Un mal día

Por Carlos García de la Peña

“Piiii, piiiiiii, piiiiiiii,……” . El pitidito del despertador suena a las cinco de la mañana. A diferencia de lo habitual, hoy es sábado y el artilugio sonoro con saetas, no marca las siete. Rápidamente, las neuronas que me quedan sanas se reordenan y mandan una señal a la pequeña parte consciente de mi cuerpo: “Muchacho (yo, es que cuando hablo de mí mismo, siempre me quito años), levanta el culo de la cama cuanto antes: Hoy es La Redolada y te inscribiste hace un mes”.

Evito la tentación de “quedarme cinco minuticos más, hasta que me espabile” pues, siempre que lo hago, los cinco minutos se convierten en treinta y hoy no puedo llegar tarde. La salida de la marcha es a las ocho de la mañana, hay que estar en la misma media hora antes y hasta las piscinas “Alberto Maestro” (salida y llegada) tengo media hora andando.

La mochila me la dejé preparada antes de acostarme y la ropa de faena de senderista, encima de la silla. Lo primero es lo primero y, sin nada de hambre y con alguna arcada que otra, me meto entre pecho y espalda un rebosante plato de espaguetis con tomate y medio vaso de vino (“Hay que quemar carbohidratos para los primeros 30 kms de la marcha. Para los 20 restantes, echaré mano de los avituallamientos de la organización. No son horas de comer pasta, pero coño, Induráin lo hacía y no parece que le fuera mal a Miguelón”). El cabrito del beagle, mi perro, siempre curioso, asomó la cabeza por la cocina y me miró con cara de preguntarse “el gordo éste, ¿A dónde irá a estas horas?. Y, encima, comiendo. Tantos Ducados fumados al día, le han acabado de trastornar”. De pronto y mirando al perro, caí en la cuenta de lo temprano que era: El cabrito del beagle ni me estaba pidiendo su ración de pasta ni se acercó a olisquear el plato apoyando dos patas en la mesa. Era muy extraño. Un animal capaz de comerse el cable del teléfono, de levantar el papel de la pared de medio pasillo y de haberse metido en el estómago varias correas de reloj, unas patillas de gafas, trozos no desdeñables de ropa interior (masculina y femenina. No hace distingos) e incontables botellas vacías de plástico de agua mineral, a estas horas de la madrugada su cuerpo no le pedía espaguetis…

Con el último bocado aún en la boca, me pegué una ducha. Como siempre, evité la terrorífica visión en el espejo de mi cuerpo desnudo. Y, es que, si ya vestido se me nota de forma irrefutable que me sobran 15 ó 20 kilos, la visión al natural de lorzas y colgajos, es una visión deprimente y un espectáculo que roza lo desagradable. El cabrito del beagle no me dejaría mentir. Por cuestiones que se me escapan, al cánido le gusta meterse en el baño mientras me ducho. Prefiero no hacerme muchas preguntas, pero si su pensamiento al mirarme mientras me enjabono fuera algo parecido a “¿Pero cómo pueden llegar a estados físicos tan lamentables los humanos?”, juro que me lo cargaría.

La rutina mañanera continuaba religiosamente. Una vez más, a la hora de atarme los cordones de las chirucas, me planteaba la duda habitual: “O respiro, o me ato los cordones”. Y, es que, mi prominente vientre me impedía hacer ambas cosas a la vez, aún estando sentado en una silla de la cocina. Absorto en este pensamiento y con la cara amoratada de tanto aguantar la respiración, al dar la lazada a la segunda bota, de repente se me puso en funcionamiento la otra neurona y se me iluminó la memoria…. “¡¡ Cóóóñooooo. ¡¡ Esta tarde juega el Zaragoza contra el Barça en La Romareda ¡!”. Debí decirlo en voz alta, pues hasta el cabrito del beagle se sobresaltó, levantó las orejas y se me quedó mirando fijamente. Era por el tono de voz: Él no es futbolero.

