Los días siguientes

Por Javier García Sesma

Los días siguientes no solo fueron raros; también difíciles. Al principio todo el mundo pensó que el motivo de ese repentino cambio en su comportamiento sería el viaje.

Muchas horas de autobús, mucho sueño y cansancio acumulados en una semana demasiado loca. Además, a nadie se le escapaba que sus 15 años recién cumplidos eran de por sí suficiente motivo para justificar posibles cambios de conducta por extraños que estos fueran.

– Ya se centrará. Es normal que esté un poco despistado después de tanto jaleo –le comentaba su padre a su madre, que no las tenía todas consigo con el estado de su hijo.
– No sé, no sé … Lo noto muy raro, la verdad.

Las cosas se complicaron cuando empezaron a llegar señales más allá del ámbito familiar que demostraban bien a las claras que el mal no era algo tan pasajero como se pensaba al principio. Que el mal llevaba visos de quedarse a vivir al menos por un larga temporada.

La primera llegó en forma de mensaje del tutor del Instituto justo a las dos semanas del viaje. D. Higinio había obligado al muchacho a llevar a casa su último examen de Lengua, calificado con un 3, para que sus padres lo devolvieran firmado, y en el ejercicio había añadido de su puño y letra: “Hemos notado al chico muy ausente en estos últimos días y ese despiste generalizado en todas las materias le está afectando en las notas, como pueden ver. Espero que por su propio beneficio cambie de actitud y vuelva a ser el alumno brillante y trabajador de antes”. Inútil fue intentar comentar el mensaje con el muchacho, buscar un porqué a ese bajo rendimiento académico y a esa actitud un tanto abúlica ante todo.

– No. No me pasa nada. Dejad de darle vueltas. He suspendido un examen y punto.
Don Higinio es un exagerado y ya está
– Hijo, pero algo habrá que hacer, ¿no?
– Pues no. No hay que hacer nada porque no me pasa nada. Y punto.

Después vino lo del entrenamiento, lo nunca visto desde que con 8 años se había apuntado a los benjamines del equipo de fútbol del colegio. Jamás había perdonado desde entonces una sola sesión de entrenamiento. Nunca ni la lluvia, ni las celebraciones de cumpleaños, ni siquiera los exámenes, habían sido motivo suficiente para ausentarse de su cita con el balón y el chándal. Y sin embargo aquel día …. ¿cómo podía él argumentar que se trataba de un simple despiste, que se había olvidado de acudir porque llevaba muchas cosas en la cabeza y que la cosa no tenía mayor importancia?

Sus padres coincidieron, esta vez sí, en que había que hacer algo. Su hijo ya no era el que era y, o se ponían cartas en el asunto, o el problema podría ir a más. Pero él, aun admitiendo al fin que estaba distinto, se ponía hecho una fiera cuando se le planteaba la posibilidad de poner su problema en manos de otros que pudieran ayudarlo.

– Que no. No necesito ningún psicólogo. Estoy pasando una mala temporada y ya está. Se irá como ha venido. Le pasa a muchos. Dejadme tranquilo.

Y eso es efectivamente lo que intentaron: dejarlo tranquilo. No presionarlo para ver si poco a poco las aguas volvían a su cauce y la mala temporada se iba para siempre. Pero no era tan fácil…

El seguía mostrando comportamientos extraños, apenas hablaba ni siquiera con sus amigos habituales, y le ocurrían cosas que antes jamás le hubieran ocurrido. Una de ellas inquietó de manera especial a su padre: una noche, víspera de un examen crucial de Matemáticas, el muchacho se había quedado dormido mientras veía una cinta de vídeo que él mismo había grabado de la televisión al poco de llegar a casa tras el largo viaje. El hecho en sí ya era sorprendente, pues nunca se acostaba tarde cuando tenía un examen, pero lo más asombroso era que la imagen que se había quedado congelada en la pantalla era esa, justamente esa otra vez, la que tantas veces había reproducido desde su regreso.

– Maldito viaje –susurró el padre mientras lo despertaba-. Ahí empezó todo. No deberíamos haberle dejado ir.

Pero la gota que colmó el vaso fue la llamada a casa de doña Concha, la profesora de Matemáticas, al día siguiente del dichoso examen. Doña Concha no solo estaba enfadada porque el chico había dejado el examen prácticamente en blanco, sino que se sentía indignada de que al recriminarle su pasividad e indolencia a la hora de contestar las preguntas, él le hubiera respondido de forma bastante airada:

– ¿Qué quiere que le haga, doña Concha? ¡Bastante tengo con lo que me ha tocado vivir …!

Sus padres explotaron. ¿Qué demonios era eso tan duro que le había tocado vivir y que ellos desconocían por completo?, ¿qué les estaba ocultando su hijo? Desde luego, era evidente que la respuesta no era nada sencilla y no se podía compartir así como así…

Los días siguientes no solo fueron raros; también difíciles. Y es que lo que le pasaba a Rubén no resultaba fácil de explicar aunque finalmente se viera en la obligación de hacerlo. No resultaba fácil explicar que instantes antes de que Nayim inventara su parábola mágica para batir a Seaman, justo un poco antes, Rubén, sin decir nada a ninguno de sus compañeros de fatigas de la peña zaragocista, había abandonado su localidad del Parque de los Príncipes para acudir urgentemente a vaciar su vejiga y así estar preparado para la tanda de penaltis que se aventuraba dramática. No resultaba fácil explicar que cuando volvió y vio a todos sus compañeros exultantes dando muestras de un júbilo inefable y sobre todo irrepetible, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Un escalofrío que en un primer momento era una mezcla de rabia y alegría, pero que con el paso de los minutos y los días se fue tornando en un hondo pozo de melancolía que se quedó a vivir en su interior. Tantas horas de viaje, tanto esfuerzo por convencer a sus padres de que le dejaran ir con la firme promesa de que recuperaría las clases perdidas, tantos minutos vibrando en el estadio, para al final no ser testigo directo, pudiendo haberlo sido, del momento histórico de la gloria zaragocista; para al final no poder contar nunca qué pensó él cuando desde la grada vio cómo Nayim lanzaba su pepinazo desde 50 metros; para al final no echarse a llorar de emoción en el mismo instante en el Seaman quedaba herido de muerte sobre la hierba de París.

Eso le pasaba a Rubén. Que Mohamed Alí Amar, el jodido Nayim, a la vez que marcaba el gol entre los goles, había tatuado en su corazón un mensaje sincero y rotundo: “Lo siento. Tenía que hacerlo ya”. Y a Rubén no le quedó otro remedio que ir asumiendo que esas palabras las iba a llevar grabadas a fuego si no siempre, al menos durante los días siguientes al 10 de mayo de 1995. Días raros y difíciles.