2112

Por Fernando Agustín Bonaga

Mandíbula cuadrada, pecho atlético y actitud marcial. Transmite autoridad y seguridad; y está en mejor forma física que cualquier jugador. No transpira, ni se congestiona; ni siquiera se despeina. No hay persona tan perfecta. Claro; es un robot. Todos los árbitros lo son. Unidades receptoras y procesadoras de información programadas por la Federación, capaces de decidir en centésimas de segundo. Aprecian infracciones y decretan sanciones en unidad de acto, de forma sumarísima y firme. Hubo un comité de apelación, pero lo suprimieron por ineficiente: estaba formado por servidores con el mismo software que los árbitros y confirmaban indefectiblemente sus fallos.

Éste me tiene entre ceja y ceja después del último lance con el lateral izquierdo rival. Me ha entrado criminalmente y he tenido que saltar para que no me rompiese el tobillo. Eso sí, tentado por la impunidad que me aseguraba la detención del juego, he olvidado esconder la rodilla al caer sobre su cuerpo. He puesto cara compungida, pero el árbitro me ha mirado como lo hace el profesor con el alumno a quien no ha podido pillar, aunque sabe que ha copiado en el examen. Parecía pensar: “Tranquilo, que ya caerás”.

Estamos en la recta final de la temporada 2111-2112 y estoy jugando de delantero centro en mi equipo de toda la vida, el Zaragoza, en este partido vital contra el líder, el Real Atlético de la Conurbación Madrileña. Nosotros nos apresuramos a quitamos el “Real” del nombre, tras la proclamación de la Tercera República, pero tal vez nos precipitamos. Como en muy poco tiempo sobrevinieron sucesivamente la Neorestauración Monárquica y la Cuarta República, los madrileños -recién salidos de su propio caos institucional tras el proceso de fusión entre el Real y el Atlético-, no quisieron pecar de imprudentes y prefirieron posponer las decisiones protocolarias hasta que las aguas bajasen menos revueltas.

No es que yo sea el delantero centro titular. Más bien soy “fondo de armario”: una joven promesa de la cantera que, superada la treintena, todavía no ha terminado de explotar. Los pitidos de la Nueva Romareda son la banda sonora de mi vida deportiva. Pero eso va en el carácter de la gente; y es mi gente. Competitivo, temperamental y con mala uva en el terreno de juego, no soy precisamente el niño mimado de la afición, ni el ojito derecho del míster, quien me lo ha vuelto a dejar claro en el calentamiento, con su gutural acento extranjero: “Juegas hoy… porque no hay otro”.

Mis compañeros dicen que soy un nostálgico. Añoro el fútbol pretecnológico. A veces he soñado que compartía vestuario con los grandes jugadores de los viejos tiempos. Les envidio el margen del que disfrutaban para la viveza y la intuición. No se les exigía -como ahora- esa conducta falsamente educada y relamida, propia de un colegio caro. Antes todo era más primitivo. Por ejemplo, he visto en las viejas crónicas deportivas goles fantasmas y fueras de banda dudosos, situaciones que ahora no se comprenden. El terreno de juego es también un campo magnético entre aislantes. Cuando el balón sale totalmente de él, los sensores cromáticos que incorpora se activan y cambian el color de la esfera. No hay margen para la duda; ni para la protesta. Por eso, hace un momento, cuando mi marcador me ha sacado limpiamente el balón junto a la línea sin que cambiara de color, me he mordido la lengua y he bajado a defender. El robot ha fijado su mirada en la mía durante una décima de segundo, desafiante, provocándome en silencio, invitándome a hablar. Era una trampa. Le he dicho todo lo que le tenía que decir con el pensamiento. Y he tenido la sensación de que recibía el mensaje. Es una máquina, pero programada por hombres.

