Como avispas zumba el cierzo

Por Alfonso Guía Montero

El árbitro indicó el final del partido, un final que prácticamente certificaba lo que todos temían. El Iberia había perdido por 1-2 contra el Real Murcia y su descenso a Tercera ya parecía irremediable, más si cabe teniendo en cuenta que en la última jornada tenían que visitar al Atlético de Madrid en el Metropolitano. A pesar de haber convertido el campo de Torrero en un fortín, sus desastrosos resultados como visitante durante toda la temporada lo habían condenado definitivamente. Era el 5 de abril de 1931, y los españoles esperaban expectantes las elecciones municipales que se iban a celebrar la semana siguiente, en las que se vaticinaba un triunfo republicano.

Gregorio, un chaval de 11 años que había conseguido colarse en Torrero por enésima vez, regresaba a casa desolado junto a sus amigos.

– No puede ser… Llevábamos dos años rozando el ascenso -repetía mientras suspiraba profundamente.
– Sí, pero este año les ha faltado rasmia. A este paso nos van a ganar hasta los “tomates”-decía su amigo Ramón para intentar sacarle de quicio.
– Eso nunca -afirmó tajantemente.

Desde que tenía uso de razón, la camiseta gualdinegra había hipnotizado a Gregorio. Pero lo que le había enamorado del todo era el fútbol practicado por el Iberia. Un fútbol caracterizado por la garra, sólo apto para jugadores aguerridos, que recordaba a la “furia” de la selección española en los Juegos de Amberes de 1920 y en el que lo que más importaba era la pasión y el empuje, no la técnica. Un fútbol que le condujo a ser el mejor equipo aragonés en la década de los veinte y que lo lanzó a la fama en toda España. Lejos habían quedado esos tiempos de principios de siglo que Gregorio no podía llegar a imaginar, en los que el foot-ball era una diversión de señoritos que tenían que huir muchas veces a mitad de partido por las pedradas que intentaban propinarles los “curiosos” que se arremolinaban alrededor de los primitivos campos. Tan lejanos eran que ahora el Iberia tenía un estadio con capacidad para 15.000 almas y el balompié se había convertido en la principal afición de unas masas que habían conquistado un importante derecho en las últimas décadas, el derecho al ocio y al tiempo libre. De tal manera era así que la primacía futbolística de la ciudad se la disputaban dos equipos entre los que se había forjado una enconada rivalidad entre dos equipos, el Zaragoza y el Iberia, los “tomates” y los “avispas”.

Existía otra razón por la que Gregorio regresaba apesadumbrado a casa y por la que había anhelado el soñado ascenso durante los últimos años. Quería que el Madrid visitara Torrero para que el Iberia se enfrentara en la Liga a su ídolo, Ricardo Zamora. Gregorio soñaba con ser como él, y cada semana intentaba emular las estiradas del barcelonés en los partidos que jugaba en la calle junto a su cuadrilla. Los chicos mayores del barrio siempre le contaban que el mítico portero vistió un día la camiseta avispa, pero Gregorio creía que le tomaban el pelo. No sería hasta muchos años después cuando descubrió que, efectivamente, el Divino defendió la portería del Iberia en un partido frente al Español en 1923.

Pero, volviendo a nuestra historia, cualquier atisbo de esperanza respecto a cumplir alguno de esos sueños se había esfumado de la mente de Gregorio. El Iberia había tocado fondo y parecía que no levantaría cabeza. Un año después absorbería a su eterno rival, el Zaragoza C.D., que se encontraba cerca de la desaparición. Posteriormente se hablaría de una “fusión” que no fue tal, el Iberia había sido la parte decisiva de ese matrimonio forzoso. El objetivo era formar un único gran equipo en la capital maña, cuya aspiración no podía ser otra que jugar en la máxima categoría. Era el fin del Iberia como tal, pero era el nacimiento de algo mucho más importante. Era el punto de inicio de una ilusión que acabó forjando una leyenda, un sueño que tenía el nombre de Zaragoza Foot-ball Club en este primer momento.

Gregorio recordaba todo esto tras entrar en el museo del Real Zaragoza y encontrarse de frente con el escudo del Iberia y con una fotografía del campo de Torrero, lo que hizo aflorar este torrente en su memoria. Corría septiembre de 2002 y estaba a punto de asistir por primera vez a La Romareda junto a su nieto Gabriel, que estaba cerca de cumplir los mismos 11 años que él tenía cuando se colaba en el campo de Torrero. Hacía años que no iba a un partido, la edad le había pasado factura, aunque no le había impedido celebrar la gloriosa Recopa o la Copa del Rey del año anterior en casa como si de un chiquillo se tratase. De todas formas, sólo el deseo y la insistencia de su nieto habían conseguido que volviera al templo zaragocista aunque en su interior sentía que debía regresar ahora que las cosas estaban mal. Gregorio siempre había mostraba una filosofía muy clara durante toda su vida: demuestras quién eres en los malos momentos. Y creía firmemente que esto podía demostrarse en cada pequeño aspecto del día a día, ya fuera con su mujer, con sus amigos o con su querido equipo. En ese momento lo necesitaba más que nunca. Los blanquillos luchaban en Segunda para volver al lugar que les correspondía, siendo conscientes de su condición de equipo grande del fútbol español. El anciano sentía lástima al ver La Romareda tan vacía y no podía eludir el sentimiento de que tenía que ayudar a un amigo que estaba pasando una mala racha.

