Cuando me disponía a presenciar el inicio del partido, un aficionado próximo soltó el siguiente comentario: “¿Otra vez estos?”. Con esta frase venía el seguidor a resaltar la curiosa circunstancia de repetir enfrentamiento con el mismo equipo tres veces en doce días. Vamos, como para acabar harto de ver siempre las mismas caras. Cuando estas cosas suceden, nunca sabes si es bueno o es malo, porque aunque se aprenden cosas del rival, también el rival aprende cosas sobre ti. No es normal que uno de los dos equipos se lleve el gato al agua en todos los partidos, aunque siempre nos quedará la feliz excepción de aquel Celta del 2001 contra el cual salvamos la categoría y ganamos la Copa de España, todo ello en pocos días.
A lo largo de este triple roce entre atléticos y zaragocistas, los primeros han experimentado una clara dinámica de mejoría, desde la decadencia del perdedor, tufo último de pervivencia de un entrenador condenado, hasta la construcción de un equipo estructurado y mucho más motivado. El Atlético de Madrid hizo su partido con seriedad: se anticipó en el marcador en una jugada aislada y se dedicó a defender la ventaja con sobriedad. El Zaragoza, en cambio, acabó mostrándose como un equipo embotado, sin ideas, sin fluidez, y con un punto menos de velocidad, fuerza y acierto que le impidieron superar la adversidad.
El partido pintaba para el cero a cero, si bien el Zaragoza gozaba de más aproximación al área rival. Los madrileños tan solo se defendían, hasta que llegó el gol. En un error de concentración, Toledo no guarda la distancia de seguridad con Maxi, y no puede impedir que éste se le coma la espalda con patatas. César, que momentos antes ha tenido una salida espectacular, elige la opción de salir, en vez de aguardar, y el delantero envía sin piedad a las mallas. A partir de ese momento, el paraguayo se vuelve un flan. Si a ello sumamos el recuerdo de pasadas actuaciones de Ponzio, nos queda la explicación de la idea generalizada entre toda la afición, de que los laterales habituales necesitan un recambio.
El Zaragoza de los milagros, el conjunto enrachado, aún podría haberse levantado del bache, pero entonces se topó con el elemento inesperado. Durante todo el partido el encargado de impartir justicia, el amigo Iturralde, se tomó tal labor con una ligereza cuando menos curiosa: ignoró casi todas las faltas cometidas sobre Savio, sacó una desproporcionada tarjeta amarilla a Ponzio e ignoró dos penalties, uno de ellos en sus mismas narices. Cierto es que no se debe justificar la derrota, pero poniéndonos en el papel de los jugadores, hay que admitir que hace falta tenerlos cuadrados para presenciar una actitud así por parte de quien ha de juzgarte y seguir realizando tu trabajo de forma impávida. El desánimo y el desconcierto son inevitables. Mucho me temo que el Zaragoza, en este vertiginoso mes y medio, vuelve a acercarse a una zona peligrosa, donde hay que ir poniendo ya la señal de: “peligro: zona de malos arbitrajes”. El Barcelona, que espera en Copa, no debería ser un equipo temible para el Zaragoza en lo estrictamente deportivo, pero cosas como esta hacen que algunos temamos más a los árbitros que a las estrellas rivales. “Dura Lex sed lex”
Este empujón se vino a añadir al tropiezo que ya llevaba el Zaragoza. Nada de lo que se intentó a partir de ese momento funcionó. El recambio de Celades por Movilla no sirvió esta vez. Las conexiones arriba nunca prendieron. Esa carga extra de rabia y pundonor que hubo contra el Bilbao, el sábado pasado no se apreció, (si bien el rival era superior). Se echó de menos la aguja mágica de Cani, capaz de sorprender con su incertidumbre, y ni los delanteros ni un Savio que retornaba, fueron capaces de evitar el desastre. Con esto se trunca la racha que llevábamos. Esperemos que sólo haya sido un accidente y que podamos pronto volver a ver al Zaragoza ganador, o por lo menos con algo de regularidad, cosa que se está echando de menos en esta temporada.
Por Ron Peter
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