César Royo. Rue de la Victoire, 8. Paris

Por Francisco Ruiz Espinosa

Estimado César:

Sé que llevaba mucho tiempo sin escribirte. Últimamente llevo una vida muy tranquila, sin demasiadas novedades que contar. Además, los años no pasan en balde y tanto la vista como las manos han dejado atrás sus mejores días, haciéndome laboriosa y pesada la tarea de escribir.

Sin embargo, los acontecimientos futbolísticos de los últimos meses, de los que seguro serás conocedor, me han traído de vuelta muchos recuerdos. Si nos llegan a contar, allá por el treinta y dos, a las cotas a las que llegaría un equipo de fútbol de Zaragoza, le hubiéramos puesto de botarate hacia arriba.

¿Recuerdas el primer partido del Zaragoza F.C. al que fuimos? ¿Puede ser que fuera contra el Donostia F.C.? He de reconocer que recuerdo muy poco de aquel encuentro, salvo que casi me atraganto con el humo de la pipa cuando te vi aparecer por Torrero. Creo que se perdió por un gol a tres, pero he de confesar que fue el último de mis disgustos. Acudí aquella tarde a regañadientes, arrastrado por mis amigos. No soportaba lo que le habían hecho a mi Iberia. Como si fuera poco con quitarle sus colores y su escudo, lo habían rebautizado con un nombre que no podía ser más similar al vuestro.

En estos pensamientos estaba sumido cuando me senté en mi butaca, justo para ver cómo por el otro extremo de la hilera de asientos venías tú. Vestido de domingo, con una aguja de corbata del Real Zaragoza C.D., fuiste a sentarte justo en el asiento contiguo. En toda la tarde lo único que nos dirigimos fue un gélido “buenas tardes”, para pasar el resto del partido enfurruñados en nuestra localidad. Con el paso de los años, y poniendo todo en perspectiva, cada vez que lo recuerdo me entra la risa. Dos hombres hechos y derechos poniendo morros como los pone ahora mi nieto. La estampa es cómica, tienes que reconocerlo.

Tiempo más tarde me contaste que tú tampoco acudías de buen grado. Si lo hiciste, fue por un compromiso familiar ineludible. Para alguien que había estado construyendo el campo de la Torre de Bruil al grito “¡Aúpa Zaragoza!”, era muy difícil aquella situación. Te habían tratado de convencer de que aquello era una unión, por el bien del fútbol en la ciudad, pero tú no lo veías claro. Al fin y al cabo, se jugaba en Torrero y en el campo los presentes eran prácticamente el antiguo Iberia. Era mucho pedir que, de la noche a la mañana, se olvidaran todas las rencillas y se generaran nuevos cariños.

Nuestra mutua animadversión venía de lejos, aunque personalmente no habíamos tenido mucho trato. Ambos éramos reconocidos hinchas de nuestros respectivos clubes, y en aquella Zaragoza de los años veinte nos conocíamos todos. Durante mucho tiempo estuviste convencido de que yo había sido uno de los artífices del “entierro del tomate”, y buenos esfuerzos me costó sacarte esa idea de la cabeza. También yo tenía muchos prejuicios acerca de ti, he de reconocerlo.

Como tantas veces hemos hablado, de aquel primer partido salimos tú y yo prometiendo que no volvíamos a Torrero. A la incomodidad que nos generábamos el uno al otro, había que añadirle que el equipo nos resultaba ajeno. Aquellos once mozalbetes en camisa blanca y calzón azul, aunque nos sonaran sus caras, nos despertaban las mismas emociones que la Real Unión de Irún, o el Arenas de Guecho, cuando vinieron a disputar las semifinales del campeonato de España en el veintisiete. Sin nuestros colores, nuestros símbolos, nos costaba emocionarnos.

Por fortuna, no mantuvimos aquella promesa. ¿Te das cuenta de cuántas cosas nos habríamos perdido? Me acuerdo mucho de Julián, en paz descanse. Si no hubiera sido por su mediación, hubiéramos pasado las tardes de domingo paseando como almas en pena, o mirando antiguas orlas y banderines de nuestros antiguos clubs.

Julián nos conocía a ambos. En mi caso, por ser amigo desde la más tierna infancia. En el tuyo, el mundo de los negocios os había puesto en contacto e hicisteis buenas migas por intereses comunes, que ya no recuerdo si era el teatro o la música. A todos nos sorprendía esa amistad, dado que Julián era un furibundo iberista, quizá el mayor hincha entre nuestro grupo de amigos.

¿Te acuerdas cómo nos engañó para reunirnos? Nos citó a ambos, con la más peregrina excusa, a tomar un café en la plaza de España. Obviamente, no nos avisó de que había citado también al otro para que no rechazáramos la invitación. Una vez nos tuvo juntos, desplegó aquellas magníficas dotes de oratoria para convencernos de que diéramos otra oportunidad al Zaragoza F.C. En parte por no hacerle un feo, y en parte porque extrañábamos ver fútbol, accedimos a acompañarle en el siguiente partido.

