El penalti más difícil de mi vida

Por Javier Martínez Aznar

A lo largo de mi vida había tirado incontables penaltis. Desde pequeños, mi hermano y yo lanzábamos al travesaño desde los once metros hasta que el sol se escondía detrás del Moncayo. En mi época de profesional podía colocar el balón donde quisiera, incluso con los ojos cerrados. Aunque aquella noche de mayo en Nápoles pareciera diferente.

El Zaragoza se había clasificado para la final de la Champions League que se disputaba en la ciudad italiana y nadie en Aragón se la quiso perder. Las pantallas gigantes se colocaron en las plazas y permitieron olvidar, por unas horas, las visitas a las oficinas del paro, frecuentes desde que Opel España se marchara con su producción a Asia. La final emparejó al Real Zaragoza con un viejo conocido del siglo XX: el Chelsea de Londres. Se televisó en abierto a todo el mundo. Recuerdo que el lateral izquierdo, al entrar en el estadio, imaginó los lugares en donde nos verían aquella noche: en un patio santiagueño con un asado argentino, en un pub irlandés… Yo agregué: en el local de la Peña Zufariense del Zaragoza. El capitán, londinense de toda la vida, me miró como si me hubiera caído de un guindo y me dijo que no olvidara que yo era jugador del Chelsea.

Si marcaba un gol, había decidido no celebrarlo. Solo dedicárselo a mi hermano, que murió cuando un fitipaldi se saltó una línea continua; terminando demasiado pronto con nuestros lanzamientos de penaltis al larguero.

Durante los noventa minutos una idea se afianzó en mi cabeza: ¿Iba a ser capaz de marcar un gol y destrozar la ilusión de toda una ciudad? ¿De mi propia ciudad? Mientras luchaba por cada balón me repetía una y otra vez que era un profesional ante una oportunidad única de ser campeón de Europa.

De ganar fama. De forrarme. De pasar a la historia. No tenía escapatoria. Sin darme cuenta, esos pensamientos se transformaron en la frase que mi padre me dijo cuando el Zaragoza ascendió a primera: el fútbol no es importante, pero ayuda a soportar los reveses de la vida.

En aquella edición el balón oficial se llamó Kobra. Me quedé con él en las manos, sin poder sacar de banda, cuando finalizó el tiempo reglamentario con empate a cero. Lo miré. Le di un par de vueltas. Y lo volví a mirar. Al entregárselo al árbitro se me escapó cayendo al césped. El colegiado pareció calibrar si se trataba de una falta de respeto o si había sido una torpeza involuntaria y se dirigió hacia el centro del campo con el balón sujeto entre su brazo y las costillas. En ese preciso momento comencé a ver aquel balón como una cobra, sin k de kilo y con c de casa.

Mediada la segunda parte del tiempo añadido, uno de los centrales me cazó a la altura de la rodilla y caí al suelo. Me pareció escuchar un chasquido. Pensé que me había roto el menisco o algún tendón. No me atreví a mover la pierna y grité pidiendo que entraran las asistencias médicas, retirándome a la banda sin apoyar el pie.

La afición del Zaragoza no entonó el famoso “písalo, písalo”. Al contrario, me aplaudió cuando, ya recuperado, pude saltar al campo con la pierna empapada de antinflamatorio.

En el minuto ciento veintidós sonaron los tres pitidos finales y la Champions llegó a la tanda de penaltis. Recuerdo que arrastré los pies como un zombi desde el centro del campo hasta el punto de penalti: hombros fruncidos, cabeza adelantada, mirada perdida y pasos cortos y lentos. Tres veces tropecé con el césped debido a los tacos. Me tocó lanzar el quinto penalti. Si lo metía, ganábamos; ganaba el Chelsea y perdía el Zaragoza.

Dejé la pelota sobre el punto de penalti. Retrocedí y vi a la cobra. Una cobra de anteojos, recién sacada de un campo de té bengalí, me miraba a los ojos erguida y desafiante, con el capuchón de rayas marrones y oscuras desplegado, advirtiéndome que un paso hacia ella podía salirme muy caro: ¿Vas a dejar sin copa al equipo de tu vida?, pareció retarme. Pensé en salir corriendo. En decirle al míster que otro tirara el penalti. Pero el bufido de la cobra me mantuvo quieto. Mi corazón palpitó con estrépito y mi boca acumuló espuma pastosa. Escuché que alguien gritaba: Come on Guillén! El capitán me devolvió a la realidad. O me acercó a ella, porque la cobra continuó apareciendo y desapareciendo.

Cuando entreví el balón me convencí de que tenía que meter el penalti. Me dije que era un buen lanzador, capaz de darle al larguero con los ojos cerrados. El capitán de mi equipo volvió a gritarme:

Come on Guillén! Y solo entonces miré a la cobra y corrí hacia ella. Había cambiado, entre las rayas del capuchón apareció la cara sonriente de mi hermano que me dijo: ¿A que con estos nervios no le das al larguero?

Cerré los ojos y pateé a la Kobra.