Para poder compaginar Redolada con Romareda, solo tenía dos opciones: O darme prisa (dentro de un orden) en acabar la marcha o, directamente, renunciar a ella para poder estar en el campo sin ningún sobresalto a las siete de la tarde. Hace días, cuando me enteré de que el partido contra los culés coincidía en fecha con la caminata, ya tomé la decisión: “Camina o revienta. Meta hacia las cinco de la tarde y dos horas para recomponer lo que quede de mi maltrecho cuerpo. Pero el partido no me lo pierdo ni loco”. Por otra parte, es que no había otra opción: Tanto el partido de liga en casa contra el Barça como La Redolada, son solo una vez al año.

Según la organización, éramos unos 400 andarines. Cuatrocientos locos dispuestos a meternos una calcetinada de 50 kilómetros por los alrededores (por “la redolada”) de La Inmortal. El recorrido lo conocía de memoria. Todos sus tramos los había hecho docenas de veces, a puro de salir a caminar con los amigos los fines de semana de los últimos años. Por fortuna, el tiempo se compadeció de tanto destalentado y la amenaza de lluvia no se confirmó. Ni una sola nube en el cielo. Una pena, pensaba en la salida: Hubiese sido la excusa perfecta para no participar, volver a casa y, por la tarde, ir al campo de fútbol a ver a los nuestros.  Pero no. Con puntualidad británica, a las 8 en punto, se dio la salida en las “Alberto Maestro” al grupo de “elegidos para la gloria”.

Imagino que habrá una mecánica inventada para hacer semejante brutalidad sin que tu cuerpo acabe en un ribazo de alfalfa, esperando a que alguien venga a auxiliarte. Sobre el papel, se trata de coger un ritmo ni demasiado rápido ni demasiado lento, ritmo que lo has de mantener el mayor tiempo posible. Teniendo en cuenta que la prueba te puede costar acabarla entre 8 y 10 horas, la cosa no es tan fácil. Es decir, se trata de no pasarte de velocidad y acabar agotado hacia el kilómetro 30, pero tampoco demasiado lento y llegar a la meta cuando hayan desmontado el cartel de la misma. En cualquier caso (y eso sí que lo tengo claro), una vez alcanzada la velocidad crucero, tienes que mantenerla el mayor tiempo posible.

Subiendo por el tercer cinturón (Sí. Es subida. Yendo en coche ni te enteras, pero dándole al calcetín, a la altura del cementerio y si no controlas el ritmo, ya vas con la lengua fuera. Fumar Ducados compulsivamente tiene esas cosas), noté que algo no iba bien. Unos pinchazos musculares a mitad de las tibias de ambas piernas, me hicieron recordar que, o iba demasiado rápido, o que hoy no era mi día (si es que he tenido alguno “bueno” practicando el senderismo). En estas circunstancias, lo mejor (aparte de retirarte) es intentar olvidarte del dolor concentrándote en algo que no tenga nada que ver con lo que estás haciendo: El Real Zaragoza. Primero intenté recordar el máximo número de nombres de jugadores. Cuando ya iba por 30 ó 40 y le tocó el turno al “garrillas” de Pichi Alonso, me paré. El recuerdo de sus piernas me volvió a la realidad con las mías. El dolor era ya insoportable, pero estaba llegando a Garrapinillos, el barrio del rubiales Sergio Gil  y había avituallamiento, con parada casi obligatoria. Tras la misma y un ducados (“¡¡Duca!!, se me había olvidado antes”), logré acoplarme a un grupo (“pelotón” en términos ciclistas) entre los que había una señora de unos 70 años con un prominente vientre (“demasiado mayor para estar embarazada. Será sobrepeso. Seguro”), su teórico esposo con evidentes problemas de cadera (cojeaba tanto que era difícil entender cómo podía mantener el equilibrio) y unos chavalines en edad parvularia con el padre de uno de ellos (“demasiado jóvenes, pensaba yo. Estos no llegan a Utebo”). Yo, sí. Llegar, llegar, lo que se dice llegar, lo hice. Y andando. Le debí de dar tanta pena a la muchacha que nos agasajaba a los participantes con un plato de migas en aquel pabellón, que me recordó que el autobús a Zaragoza salía de ahí mismo. Ella no sabía que Cani jugó en el Utebo, cedido, a los 19 años, una edad parecida a la de ella. Y un tipo como yo, que tanto disfrutó con Cani, no podía abandonar allí.

