La primera vez

Por Augusto Blanco Alfonso

El verano estaba en su cenit y la vida en plena primavera.

El calor desfogaba cuerpos en los que las hormonas sembraban descontroles. Descontroles capaces de vencer la timidez más acusada, capaces de superar las peores barreras, las que cada uno nos ponemos…

La tarde vencía su ecuador y el estruendo de los coches de choque llenaba el aire. Era un ruido alegre, cargado de risas, de esperanzas, de promesas, eran los sonidos más alegres del verano, de la playa… El vértigo de la emoción, desbocaba las palabras telegráficas, mientras se dirigíamos a ellas, como lo que eran “depredadores”, pringadillos de caza, ¡qué bonito, qué inocencia!…

-Me gusta la rubia
-A mí la morena
-¡Qué elijan ellas!
–Vale…

Habían acepado el juego…

Eligieron ellas, como siempre, los cambiaron como se cambian cromos, ninguno estaba repetido. Con ese pacto secreto que tienen las mujeres.

Tardarían años en saber que siempre, siempre, sería así. Las mujeres tiene un gen, que les proporciona la habilidad de convencernos de que somos nosotros los que elegimos, los responsables, los seductores, nosotros inevitablemente seducidos, víctimas de la llamada del hipotálamo, de la hipófisis… Guerreros, héroes, sometidos al albur de las diosas, de la hormona, lo adornáramos como lo adornáramos, amor, romanticismo… Deseo, deseo sexual, puro y duro, siempre, siempre, víctimas engañadas en su libertad. La mujer, representante, en la tierra, de Venus, de Afrodita, de Astarté… o como la quisieran llamar a la diosa de la vida, del sexo, de la fecundidad… la parte femenina de dios, ¿existe un dios que no sea la madre tierra, Gaia?… Al fin y al cabo, ¿de dónde surgía Afrodita?… allí estábamos, a su orilla.

Habían compartido. No solo el pequeño espacio del cochecito, el contacto de las caderas, de las piernas, de ese brazo, estratégicamente colocado para proteger, virilmente, sujetando por el hombro de los vaivenes del choque… habíamos compartido fichas, no solo pagábamos nosotros, compartíamos las fichas, a medias, ¡¿se podía pedir más?!.

La cena obligaba al fichaje familiar, el tiempo rendía cuentas, se acababa…

-¿Os venís al cine esta noche?

No hubo regateo, quedaba claro, solo la autoridad podía deshacer la quedada, alguno de los padres, implicados, podía negar la ocasión, negando el permiso…

-A las 10 en la puerta

Se separaron donde la prudencia aconsejaba, los padres no siempre veían con buenos ojos, las decisiones de los hijos, sobre todo, de las hijas.

La cena voló, engullida más que tragada, 25 minutos antes de que el cine iniciara la sesión estaban allí, nerviosos sin saber que esperar, que desear… pero, sobre todo, la duda, esa duda que cercena el disfrute, que corta el aire, ¿vendrían?.

-No… Ya verás… no vienen…
-Si, no pusieron pegas…
-Ya, pero, ¿las dejarán?
-Al final la morena te eligió, ¿Dori?
-Sí, la rubia no está mal, ¿Nieves ha dicho?
-Me gusta, tiene unos ojos increíbles y sonríe…
-A mí, también, me gusta Dori, ese pelo tan negro, esos ojos…
-Nada, que no vienen, ya verás…
-¡Coño!, no decías que seguro que si…

Faltaban menos de 5 min y no habían llegado, el castillo de naipes, construido como la lechera construyó su fortuna, se desmoronaba. Cuando la ilusión, la esperanza, se deshilachaba, como una tela vieja… llegaron.

Resplandecían como solo se hace en las primeras citas.

¿Quién puede juzgar la belleza percibida?, ¿cómo valorar el sentimiento al ver cumplidos tus anhelos?, por nimios y fugaces que fueran… ¿Cómo explicar la velocidad del cambio de humor?… A veces, las personas se comportan, nos comportamos, tan irracionales. En lo que tarda un parpadeo se pasa del desespero a la euforia desatada…

-¿Tenemos las entradas?

Habían empleado el plural, como si en lugar de conocernos desde hacía poco menos de tres horas, lo hiciéramos desde hacía tres vidas.
Era un cine de verano, de esos de suelo alfombrado de cáscaras de pipas y colillas, de sillas de tijera de madera, en aquella no había otras, ni más baratas ni más culicidas, rectangular, en un extremo y en alto la pantalla, en el lado contrario el bar, donde los bocadillos de chorizo, tortilla, queso y salchichón alternaban con las pipas, el tabaco, y los refrescos o la cerveza.