Desde aquel día, ya no volvimos a faltar a nuestra cita. Si bien al principio con cierta reserva, poco a poco fuimos desarrollando el cariño por aquel nuevo club y, en paralelo, fue creciendo nuestra amistad. Lo que al principio eran conversaciones formales, pasó poco a poco a preguntas sobre la familia, a ofrecer cigarrillos de la pitillera y a comentar jocosamente el apodo de aquel gran equipo, los “Alifantes”.

¡Qué brincos dabas el día del ascenso a primera! Tú, un señor tan formal, de buena familia y con tanta educación, dando saltos como un colegial. ¡Qué risa que me dio! ¡Qué felices éramos! Por fin habíamos llegado a la Tierra Prometida. Por fin el fútbol de la ciudad estaba donde merecía, tanto esfuerzo y tantos sinsabores después.

Luego vino la maldita guerra. Costaba tener ilusión por al deporte después de todo lo que se había vivido, pero volvimos. Nunca olvidaré el abrazo que nos dimos cuando nos vimos en Torrero, una vez todo había pasado. Fuiste de los pocos que no me negó la mano, que no hizo ver que no me conocía.

Ya fuera en primera, o en los años duros de los descensos, como aquella temporada en el cuarenta y tres que sólo ganamos dos partidos, fuimos invariables a nuestra cita dominical, acompañados de nuestros respectivos pequeños, que se nos fueron haciendo grandes entre partido y partido. Los recuerdo a ambos, ya muy mozos, volviéndose locos con aquella remontada al Athletic en el cincuenta y dos. ¡Casi saltan al campo con aquel gol de Belló, el cuatro a cero!

¿Y qué me dices de aquel viaje a Vitoria en el cincuenta y seis? Fuimos las dos familias juntas. Aún me acuerdo del pobre Salvador, al que no le gustaba nada el fútbol pero sin embargo le tocó venirse, con cara de acelga todo el viaje, hasta que le compensamos comiendo en aquel asador. Vaya ascenso más bonito fue aquel de Mendizorroza. Sin duda el mejor ascenso.

Se nos iba quedando pequeña la tribuna de Torrero, y como a nosotros al club, que decidió hacer mudanza. A mi me dio mucha pena, ya que abandonando aquel estadio sentía que lo último que quedaba de mi Iberia se perdía también. Al menos a ti te habían devuelto hace años el nombre, volvías a animar a un Real Zaragoza. Pero el entusiasmo de mis hijos con el nuevo estadio era contagioso, y logró curarme la melancolía.

¡Qué grande nos pareció la Romareda! ¿Te acuerdas? A mi me cogía un poco a desmano, y cada vez que tocaba partido parecía que nos íbamos hasta Sebastopol. Todo cambió cuando Pedrito (bueno, entonces era ya don Pedro) se compró un coche a plazos cuando consiguió aquel buen puesto. Nos apretujábamos todos en él, como sardinas en lata, pero la incomodidad se compensaba con un viaje mucho más rápido.

Sin embargo, la gran mudanza fue la tuya. El negocio familiar no andaba demasiado bien, según me contaste, y te viste obligado a cerrarlo. Te ofrecieron una buena oportunidad en Francia, y allí os marchasteis toda la familia. Aunque fuimos manteniendo el contacto gracias a la correspondencia, siempre se te echó de menos en la tribuna.

Por carta te fui informando de aquellos primeros tiempos en la Romareda. Parecía que no acababa de arrancar el equipo, pero te decía que estaban llegando chavales con buena pinta, y que me daba buena espina el futuro. Tú me decías que te morías de ganas de verlos, pero que en aquellos momentos no te podías permitir venir a España, que mejor para otra ocasión.

Hará un par de años, dejé de recibir tus cartas. No era ajeno a tus problemas de salud, por lo que aquel silencio me generó una gran zozobra. En Zaragoza ya no tenías familiares a los que preguntar y cuando decidí poner una conferencia a aquel número de teléfono que me proporcionaste en una ocasión, lo único que entendí de todo el parloteo en francés de mi interlocutor era que “César ne vie past ici” o algo similar.

A pesar de todo seguí escribiéndote, cada vez que la nostalgia me invadía o tras alguno partido magnífico. Seguía enviándolas a la misma dirección. Al principio, esperando que algún vecino supiera dónde dirigirla. Con el paso del tiempo, por la fuerza de la costumbre.

Ayer, mientras estaba en la plaza de Pilar con mi nieto, viendo como Yarza nos ofrecía la copa de campeones desde lo alto de aquel autobús, me invadió una fuerte nostalgia, y pensé en lo feliz que serás con estos dos grandes triunfos. Campeones en España y en Europa, nada más y nada menos. Ganando la final ante el Valencia de rojo, de «tomate», como tu querido Zaragoza.

Por eso esta mañana me he levantado y he empezado a escribirte estas líneas. Quizá esta carta no llegue allá donde estés, y no espero recibir respuesta, aunque he de confesarte que cada día miraré el buzón con la pequeña esperanza de que ahí repose un pequeño sobre que me traiga nuevas sobre ti.

Sin más en particular, se despide.

Tu amigo, Augusto.

Zaragoza, julio de 1964