En una de sus canciones, Joaquín Sabina nos relata la amargura interior que sienten las personas al perder aquello en lo que habían depositado ilusiones: la mujer que se ve abandonada por su marido, o la muchacha que ve con ojos llorosos el cuaderno en que escribió tantas veces el nombre de su amor adolescente. La decepción les invade cuando se preguntan quién les robó ese mes de abril, ese símbolo de la primavera de la vida, que ilumina de esperanza y de ilusión los tiempos que han de llegar. A los aficionados del Real Zaragoza también alguien o algo nos robó el mes de abril, y todo aquello que podíamos desear, se esfumó como el viento.
A pesar de la tendencia que tiene la ilusión a mirar hacia el lado optimista, las señales de que algo no iba bien ya estaban presentes antes de la final. Como decíamos “ayer”, en la lupa del día del Málaga (partido que se ganó): “Cuidado con fiarlo todo a una final de Copa del Rey que, debemos recordar, se puede perder, y más si el equipo se acostumbra demasiado al adocenamiento en los partidos oficiales. A ver si va a resultar que cuando llegue la motivación para hacer las cosas, nos hayamos olvidado de cómo hacerlas.”
El Zaragoza había ganado las últimas cuatro finales que había disputado y alguna vez tocaba perder. Habrá más ocasiones en el futuro de triunfar en este torneo puntual, pero lo importante es el sustrato del equipo, su devenir cada domingo en una liga a la que no se había dado la consideración suficiente. Frente al Cádiz no vimos más que lo mismo que habíamos visto contra otros equipos, con el agravante anímico que supone tener tan reciente una derrota histórica.
La asistencia de público fue exigua. ¿Dónde estaban los 35.000 del Bernabeu? El Zaragoza como institución se esmeró al comienzo del partido en un gesto de agradecimiento a la afición, aunque los acontecimientos posteriores no validarían semejante demostración de conciliación. La diferencia teórica entre ambos equipos apenas se vislumbró algo durante la primera parte, cuando el Zaragoza todavía mantenía cierta dignidad sobre el terreno de juego. El gran Savio nos regaló un soberbio golazo, quizás el último de su andadura entre nosotros, pues desea marcharse. Otra señal de descomposición: Otro a quien añoraremos, como a ese mes de abril que no pudo ser.
Así como un barco que se sostiene endeble y al pairo de las circunstancias, el Zaragoza aguantó hasta el primer revés, y ahí empezó la cuesta abajo. Una vez más, aparecieron esos errores defensivos impropios de profesionales avezados, y un Cádiz en posición de descenso, logró darle la vuelta al partido casi sin proponérselo. Un poco de coraje le bastó para aferrarse a la victoria. La segunda parte fue un infierno: el equipo maño se desintegraba por momentos, con los jugadores desaparecidos, difuminados en una vorágine de desacierto y descoordinación, con un entrenador incomprensible, con todo el público rescatando del baúl de la historia el cántico no usado desde los tiempos de Chechu “el infausto”
El tiempo de Victor Muñoz Manrique en el Real Zaragoza ha llegado a su fin. Vino en un momento difícil, cuando el equipo aún buscaba quitarse la etiqueta de recién ascendido, logró triunfos, y dio al equipo cierta estabilidad, pero no supo nunca dar ese salto que abandonase la mediocridad en la liga. Esa tendencia a la medianía y al conformismo, ha castrado todos los intentos de conseguir un equipo destacado y con regularidad. Pero la culpa no es sólo de él. En algún sitio más alto habrá que buscar la causa de ese amodorramiento visceral, de esa resignación abúlica a ser la mitad de la mitad, el punto fijo inencontrable que buscaban los personajes de Umberto Eco en “La isla del día de antes”. Así somos lo que somos: en la liga nada, y en la copa subcampeones de nada. Mientras desde arriba no se enteren de lo que debemos ser, de lo que tenemos que exigir a un equipo, por ciudad, por afición y por historia, jamás dejaremos de preguntarnos aquello de “¿Quién me ha robado el mes de Abril?”
Por Ron Peter
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