No dejen que la llama se extinga

Por CGM

Mis más tempranos recuerdos de zaragocismo se sitúan a principios de la década de los 90. Si bien no acierto a recuperar el momento exacto en el que empecé a sentir al Real Zaragoza como algo propio, sí que recuerdo con claridad mis primeras visitas a la Romareda de la mano de mi tío, quien cada cierto tiempo pintaba de blanco y azul mi cabeza y mi corazón con vales por entradas al municipal. Eran vales, y no entradas, porque era yo el que decidía el partido a presenciar. Zaragoza era entonces plaza fuerte: una visita del Valladolid, del Racing o del Sporting era sinónimo, o casi, de victoria, y yo, que contaba con los dedos de una mano las veces que veía al Real Zaragoza en directo, prefería asegurar triunfos plácidos que ambicionar tardes gloriosas, con los riesgos que ello suponía. Ganar era entonces el motivo de vivir el zaragocismo. Llegar el lunes al colegio presumiendo de león campeón en el pecho; someter a aquellos, muchos menos que ahora, que sólo entendían de blancos y azulgranas y a los que podíamos tratar sin reparos de tú a tú.

De aquellas tardes recuerdo especialmente las semanas previas investigando al alimón calendario y clasificación para elegir una víctima asequible. Recuerdo el olor a puro y a césped mojado, un césped enmoquetado y brillante. Recuerdo la emoción al vislumbrar el verde y el blanquiazul inmaculado de la Romareda desde el interior del vomitorio, sensación que todavía trato hoy de disfrutar al final de cada partido, cuando el estadio aún iluminado se vacía descubriendo un halo de paisaje mágico. Guardo también el recuerdo de un juego vistoso y vertical, en un fútbol de domingo a las cinco de la tarde en el que cada equipo saltaba por separado al campo y se podía abuchear al rival sin que eso supusiera un crimen reprobable. Realmente, de todas aquellas tardes no recuerdo el resultado de ninguno de los partidos que presencié, ni siquiera si fueron victorias o derrotas. Lo que me queda son sensaciones, ilusiones, momentos felices.

De un día para otro, y sin previo aviso, mi tío no pudo seguir acompañándome al campo, pero la semilla que él plantó había asentado ya sus raíces con fuerza. Cogió el testigo mi hermana, supongo que más por mí que por ella misma. Cambió la ubicación y cambió también el modo de entender todo aquello: si antes era un agnóstico siendo evangelizado, ahora era ya un devoto convencido y practicante. El encuentro se producía ahora cada quince días, y es que los partidos de visitante se traducían en tardes de transistor y pobres resúmenes de Estudio Estadio, por lo que cada visita al municipal era una nueva oportunidad de disfrutar, de vivir algo que sólo allí dentro podía vivir. Luego eran las victorias o las derrotas las que hacían cumplir o no el objetivo. El pensamiento de vuelta a casa cada vez que una de las segundas se producía era el de «dos semanas para poder quitarme esta espinita…». Vivir el zaragocismo era entonces masticar la tensión durante noventa minutos desde la soledad de una butaca del Fondo Norte, esperando volver a casa con el desahogo de los tres puntos.

Si algo me viene a la mente especialmente de esa época es el ambiente en las gradas más animosas. Seguramente no mienta si digo que más de un partido dirigí durante más tiempo mi mirada a los fondos que al campo de fútbol, en aquellos años en los que ondear banderas, mostrar el sentir de uno mediante pancartas mensaje o vestir la Romareda con plásticos blanquiazules no estaba prohibido. Me ponía la piel de gallina el rugir de los que se negaban a acudir al fútbol como si se tratara de una película de miedo, dando alaridos sólo cuando algo impactante sucedía. Me encantaba escuchar con atención sus cánticos, descifrar sus letras para luego pasarme los siguientes quince días reproduciéndolos por lo bajo, en casa y en la calle, igual que hago ahora. Me emocionaba especialmente el brillo de aquellos tiffos cuyos mensajes siempre daban en el clavo, mostrando con orgullo «el amor de una ciudad entera por su equipo». Otros tiempos, otras realidades mejores para el Zaragoza, para su afición y, sin duda, para el fútbol.

