Zaragoza.