Discutieron entre risas y bochornos si Clint Eastwood se pronunciaba “istgud” o “estigud”, ya había hecho todo con Leone, algunos no veíamos tan sucio a Harry, ya había penado, en todos los sentidos con Shirley Mac Laine, cuando ésta era la única mujer entre dos mulas y aquella noche Joe Kidd, haría su justicia en la tela… no recuerdo la película, la he visto varias veces, pero, no aquella noche.

Cuando encendieron la luz tras el corto y los anuncios de las siguientes películas programadas, sus ojos volvieron a deslumbrarme, eran como el cielo y brillaban como las estrellas, si Afrodita surgía de la mar, Astarté era el cielo y las estrellas, todo un signo, había magia en su mirar y enganche total en su risa, no recuerdo que ninguna mujer antes se hubiera reído con mis payasadas tan bien. De hecho, creo, que la risa de una mujer, por ella, por esta primera vez, me sigue cautivando y desarmando, como al ejército vencido. Aunque, muchas veces, no sepa que ya he sido derrotado y, ella, no sepa que ya ha vencido.

Nieves, el símbolo de la abundancia por excelencia, los árabes, nuestro tercio de herencia cultural, asociaban la unión de la nieve y el fuego con la armonía, sin embargo, yo siempre he sentido el caer de la nieve como la suspensión del tiempo, que era lo que más deseaba en ese momento, que se detuviera, como los copos suspendidos en el aire. Aunque podía haberse llamado Pilar, pues vecina de su Basílica había nacido.

Teníamos la edad en la que el tabaco era un medio, no un fin, nunca he vuelto a compartir el tabaco como entonces. Había algo ancestral en nuestro fumar, en la América precolombina el tabaco se utilizaba para mil cosas y de mil modos, fumado, inhalado por la nariz, mascado y comido, untado en el cuerpo, esparcido en los campos como ofrenda a los dioses, soplado en el rostro de los guerreros o espolvoreado sobre una mujer antes de la relación sexual, en ritos religiosos, como colirio o como narcótico. Nosotros, aquella noche, ideamos la mil una, el tabaco fue el beso… nunca unos labios han hecho trizas de aquel modo mi persona… sin haberlos besado, salvo de refilón en la despedida.

Entre calada y calada le recordaba a Yarza el mítico portero de mi infancia, al que admiraba tanto como a mi ídolo madridista Betancort, por el que me había forofizado al fútbol.

Nos dábamos de fumar, ella acercaba el cigarro a mis labios y yo a los suyos, llegamos a embocarnos el filtro… escribo estas líneas y, aún, siento la carnosidad de aquellos labios en mis dedos… era el momento, se imponía el beso, nada lo impedía, Eastwood intentaba decidir cuál era el lado correcto, que era lo adecuado… nosotros solo queríamos fundirnos en un beso lento, limpio, apasionado… nuestras cabezas se giraron lo justo y fueron acercándose mientras nuestras manos perdían los restos del último pitillito al enlazarse…

-¡Venga, chicos, a pelar la pava a la playa y no molestéis más!, graznó una voz a nuestra espalda… y, en aquel momento se frustró lo que nunca llegaría a ser.

No sé cuánto tiempo pasó hasta el final de la peli, solo sé que mi cerebro solo buscaba una excusa para salir de allí, seguir las instrucciones del energúmeno… Encontrar sus labios y suspender el tiempo, a cámara lenta, como en una nevada.

Las luces nos devolvieron a la realidad. No habíamos, aún, levantado el culo de la silla, antes de poder decir nada.

-El padre de Dori viene a buscarnos, mañana, nosotros nos vamos…

Tardé en recuperar el sentido, fue como un KO, los otros dos nos metían prisa… Me dio un beso de refilón, el más cercano al alma que nadie me había dado jamás, que nadie me daría nunca.

Ni apellidos, ni dirección, ni teléfono, ni forma de localizarla… he vuelto a aquella playa multitud de veces, muchos años después, solo están en pie los apartamentos, donde sé que vivía, siempre que paso por su fachada la recuerdo y busco su imagen ensoñada. Cada vez que voy a Zaragoza voy al Pilar a buscarla. La majestuosidad barroca del Templo no ha sido capaz de centrar mi mirada que escruta cada rostro femenino con el que me cruzo. En ocasiones la Fuente de la Hispanidad escolta mi búsqueda, en otras entro en la Basílica y la recorro imaginándola de domingo…

La vida, siempre, me deberá aquel beso nonato.