El Beta de Zaragoza

Por Osval Cirilo Díaz Gómez

Los ocho competidores nos alineamos inquietos en la arrancada. Por primera vez iba a correr, con siete años de edad, en un estadio con sus gradas llenas de escolares que vitoreaban a sus deportistas. Sonó el disparo y todos salimos como un bólido para llegar en el menor tiempo posible a los cien metros de distancia.

Desde un inicio mi explosividad en la arrancada y posteriormente mí  paso largo y seguro me permitió comenzar a tomar ventaja sobre los restantes rivales. Veía la victoria cerca, mis pulmones se llenaban de oxígeno sin fatigarme pero en los diez metros restantes uno de los rivales comenzó a rebasarme a gran velocidad arrebatándome la victoria.

-Chicho, alcanzar un segundo lugar en tu primera competencia es un resultado bueno – expresó mi profesor deportivo escolar, tal vez para consolarme.

-Yo le dije a usted que yo soy un corredor de profundidad, tengo muy buena resistencia. No soy un corredor de velocidad. Respondí algo enojado mientras miraba a mi rival, un joven flaco, con gran dinamismo, del cual dentro de la seriedad de su rostro brotaba una leve sonrisa de complacencia mientras que sus compañeros de escuela lo vitoreaban repitiendo en diversas ocasiones su apellido Banzo.

Cuatro años después mi familia se mudó de vivienda y por pura coincidencia mi rival vivía frente por frente a mi casa. Pronto nos hicimos amigos del barrio y en los piquetes de balompié que hacíamos en plena calle me di cuenta que mi nuevo amigo mantenía un dinamismo enorme, con mucha flexibilidad en su cuerpo y gran velocidad,   y cuando pateaba el balón la mayoría de las veces entraba en la portería y anotaba el gol.   Esto, como es lógico, hacía que a los capitanes de equipos seleccionados pugnaran para que Banzo integrara su equipo y siempre era el primero de los muchachos que pedían.

Todo el grupo tenía pasión con el juego de fútbol. Yo era zurdo, tenía buena velocidad para mi edad y soñaba con jugar en un equipo profesional, ser estrella y anotar un gol olímpico.

Como dibujaba bastante bien mi madre soñaba que yo me convirtiera en un Francisco de Goya, pero mi pasión era el balompié y consumía sopa o caldos de borraja con espinaca que ella me hacía diariamente y era de bajo costo.

Un día conocimos sobre una convocatoria para seleccionar a los integrantes de los tres equipos de ese deporte del Club Martina.  Muy temprano, caminamos seis kilómetros hasta el Huevo. Del grupo del barrio éramos nueve pero en el lugar citado ya había alrededor de setenta chavales entre siete y diez años de edad. Nos recibían cinco futbolistas profesionales del equipo Real Zaragoza que nos incorporaban, según la posición que cada uno queríamos jugar, a uno de los grupos. Yo, como Banzo, caímos en el grupo de los delanteros. Muy poco duré. Cuando detectaron que era zurdo me pusieron en el grupo de  los guardametas.

En el pequeño terreno, dos de los profesionales se pasaban el balón constantemente y sorpresivamente uno de ellos pateaba el balón con gran fuerza y velocidad y el guardameta de turno tenía que pararla. A los que cometían varios errores los profesionales los excluían de la selección.

Ese día todo me salía bien. Más de 10 balones me lanzaron y logré parar ocho superando a los futuros aspirantes a portero. Al final señalaron a los seleccionados de cada equipo. Del grupo del barrio solamente clasificaron tres: uno de los profesionales mencionaba a los integrantes de los nuevos equipos: Banzo, delantero del equipo A. Me moría de envidia ya que era lo que más deseaba. Cachirulo, centro campista de ese mismo equipo, y yo, como arquero del equipo C.

La noticia en el barrio fue apoteósica, pero los entrenamientos eran constantes y por la lejanía abandonamos la selección, excepto Cachirulo, que al cabo de los años integró la selección del Real Zaragoza y llegó a jugar en el estadio de la Romareda.

Una niña del barrio me simpatizaba. La contemplaba por las tardes cuando montaba sola su bicicleta y decidí acompañarla. Muy pocos de mis amigos, tan pobres como yo, tenían bicicletas y se me ocurrió pedírsela a Lili, una amiga de mi hermana. Estaba dispuesto a romper el tabú del machismo de la época por tal de acompañar a mi adorada aunque fuera en una bicicleta de mujer. Así salí y la acompañé y conversé con ella por todo el barrio.

En el próximo paseo, ni Lili me prestó su transporte. No tenía ni una peseta española descontinuada ni un centavo del euro para convertirme en un abonado de un cercano Bizi Zaragoza. No pude salir con ella en ninguna otra ocasión y comencé a trabajar en un taller de remendar unas cajas de madera de refresco a fin de ayudar económicamente a mi familia. Desde el taller la veía pasar solitaria hasta que un día pasó acompañada de Banzo que no sé de dónde coño sacó el ciclo.

Fue un golpe al corazón. Primero los paseos, después pedir su mano y por último casarse. Gracias que mis padres decidieron mudarse de barrio.

Cincuenta años después fui al barrio y conocí donde vivían y los visité. El matrimonio se puso muy alegre al verme y me invitaron a saborear una buena taza de té. Su esposa, con la misma sonrisa de su juventud. Mi amigo, recordando el pasado y el presente, me preguntó:

-Chicho, ¿a qué te has dedicado en estos años?

-Banzo, estudié periodismo y en eso se me ha ido la vida.

-Pues yo hice dos carreras: ingeniero mecánico y metalúrgico. Y ¿cuántos hijos tienes?

-Tengo dos hijos, uno es veterinario y el otro, abogado.

-Yo tengo tres –respondió mi amigo- uno es doctor en Pedagogía, el mediano máster en Ingeniería Civil y el más pequeño comenzó un doctorado en Psicología en Argentina.

– ¿Y tienes nietos? –volvió a preguntar.

-Sí, tengo uno. Está en primer año de la carrera de Medicina.

-Los cuatro míos ya son universitarios –respondió Banzo.

-Yo estoy a punto de jubilarme, tal vez el próximo año –expresé.

-Ese es un paso muy importante en la vida, te lo digo pues ya llevo tres años como jubilado.

Y así fue transcurriendo la conversación hasta que me despedí de mi amigo con un fuerte abrazo.

Tres años después, con más de setenta años de edad y moribundo en una de las camas del Hospital San Juan de Dios acompañado de mis hijos, llamé al mayor y le entregué, en un pequeño papel, el nombre y la dirección de mi amigo y le dije: -búscalo, tráelo hoy mismo aquí, dile que estoy a punto de morir.

Mi hijo partió veloz y esperé paciente a mi amigo. ¡Al fin, en esta vida, yo sería ante él el Alfa!

Tres horas después mi hijo llegó solo.

-¿Y Banzo? –pregunté.

-Papá, su viuda me dijo que hace dos días lo enterraron.