El recreo

Por Jaime Oriz Almansa

– Papá, quiero de regalo un balón de reglamento.

Esa petición en forma de orden tuvo su cumplimiento en la celebración posterior de la Primera Comunión de ese niño. Ese balón fue el primero que era de su propiedad; hasta entonces todos los que había probado, pateado, cabeceado, maltratado, etc., eran de compañeros del colegio, que los prestaban para que durante la media hora de recreo diaria se jugasen partidos de fútbol improvisados.

Durante ese rato podían sobrevolar sobre ese colegio de ocho a diez balones simultáneamente, que correspondían a tantos partidos que se disputaban al unísono entre niños de diferentes edades, clases y amistades. Lo de las edades era decisivo, porque entre los niños existe esa maldad derivada de la superioridad en años y tamaño, y el “mayor”, esa figura típica de la infancia, que se dedicaba a fastidiar a los pequeños del colegio, porque quería y podía hacerlo, sin que pudieses mostrar más que tu queja interior, porque al fin y al cabo eran más grandes que tú, tenía la costumbre, que si un balón de unos renacuajos se interponía en su camino, ya sea por alto o por bajo, cogerlo y patearlo de la forma más violenta posible, con la pretensión de enviarlo lejos y que le dejase de molestar. En la mayoría de las ocasiones ese balón traspasaba los límites del colegio y acababa en alguna de las calles limítrofes, con la incertidumbre posterior de saber si los viandantes que recibían ese objeto redondo identificado, lo devolvían a su lugar natural, el colegio.

Eso sucedió con el balón de este niño, a la semana de estrenarlo. El “mayor” de turno lo golpeó con enorme fuerza y como casi siempre, acabó fuera del colegio. Pasaron un par de minutos, y a pesar de los gritos hacia el exterior pidiendo ese balón, no aparecía devuelto. La preocupación del niño protagonista iba en aumento, tanto que decidió salir a buscar el balón afuera, al exterior, aún quedaba un cuarto de hora para volver a clase y esperaba encontrar ese balón antes.

Cuando llevaba cinco minutos buscando el balón por las calles limítrofes, y la desazón y el miedo por perderlo empezaba a superarle, vio a lo lejos que una figura humana estaba haciendo filigranas con algo esférico. Se acercó y pudo ver a un hombre joven y atlético tocando su balón y pasándoselo de un pié a otro sin que tocase suelo. Ese joven atlético era un jugador del Real Zaragoza, al que veía cada quince días en La Romareda, acompañando a su padre en su localidad de gol norte. Era Lobo Diarte. Su ídolo, el delantero goleador.

En otra ocasión se hubiese quedado patidifuso ante su presencia, pero esta vez no, ¡Lobo Diarte jugaba con su balón y tenía que devolvérselo!.

– Por favor, señor Lobo, este balón es mío y me gustaría que me lo devolviese.

Lobo Diarte, evidentemente, pensaba devolvérselo, pero era una estrella del fútbol y tenía que dejar su impronta, por lo que le propuso una curiosa forma de devolución.

– Mira chaval, ahora quiero que vuelvas a tu colegio. Cuando ya estés dentro y en el centro mismo del recreo, porque tú juegas allí, ¿no?, – comenta Lobo Diarte, señalando el colegio -.
– Sí, señor Lobo.
– Entonces en unos tres minutos, golpearé este balón en esa dirección, y tú lo tendrás que parar con una estirada de gran portero. ¿Lo harás?.

El niño, que lo único que quería en esos momentos era su balón de vuelta hubiese aceptado cualquier propuesta, por lo que por supuesto le dijo, – sí, señor Lobo -.

Y se puso a correr de vuelta para su colegio. Llegó allí, avasalló a todo niño que encontró en su camino hasta alcanzar el centro del recreo y se aposentó, a la espera del balón aéreo lanzado por Lobo Diarte.

Ese balón llegó, bien dirigido, aunque un par de metros alejado de su posición central. Tuvo que preparar su cuerpo hacia la izquierda y realizó una estirada magnífica, impropia de él, que nunca le había gustado ser portero, y blocó el balón con seguridad y firmeza. Todos sus compañeros de partido y los que no lo eran, aplaudieron su parada, y el niño se sintió mejor que nunca, porque lo que reafirmaba el valor infantil en aquella época no era ser bueno con las notas, sino con el balón.

Desde entonces ese niño ya no abandonó la portería, la del colegio y la de los múltiples campos de fútbol de tierra y alguno de hierba en los que jugó en sus muchos años de futbolista por la regional aragonesa. Y siempre que blocaba un balón por alto tenía el recuerdo de ese balón, su balón, golpeado por Lobo Diarte.