La cosa del dolor no amainaba. Entre Utebo y Monzalbarba, ya había perdido el contacto con los participantes. Entrando al barrio, un chavalín con balón bajo el sobaco, me recordó que hoy jugaba el Zaragoza: El zagal iba con la camiseta del Barça y, a su espalda, el nombre de Messi. No había dudas: el padre del pequeñajo, era un imbécil. Me daba ánimos con el pensamiento “Tengo que llegar a la Romareda esta tarde”, pero a poco que aceleraba la frecuencia del paso, los dolores, ahora ya centrados en la tibia izquierda (la de Savio), se hacían insoportables.

Aún no sé cómo, llegué a Juslibol. En las escuelas habían preparado un copioso avituallamiento y lo que es mejor: A la sombra de los plataneros había varias docenas de participantes, bien con tendinitis, bien con síntomas de agotamiento. Yo iba peor que ellos, pero puse recta la espalda y pasé muy digno a su altura. Solo Benedé, que parecía que jugaba con un palo de escoba pegado a su columna, hubiese mejorado aquella estampa. Con el tercer vaso de Kas limón me asaltaron las dudas: “En Juslibol se puede coger el autobús y, en un plis plas, te plantas en casa”. Por desgracia, opté por la opción mala: Seguir caminando hacia las Alberto Maestro.

No sé cuántas veces habré pasado desde entonces, en coche o andando, por el barrio del ACTUR. Cientos de ellas, seguro. Pues bien, a su paso, siempre recuerdo lo mal que lo pasé en aquella ocasión, lo larga que se me hizo la casi eterna avenida de los Pirineos, arrastrando la pierna izquierda, no pudiendo acelerar para llegar al fútbol y con un dolor insoportable en cada paso que daba, unas veces en la pierna de Savio (sobre todo) y otras en la derecha de Nino Arrúa……, pero llegué. A las 6 de la tarde, pero llegué.

No había tiempo para acudir con un mínimo de dignidad física a la Romareda. Opté por lo prudente, me duché, comí un plato de carne guisada que daba la organización, recogí el diploma que daban a los que llegamos (vivos) a la meta, me fumé un par de cigarros para ver si la nicotina tenía efectos narcóticos para la tendinitis y cuando ví que no y antes de echarme un tercero, me levanté como pude y agarré un taxi para llegar a casa. Una vez dentro y en un último acto de reflexión, le dije al taxista que me llevase …. ”a urgencias de la Casa Grande”. En el trayecto, por la radio del coche, me fui enterando de la previa del partido y de los primeros minutos de juego. Pasé el control de urgencias,  pero aquella señora con bata blanca no me debió de ver lo suficientemente grave como para darme prioridad. Le pregunté cómo iba el partido, pero me dijo que no lo sabía. Me aposenté como pude en la sala de espera, anormalmente vacía (“será por el partido”, pensé yo) y me quedé dormido de puro agotamiento y a pesar del intensísimo dolor que ya no encontraba alivio de ninguna manera.

Eran casi las 9 de la noche. Me llevaron al box en silla de ruedas y, entre dos fornidos celadores,  me subieron a la camilla. Cuando entró el médico y antes de contarle lo que me había pasado, le pregunté por el resultado del Zaragoza: “6 a 1”, me dijo. A pesar de que, a esas alturas, ya ni los músculos de la cara obedecían órdenes, pude componer una leve sonrisa. El galeno se dio cuenta y me aclaró…”No, no. 6 a 1 perdiendo. Vamos, que el resultado ha sido de 1 a 6”. El gotero del Nolotil, a dosis de caballo percherón, me iba haciendo efecto. Aún pude preguntarle al médico acerca del autor del gol maño: “Marco Pérez”.

Me volvió la sonrisa. El colombiano se había estrenado como goleador, en casa y frente al líder. Los 6 en contra eran previsibles. Lo de Marco, no.

Y, plácidamente, gracias al Nolotil, me volví a dormir. En el box, con una bata que no me tapaba ni medio trasero, con las dos piernas (más la de Savio que la otra) hinchadas como los morros de Belen Esteban y con media sonrisa pensando en el mítico tropezón de aquel impetuoso colombiano que dio el día de su presentación y que, nadie supo ni cómo ni porqué, llegó a jugar en el Real Zaragoza, con tiempo suficiente como para meterle un gol al vigente campeón de la Champions.