Qué sentido tiene

Por Francisco Ruiz Espinosa

La rodilla pelada no era lo que más dolía, ni siquiera el gol encajado. Aquella voz burlona, sí. Las mofas, jaleadas con risas por sus acólitos, eran como cuchillas clavadas en su ánimo. También él entraba a todas, era incapaz de abstraerse, y sabían cómo hacerle daño. “Perdéis siempre, como el Zaragoza”.

Hecho una furia, se levantó con la intención de borrarle la sonrisa cara a ese engreído. Por fortuna, sus amigos fueron capaces de quitarle tal majadería de la cabeza. Qué sentido tenía, qué ganaba con eso.

Emprendieron la vuelta a casa, cabizbajos como cada domingo a mediodía desde hacía semanas. Aquel partido semanal en la cancha de las piscinas contra la pandilla de la urbanización quizá no era buena idea. Mientras el viento los iba repartiendo por las casas del barrio, se preguntaba qué sentido tenía que fueran a jugar.

El último tramo lo hizo solo al ser su casa la más alejada de las piscinas. Con cada paso crecía un poco la frustración y la rabia. Tanto por haber perdido con aquellos pijos insufribles como por el repaso que le habían dado al Real Zaragoza la noche anterior. No recordaba la última vez que el fútbol le había dado alguna alegría.

Hundido, llegó a su casa sin querer hablar con nadie. Contestó con monosílabos a lo que le preguntaron y se encerró en su habitación. Tumbado boca abajo en la cama siguió con sus cavilaciones hasta llegar a una conclusión, dura pero necesaria. A la hora de comer la comunicó en su casa: no quería volver a jugar los domingos. No quería volver a la Romareda. No quería saber nada más sobre el fútbol.

Su familia pareció encajar bien la noticia, pero ésta cayó como una bomba entre sus amigos. De mil maneras trataron de convencerle para que lo repensara, pero se mantuvo firme. No veía el sentido a seguir con aquel cuento.

Su decisión, como bien había temido, no le libró de las burlas de sus rivales dominicales. El lunes le preguntaron que por qué su equipo no salía en los cromos. El martes, que cuántas Champions tenían. El miércoles que se notaba mucho de qué equipo eran, porque no metían un gol ni de casualidad. El jueves, que si ya habían mirado qué rivales tendría el Zaragoza en Segunda B. El viernes, que si seguía siendo tan cobarde de no querer jugar el domingo.

Aguantando estoicamente llegó hasta el sábado. Aquella tarde había partido en la Romareda. Pese a que quiso mantenerse firme en su decisión, su familia le insistió en que les acompañase, que no lo iban a dejar solo en casa.

Con cara de haba se subió en el coche y la mantuvo hasta aparcar el coche. Como todos los días de partido, fueron a tomar algo cerca del estadio. Ahí estaba su amigo Ibai, que se puso muy contento al verle acudir al partido. Le aclaró que estaba allí obligado, pero su amigo le devolvió una mirada escéptica antes de marcharse.

Con mucha antelación se dirigieron al estadio, porque a su hermano le gustaba ver calentar a los equipos. Como le había gustado a él hasta la semana pasada. Al pasar los tornos se encontró con Lucía y Mónica, que también se alegraron mucho de verle en las gradas. Le preguntaron si eso siginificaba que podían contar con él la mañana siguiente, a lo que respondió que no creía que acudiera a jugar.

Aspiró el olor familiar del césped al bajar las escaleras hasta su asiento. Se sentía indignado ante el burdo boicot que estaba perpetrando su familia a su voluntario abandono futbolero. No quería estar ahí. No quería mucho estar ahí. Pese al olor del césped, la luz de los focos y ese gusanillo en el estómago. No le interesaba la alineación tan ofensiva de aquella tarde, que igual rompía la sequía goleadora. Le importaba un pepino que por fin pusieran de titular a aquel delantero tan simpático que vino a hacerles un clínic al cole.

Cuando sonaron los primeros acordes del himno notó cómo se le erizaba el vello de la nuca, pero no le quiso dar importancia. La primera parte fue más de lo mismo aquel año. Con muy poco el rival logró una ventaja de dos goles. Otra vez derrota. Menuda tonteria haber ido, por mucho que su abuelo, que se había acercado al descanso a verles, insistiera en que no estaban jugando mal y seguro que remontaban.

Justo antes de empezar la segunda parte vio de lejos a Edu, que le hizo un gesto con la mano antes de volver a devorar con cara de satisfacción un bocadillo más grande que él.

En la primera jugada el Real Zaragoza anotó un gol en una preciosa combinación. Sin saber muy bien cómo se vio a sí mismo aplaudiendo y agitando la bufanda. Quiso pensar que había sido un despiste, pero a los pocos minutos empezó a cantar y animar. A sufrir con cada ocasión desperdiciada. A morderse las uñas conforme el final se acercaba y el empate no llegaba.

Cuando se alcanzaban los tres minutos que el árbitro había decidido añadir, un balón colgado al área a la desesperada lo cazó el simpático delantero del clínic, voleándolo con toda el alma para que diera primero un poste, luego el otro y saliera despedido lejos de la portería llevándose consigo cualquier esperanza.

El silencio casi abosluto se hizo en el estadio. Preso de la tristeza se dejó caer en su localidad. Cuando se levantó para marcharse a su casa vio cómo, en mitad del área, el simpático delantero del clínic estaba sentado completamente desconsolado, seguramente pensando en esa última jugada. Abatido por una nueva derrota, pese a haber hecho todo cuanto estaba en su mano.

El capitán del equipo, que seguro había visto a su conpañero desde el círculo central, acudió a su encuentro. Le ayudó a levantarse y le dijo unas palabras, para luego darle un abrazo. Como si de una llamada de auxilio se tratase, el resto de compañeros acudieron a unirse a ese escena, formando una improvisada piña.

De repente, desde las gradas, se empezaron a oir tímidos aplausos que poco a poco fueron creciendo hasta formar una ovación estruendosa. Miró a su alrededor. Vio a su famila aplaudiendo, lo mismo que su abuelo, Lucía y Mónica, o a lo lejos Edu. Él mismo empezó a aplaudir, y todo cobró sentido.

Volviendo hacia el coche volvió a encontrarse con Ibai. Le dijo, de manera apresurada, que al final sí iría a jugar al día siguiente y que contactara con el resto para decirles que llevaran la blanquilla al partido.

Al llegar a la cancha la mañana siguiente, se encontró a todos sus amigos con sus camisetas, soportando las risas de sus rivales. Cuando le vieron, le preguntaron por qué había querido que acudieran todos así.

“Para decirles que estamos orgullosos de lo que somos y de lo que nos gusta. Para recordarnos que quizá mil veces perdamos, pero que lo haremos jugando juntos”.