Y supongo que de esa sensación de identificarme más con el sentir de otros que con el de los que me rodeaban vino la necesidad de ver el fútbol de pie, convirtiéndolo en algo que iba mucho más allá de la lógica interna de este deporte. Los partidos hoy no son, y hablo ya en presente, sólo partidos, sino que se transforman en jornadas enteras, con su previa, su post y su semana entera ideando maneras de mostrar al mundo que no hay ilusión más grande que la que vives cada jornada, y que no hay amor más incondicional que el de un aficionado pasional. El año ya no se planifica en base a las cuatro estaciones, a las fiestas de guardar o a las fechas señaladas, sino que es ese día de julio en el que se decide el calendario quien determina el evento de cada fin de semana. Actualmente, cada partido se compara a lo que antes era una final en ambiente y expectativas, y poder vivir eso semanalmente es un regalo de valor incalculable. El antiguo sentimiento de figurante es ahora de actor principal; la sensación, que es real, de que tus actos pueden influir en el prestigio y el devenir de tu equipo es responsabilidad y felicidad a partes iguales. Vivir hoy el zaragocismo es lo mismo que vivir: ilusiones, retos, momentos de alegría incontenida e incontenible rodeado de gente que merece la pena, y esa necesidad, que es pura vida, de hacer historia desde un rincón de la Romareda dejando un legado para la leyenda de tu equipo. Negar que las victorias avivan la pasión sería incoherente e hipócrita, pero también lo sería afirmar que la motivan.

 

Toda esta reflexión no nace de la meditación, sino de los sucesos:

Aceleraba ya el rigor del verano de 2015 al mismo tiempo que Zaragoza encendía la ilusión por un ascenso que pareció siempre una utopía, hasta que la verdad de los acontecimientos lo convirtió en posibilidad. Una promoción alcanzada de rebote se presentaba, y la grandeza de un equipo que sólo entiende de gestas invitaba a confiar y a volcarse por un futuro a la altura. Llegaba el Girona, equipo menor en cualquier otro momento de la Historia, que se tornaba en gigante a la luz, o mejor dicho, a la sombra de las circunstancias. Ante un equipo serio, aguerrido, solvente y con identidad, al Zaragoza sólo le daba alguna opción su ADN ganador en la dificultad.

Nada más lejos de la realidad. Las esperanzas se esfumaron antes incluso de llegar a saborearlas. Los catalanes hicieron gala de las virtudes señaladas, y con una sobriedad que rozaba lo insultante se llevaron un cero a tres que dejaba la eliminatoria, y con ello las posibilidades de ascenso, en tierra extraña. El Zaragoza actuó cual equipo pequeño, llevando el peso del partido y poniendo el fútbol y las ocasiones, pero dejando los goles al contrario, que hizo el papel de equipo grande que antes hacían aquí sólo Madrid o Barcelona. Cruel bofetada de realidad, fiel reproducción de la triste actualidad.

Aquella noche de Junio fui de los últimos en abandonar el estadio. Quise refrescar en mi memoria el embrujo de esa imagen de la Romareda, vacía e iluminada, que aún me pone los pelos de punta como cuando era pequeño, convencido de que no volvería a entrar allí hasta casi tres meses después. Mi sensación de regreso a casa no era de tristeza por perder la oportunidad del ascenso, sino más bien de desazón por lo pesado que resultaba tener que esperar, al menos otro año, para poder arrancarme la espinita de esa promoción. En mi cabeza, durante toda la noche, no hacía más que sonar una y otra vez ese “porque este año subimos a Primera, y pobre del que quiera robarnos la ilusión…”.

Canturrea a menudo mi madre, en su infinita sabiduría, eso de “la vida te da sorpresas”. La siguiente mañana, de camino al trabajo, en lo que debía ser uno de los peores días que había vivido como zaragocista, la vida me dio una de las sorpresas más gratas que recuerdo. A punto de llegar a mi destino, a las puertas de un colegio, una criatura que no habría celebrado aún su quinto cumpleaños se cruzó a mi paso vistiendo una camiseta del Real Zaragoza y cantando el himno de nuestro equipo junto a su padre, que lo llevaba de la mano. Se me iluminó la cara y el corazón, y les sonreí tanto cuanto pude, tratando de agradecerles lo que en ese momento habían hecho por mí.

A su edad yo había vivido dos finales de Copa, una de ellas ganada, una Recopa de Europa y dos finales de Supercopa. Habría sido incluso lógico que, en una situación similar, yo también hubiera actuado como ese niño. Pero él, casi con total seguridad, no recordaría a su equipo jugando en Primera División. Comprendí entonces que vivir el zaragocismo no era disfrutar de un fútbol de cinco estrellas, levantar copas o vencer a equipos gigantes en noches de oro y diamantes. El zaragocismo era aquel niño; la unión que sentí con él sin cruzar una sola palabra; y el orgullo que me hincha el pecho cada vez que me parto la voz desde el Fondo Norte, empujando con el fanatismo que me inculcaron y que ojalá un día pueda yo transmitir a los que vengan.

No dejen que la llama se extinga. Todo el mundo tiene derecho a iluminarse con su fulgor. Manténganla viva por ese niño, que me abrió los ojos, y por mi tío, que los pintó de blanquiazul.