-¿Qué equipos son esos? –preguntó con curiosidad Gabriel interrumpiendo los pensamientos de su abuelo. Señalaba unos escudos desconocidos para él. Junto a  los emblemas de otros equipos que formaron el germen del fútbol en la ciudad, los escudos de Iberia y Zaragoza C. D. se encontraban representados a la entrada del museo.

Gregorio no puedo evitar abrir la puerta de sus recuerdos y compartir sus reflexiones en voz alta con Gabriel, que escuchaba ensimismado las palabras de su abuelo sobre ese equipo del que nunca había oído hablar, sobre la rivalidad de “avispas” y “tomates” y sobre un fútbol que se asemejaba más a una batalla que a un deporte. Así fueron pasando los minutos mientras deambulaban por la estancia del museo a la par que Gregorio le contaba a su nieto la historia del Iberia y, a continuación, la del Real Zaragoza. Le explicaba las hazañas que se escondían detrás de cada uno de esos trofeos y también qué era eso de la Copa del Generalísimo o la Copa de Ferias, campeonatos que le sonaban a cuento al chaval. De repente, Gabriel echó un vistazo a su reloj y miró sobresaltado a su abuelo.

– Faltan sólo treinta minutos para el partido, abuelo. Vamos a llegar tarde.
– No pasa nada, estamos aquí al lado –dijo para intentar tranquilizarle.
– Yo quiero entrar ya –exclamaba impaciente el pequeño.

No podía culparle. Pagaría por volver a sentir la emoción de encaminarse por primera vez al campo, de entrar al estadio y ver cómo el balón echa a rodar. Casi podía palpar la emoción de su nieto por llegar. Llegaron a La Romareda y cruzaron la puerta 12. Gabriel se adelantó y bajó corriendo las escaleras hacia el campo. Se detuvo al final y contempló fascinado cada detalle del estadio, como quien mira a los ojos a su primer amor. Su abuelo le alcanzó y le pasó la mano por el hombre, recordando tiempos mejores y viejas glorias.

Ya acomodados en su asiento, se prepararon para el inicio del encuentro. Casualidades del destino, el oponente en esa tarde de domingo era ese Real Murcia que había terminado por sentenciar al Iberia setenta años atrás. Pero esta vez las cosas fueron muy diferentes. Santi Aragón se encargó con un golazo desde fuera del área de que los tres puntos se quedaran en Zaragoza y los blanquillos se alzaron con el triunfo, comenzando a edificar esa siempre difícil construcción que es el ascenso. Mientras abuelo y nieto abandonaban La Romareda, Gabriel se encargó de recordarle la promesa que había hecho el día anterior.

– Abuelo, ayer me dijiste que si el Zaragoza ganaba me comprarías una camiseta.
– Y voy a cumplir con mi palabra. Vamos a pasar por la tienda.

Hacía allí guiaron sus pasos y, una vez dentro, abuelo y nieto quedaron de pie frente a las camisetas expuestas. Gregorio abrió la boca para preguntarle cuál le gustaba pero no llegó a emitir ningún sonido, su nieto no había esperado ni un segundo y había afirmado convencido:

– Yo quiero la avispa, igual que el Iberia.

El abuelo no pudo evitar emocionarse. Aunque el nombre de tan legendario equipo cayera el olvido, sabía que el espíritu del Iberia nunca moriría, que latía en él, en su nieto y en el propio Real Zaragoza, que bien podía considerar a los “avispas” como a sus padres. Así, se dirigieron de vuelta a casa con el sabor de la victoria pero con la satisfacción interna que produce compartir tus más apreciados recuerdos con tus seres queridos. Muchas veces dejamos de lado nuestros orígenes, olvidando de dónde venimos. Pero nosotros no somos sólo nosotros, sino que también somos un pedazo de todos los que han luchado y se han preocupado por nuestra vida, por nuestro bienestar. Pero esto, que podemos aplicar a cada ser humano, también lo podemos adaptar a nuestro Real Zaragoza. Hubo una vez unos jugadores que se abrían la cabeza cuando rematar balones era sólo apto para valientes, unos pioneros del fútbol que corrían en cada partido hasta quedar extenuados sin que una prima millonaria les estuviera esperando por la victoria. Y lo que es más importante, unos valientes que lucharon para que Zaragoza se hiciera un hueco en el fútbol nacional. Sin ellos, no existirían las glorias posteriores, ni Copas ni Recopa ni tardes de ensueño en La Romareda que rememorar de cuando en cuando. Y eso Gregorio lo sabía bien, llenándose de nostalgia y orgullo cada vez que el Real Zaragoza visitaba un estadio portando los colores del Iberia y viendo la sonrisa de su nieto portando su nueva camiseta.