He llegado tarde a defender y casi encajamos gol por mi pérdida de balón. El míster me está abroncando terriblemente a través del microrreceptor que chilla irritante en mi oído. Paso a su lado sin mirarlo y me hago acreedor de su pequeña venganza. “Número 19, nominado para cambio”, dice a través del intercomunicador el robot que hace las funciones de segundo entrenador. Sé que en unos segundos me van a mandar al banquillo. Tengo poco tiempo para intentar desempatar el partido. Hace un rato casi lo consigo, cuando un defensa rival me ha empujado alevosamente dentro del área y yo he rematado su torpeza con una artística caída. El árbitro ha desestimado señalar penalti, pero ha debido tener sus dudas, porque ha recurrido a su juguete mágico. Lo llamamos “moviola”, porque lo “neo-vintage” vuelve a estar de moda. Pero realmente es un retrocesor secuencial, una sofisticada maquinita que, mediante un impulso eléctrico, débil y preciso, consigue remontar la secuencia temporal causal de cualquier proceso físico. O sea, que mientras el tiempo prosigue sin solución de continuidad para todos, el árbitro-robot regresa unos segundos hacia atrás en el tiempo; y si quiere lo detiene, para ver y registrar la jugada de nuevo tantas veces y bajo tantos puntos de vista como desee.

El monstruo madrileño es un rival formidable. Y no es que me queje de la salud económica de mi club. En las últimas décadas hemos conseguido liberarnos de la deuda histórica. Nadie recuerda muy bien su origen ni por qué nuestros antiguos trofeos, ganados en la segunda mitad del siglo XX, habían llegado a poder del Nuevo Shaktar Donetsk. El caso es que su reciente recompra al club ucranio ha sido un acto de gran valor simbólico y sentimental para el zaragocismo, epítome de nuestra total recuperación financiera. La actual prosperidad nos ha llegado de la mano de la empresa privada, impulsora de la nueva tecnología del viento, cuya patente es aragonesa. Enormes turbinas aerogeneradoras absorben la gigantesca corriente que, producida por la rotación de la tierra, circula en las capas altas de la atmósfera. Así se crean y acumulan en altura ingentes cantidades de energía eléctrica, cuya conducción a tierra se realiza en rayos de descarga controlada, mediante la producción artificial de cúmulos de gas conductor, sobre los cuales se influye, manipulando las variables de las perturbaciones atmosféricas (temperatura, viento, humedad y presión), hasta formar un campo eléctrico lo suficientemente fuerte. Todo este proceso es gestionado y controlado por microrrobots. Una vez desencadenada la tormenta, la descargas eléctricas procedentes del cielo son finalmente atraídas hasta los campos de pararrayos ubicados en lugares estratégicos y despoblados, como los Monegros o los montes de Cuarte. Agotada hace tiempo la energía fósil y reprobada la energía nuclear por las Convenciones Medioambientales, la eólica es la principal fuente energética mundial, cuyo aprovechamiento rentable y a gran escala sólo viene siendo posible gracias a esta sofisticada tecnología, creada, desarrollada y explotada en exclusiva durante más de un siglo en Aragón, por iniciativa de una familia local de abolengo -hoy también dueña de nuestro club de fútbol-, cuyo primer prócer emigró, casi ya septuagenario, de la política a la empresa allá por la segunda década del siglo XXI. Fue un visionario que fundó el “Banco Iónico de Electricidad”, germen de lo que hoy es la principal oficina internacional de distribución energética, el “Bureau of the Ionic Energy Lane”. Ambas razones sociales, con el mismo acrónimo mundialmente conocido: BIEL.

Muchas generaciones de niños hemos aprendido de memoria en los colegios zaragozanos los fundamentos científicos y las repercusiones socioeconómicas de toda esta teoría tecnológica, aunque la mayoría nunca hemos conseguido comprenderla del todo. Afortunadamente el fútbol es algo mucho más sencillo. Es una parábola sucinta y naïf de la vida. Y esa condición es el secreto de su éxito secular. El sentido final del juego es el mismo que el de la existencia: satisfacer nuestros objetivos individuales y colectivos, afrontando contratiempos, administrando fuerzas y recursos escasos, con sometimiento a reglas de formulación cierta pero de aplicación insegura, y compitiendo con adversarios determinados por los mismos fines y condicionantes. En el fútbol y en la vida nos defendemos, asumimos iniciativas y elaboramos estrategias. Y lo hacemos con las mismas armas: esfuerzo, disciplina, planificación, psicología, solidaridad, automotivación; pero también ambición, egoísmo, picardía, agresividad y puesta en escena. Los sentimientos que se experimentan en el fútbol son cualitativamente los mismos que en la vida: emoción, temor, frustración, esperanza, confusión, fidelidad, decepción, orgullo, sufrimiento, júbilo, ira, envidia, afán de revancha. Y quien no disfruta o padece estas cosas -en el fútbol y en la vida- es inepto, insensible o ambas cosas.

