Pichín

Por Ramón Ángel Fumanal Ciércoles

“Desde pequeño siempre quise ser un gángster”. Esa frase le gustaba mucho a Pichín. La había visto en una película de cine, una de mafiosos. A Pichín le encantaba el cine de mafiosos, con sus historias truculentas y sus personajes complejos soltando de vez en cuando frases rotundas. Pichín sonreía al pensar en esa sentencia en concreto, en la que un gángster recordaba su infancia. De repente, él mismo se encontró evocando sus propios años mozos. Él, de pequeño, no quería ser un gángster. Quería ser futbolista.

Su infancia transcurrió tan feliz y tan normal como la de cualquier niño de su época. El fútbol era su pasión, y se pasaba todo el tiempo que podía jugando con sus amigos, en las campas de tierra que había en el pueblo. Al crecer, formó parte del equipo de alevines que competía, ya de forma seria, con los equipos de la capital. Cada dos fines de semana viajaban a Zaragoza. A Pichín le gustaba ir a la ciudad. Allí era todo grande y variado. Había muchísima gente y muchos equipos. Además, casi siempre ganaban. Pichín metía muchos goles. Era lo que más le gustaba del fútbol: meter goles. En sus sueños, se imaginaba jugando con el Real Zaragoza de delantero centro rompedor, triunfando y levantando trofeos. Lo soñaba él, y la mayoría de niños de la región en aquellos años en los que el equipo del león ganaba a los grandes y se pavoneaba entre los puestos altos de la Primera división.

Con el tiempo, las cosas en la vida de Pichín fueron encajando. Logró entrar en el equipo infantil, y progresó dentro de la cantera del Real Zaragoza, llegando incluso hasta el filial. Todo iba bien, salvo por una cosa: había perdido su puesto en la nube suprema de los goleadores. Ya no le entraban. Sea la que fuere la magia que define a un delantero, Pichín la había perdido para siempre. Los entrenadores empezaron a asignarle otras funciones: de contención en el centro y más atrás. Finalmente, Pichín se convirtió en defensa.

Afrontó con conformismo primero y con entereza después, su nuevo rol en el equipo. Las cosas habían cambiado, y había que adaptarse. El chico no lo hacía mal en las posiciones retrasadas. De hecho, sus actuaciones merecían elogios cada vez más encendidos. Empezó una etapa de éxito, en la que fue convocado a selecciones juveniles, y llamado a entrenar con el primer equipo. Fueron años dorados, todo el mundo en la ciudad le conocía, iba a los sitios y todos le saludaban: “¿Qué tal, Pichín?”, “¿Cómo va todo, Pichín?”, “Recuerdos a la familia, Pichín”. Sí, eran buenos tiempos, todos le querían y le respetaban. Era un jugador del Real Zaragoza, y era de casa, un zaragocista “como de la familia”. Tan solo una pequeña cuestión le persiguió siempre, de forma tenue pero sostenida, como un resquemor de serie. Su perenne añoranza por el gol. En los partidos, a pesar de no brillar demasiado, cumplía con sus funciones de forma aseada. Como todos, atravesó rachas buenas y rachas malas. Nunca se desanimó. Sabía que, ante todo, debía adaptarse al medio. Compartió vestuario con muchos jugadores, vio pasar a estrellas y a medianías. El siempre estaba allí. Y allí finalizó su carrera deportiva.

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-¡He dicho mil veces que no quiero que me llamen Pichín!!! –Le gritaba Pichín al espejo de medio cuerpo que ocupaba una de las paredes de su despacho en las oficinas del club. Se encontraba solo y frustrado ante las tareas que tenía por delante. De repente, llamaron a su puerta:
-¿Ocurre algo, Pichín? He oído gritos.
– Ah, no, Lucía. Se…se me ha caído algo al suelo, ehhh, no pasa nada…ehh.
– Huy, me había asustado un poco. Pensaba que discutías con alguien. Bueno, te llama Don Anastasio, que vayas a su despacho.
– Gracias Lucía, ahora mismo acudo.

Don Anastasio era el máximo mandatario del club desde hacía unos años, cuando le compró todas las acciones al anterior propietario. Su llegada había sido recibida por el zaragocismo con alegría contenida y con la esperanza de abandonar la mediocridad en la que el club parecía instalado en los últimos tiempos. Sin embargo, pronto las expectativas se truncaron: Don Anastasio ejercía su mandato de forma difícilmente explicable. Tomaba decisiones tajantes que luego no resultaban positivas, cesaba y contrataba empleados bajo el auspicio de extraños criterios que, cuando se extendían a lo deportivo, degeneraban en un caos absurdo de malos resultados. Se llegó incluso a descender a segunda división. El ambiente entre el personal oscilaba entre la apatía y la tensión. La gestión económica era un desastre y la sociedad se encaminaba al precipicio. Pichín fue uno de los fichajes de Don Anastasio para ocupar un cargo en la estructura del club. En sus pretensiones por congraciarse con la díscola afición, Pichín parecía ofrecer una cara amable y querida. No fue el único ex-jugador que llegó al club en esa época. Sin embargo, por unas causas u otras, todos acabaron marchándose. No así Pichín.

-¿Qué tal la familia, Pichín? –Le preguntó Don Anastasio.
-Todos bien. Gracias por preguntar, Don Anastasio.
-Ya sabes que la familia es lo primero. Je, je. Bien, verás Pichín, te he mandado llamar porque ya llevas algún tiempo entre nosotros y va siendo hora de que conozcas algo más…de “el negocio”

Hasta ese momento Pichín había ejercido labores en la secretaría técnica y en el área social. Representaba uno de los escasos asideros emocionales que le iban quedando a la afición. Pichín viajaba por la región, visitando a las peñas y a las asociaciones de aficionados, afianzando el zaragocismo ante todo. Por eso no entendía a veces las malas caras de la gente o las críticas. Había incluso quienes se atrevían a hacerlo en persona. Eso le desazonaba profundamente. La afición no entendía los desvelos que Don Anastasio sentía por el bien del club, pero esperaba que solo fuera cuestión de tiempo y todo fuese a mejor…algún día.

Don Anastasio fue introduciendo poco a poco a Pichín en la filosofía de los negocios. Así todo iba adquiriendo una luz distinta. Lo que antes parecían gestiones sin sentido, se articulaban hasta conformar cierta lógica. Pichín comenzaba a vislumbrar cosas que antes tan solo intuía. Estaba satisfecho de tener esa confianza de su Jefe. Sin embargo, faltaba algo. Las grandes decisiones se seguían tomando a sus espaldas. No era informado con la suficiente celeridad, y cada vez más, Pichín observaba gente extraña entrando y saliendo del despacho de Don Anastasio. No se sentía parte de la cumbre, y quería estar ahí, con ellos, con plenitud de poderes. Un buen día, Don Anastasio lo llamó por teléfono:

-Pichín…quiero que vengas a la sala de reuniones ahora.
-¿Ocurre algo, Don Anastasio?
-Sí. Algo bueno. Je, je. Hemos decidido que puedes formar parte de…”la familia”
-Oooh.

Pichín colgó el teléfono, sin apenas poder dar crédito a lo que había escuchado. ¡Iba a ser uno de ellos!!!¡Por fin!! Precipitadamente se levantó, y casi corriendo enfiló el pasillo que llevaba hasta la sala de reuniones. Una vez allí, su mano trémula, casi temblorosa, apenas si podía sujetar con firmeza el tirador de la puerta cerrada. Sintió sus dedos fríos del sudor, su brazo nervioso. Intentó calmarse, que no pareciese ansioso. Con fuerza, abrió la puerta y…¡NO había nadie en la sala! Tan solo una silla vacía.

-¡Ohh, no!!!

Como una exhalación de la memoria, recordó fugazmente una escena similar de una película de mafiosos y, bruscamente se giró de nuevo hacia el pasillo…Ahí estaba Fernando Percha, uno de los miembros antiguos de la “familia” de Don Anastasio. Se decía de él que cuando entró en Real Zaragoza, el Himalaya era apenas una colina.

-Ah, qué susto me has dado!…Eh, no hay nadie en la sala.
-Pasa, pasa, vas a escuchar algo importante.

Ambos entraron en la sala y entonces Percha le fue explicando:

-Don Anastasio no va a poder estar aquí. Me ha pedido que te lo explique todo. Las cosas, últimamente, no iban muy bien. Se encontraba ya cansado y ha decidido vender el club a unos empresarios de confianza.

Lentamente, y sin hacer el más mínimo ruido, fueron entrando en la sala unos hombres de mediana edad y aspecto serio y taciturno. Sin decir nada, Percha se colocó junto a ellos y con un gesto del brazo, conminó a Pichín a sentarse en la silla vacía que, desde el centro de la habitación, parecía mirarles a todos.

Pichín se sentó y entonces Percha le extendió un sobre con una carta.

-Fue la última voluntad de Don Anastasio.

Bajo la atenta mirada de respeto de los cinco hombres, Pichín leyó la carta en silencio y una breve lágrima brotó de sus ojos. Todo su zaragocismo pasó por su mente en un instante y por fin, toda su pesadumbre se esfumó. Al fin había marcado el gol que tanto soñaba. En su mano tenía el nombramiento.

Era el nuevo Director General del Real Zaragoza.