La última de las reglas del fútbol en ser domeñada por la tecnología ha sido el fuera de juego. Su enorme complejidad objetiva se debe a que obliga al enfoque simultáneo de dos puntos divergentes, algo imposible en el campo visual humano. Se perdieron décadas preciosas intentando avances quirúrgicos en la sustitución del tejido ocular convencional por prótesis de visión periférica bifocal obtenidas a partir de células madre de camaleón. Estos intentos tuvieron poco éxito y fueron definitivamente abandonados en las postrimerías del siglo XXI, sobre todo por la dificultad de encontrar receptores voluntarios. Pero todo cambió con la robotización arbitral. Ahora los defensas van provistos de sencillas fotocélulas hechas de selenio y silicio amorfo, conectadas por un ínfimo rayo de luz emitido automáticamente cuando el balón sale del pie del atacante. De este modo se forma una línea invisible entre los defensas. Si el delantero la corta o rebasa, se produce un “eclipse” y la infracción se evidencia automáticamente en el software arbitral.

Y esto es justamente lo que acaba de pasar ahora mismo, cuando me quedaba solo frente al portero:

-“¡Me cago en el silicio amorfo! ¿Qué pitas ahora? ¡Fuera de juego! ¡Si estaba al menos un metro por detrás del tío ése! ¿No te han metido en el puto disco duro que el imbécil que levanta la mano es precisamente el que siempre rompe el fuera de juego?”

En el fondo soy un sentimental: le hablo al robot como si fuera humano. Pero él, ni agradecido ni pagado, comienza a tipificar mis actos con tono monocorde de alumno empollón:

-“Desconsideración al árbitro (una vez), desconsideración al rival (una vez), uso de palabras soeces o inapropiadas (dos veces). Circunstancias agravantes: reincidencia; profusión de gestos airados y antideportivos; horario televisivo familiar”.

Hay que joderse. Y tras la infracción, viene la sanción:

-“Expulsión inmediata. Suspensión de cuatro partidos oficiales consecutivos”.
Bueno, entre esto y el cariño que me profesa el míster, seguro que ya no juego en toda la temporada.

Y es precisamente en este momento cuando me resuelvo a adoptar la decisión que ya venía madurando desde hace tiempo. Me acerco al árbitro balbuceando una disculpa y aparentando nerviosismo, como si fuese a implorar su perdón. Me mira impasible, con el mentón levantado y el gesto al fin, triunfal. Con paso torpe, tropiezo y trastabillo abalanzándome sobre él. Estaba desprevenido, lo he desequilibrado y ambos vamos a parar al suelo formando un ovillo. Se le caen las dos tarjetas y el dispositivo sonoro. Al ponerme de pie, me apoyo con descuido en él y vuelvo a derribarlo. Le ofrezco la mano para que se levante, excusándome torpemente. Él rehúsa mi ayuda y comienza de nuevo su letanía, cuyo tono se me antoja ahora más agudo:

-“Agresión al árbitro (dos veces), despojo y dispersión de atributos arbitrales (tres veces), atentado contra el decoro de la competición, …bla, bla, bla…”

No espero a que termine y, entre las miradas atónitas de compañeros y rivales, me retiro al túnel de vestuarios.

(…)

Ahora estoy en los montes de Cuarte. Esta noche la compañía energética ha programado tormenta eléctrica inducida. Me he colado en la zona restringida. Mis dedos aferran el retrocesor secuencial que le he birlado al árbitro aprovechando el desconcierto que provoqué con ocasión de mi expulsión. He calculado que, si una ínfima corriente eléctrica permite retroceder unos segundos en el tiempo, la brutal descarga producida por un rayo remontará la secuencia temporal unos cuatro o cinco mil millones de segundos. Eso debe representar como un siglo y medio. Resulta difícil precisar a dónde me llevará exactamente tan temerario experimento. Hoy es 10 de mayo de 2112.