Vine, esperé, vencí | La Lupa

Málaga 0 – 1 Real Zaragoza

En un entorno competitivo cualquiera, enfrentarse con el peor clasificado, es decir contra quien hasta el momento peor lo ha hecho, supone para los demás equipos una ocasión estupenda para ganar y seguir sumando puntos, pues en el deporte de alta competición no existe sitio para conceptos como la piedad. Contra un equipo colista, el partido se puede intuir tosco en sus principios, pero también debería suponer una oportunidad de lucirse, de desarrollar un juego ambicioso, donde la teórica superioridad se hiciese sólida en el terreno de juego.

Ese espíritu combativo, esa ansia irracional por ganar “a todo” que vemos en los niños cuando juegan a cualquier cosa, se pierde con frecuencia cuando el jugador se hace adulto y se convierte en un ser analítico, que pondera recursos, esfuerzos y que ve las victorias con una frialdad capaz de congelar el músculo accionador de las mismas. Lo mejor es encontrar el equilibrio entre fuerza y pensamiento. Por lo que se ve no resulta nada fácil.

El Málaga apareció revestido de ese infortunio tan característico de los equipos en posición de descenso. Como si fuese un nadador braceando infructuosamente en aguas cenagosas, el equipo andaluz intentó de forma alocada y estéril una aproximación al área del Zaragoza. Un eje de la defensa distinto de lo habitual, algo nervioso pero responsable; un César consciente de la situación y la propia impericia de los malagueños, bastaron para alejar el aparente peligro. Pudo haber llegado, pero los gafes ayer tenían la mirada puesta en otro sitio.

El Zaragoza nos volvió a obsequiar con un ejercicio de desmotivación. Otra vez como la primera parte de San Sebastián. La parroquia aragonesa, acostumbrada ya a esta forma de jugar como visitante, aguardaba con paciencia a que el buitre cansase a la presa y acabase cayendo sobre ella. Pero eso no parecía que fuera a llegar. El juego era cansino y deshilachado, impropio de una competición de importancia y los parámetros por los que transcurría el partido eran los de un tostonazo de antología.

Las cosas siguieron igual tras el descanso. El cambio de un apagado Celades por Movilla, peléon pero desacertado, no supuso ningún incremento de las opciones. Los noventa minutos se cumplían cuando llegó el inesperado regalo del portero malacitano. Sólo desde el atenazamiento del que se sabe con el agua al cuello se puede entender semejante desbarajuste. Claro está que hay que saber aprovecharlo, y para eso estaba el viejo y sabio Savio robando y pasando a Ewerthon el hacha del verdugo. Tan sorprendente fue la jugada, que el mismo árbitro se quedó sin saber qué hacer con su propio pito. Si Julio César dijo aquello de “Veni vidi vinci”, ayer Supermaño podría haber dicho: “Vine, sentadico esperé, y vencí…”

Son tres puntos de oro que se suman a las alforjas de la esperanza, sentimiento que se empeña en no desaparecer. Pero la victoria pírrica, obtenida en el único tiro entre los tres palos en todo el encuentro, no debe disfrazar lo intolerable de la situación: El Zaragoza no mereció el premio, y eso debe inducir a una seria reflexión: no se puede jugar de esa forma tan deshilvanada y carente de motivación. Es necesario recurrir a la agresividad, a las ganas de vencer, de demostrar que se es superior. Hay que apelar al orgullo, a la autoquerencia, al pundonor del maestro torero, al ahinco egoista del que mata o muere.

Cuidado con fiarlo todo a una final de Copa del Rey que, debemos recordar, se puede perder, y más si el equipo se acostumbra demasiado al adocenamiento en los partidos oficiales. A ver si va a resultar que cuando llegue la motivación para hacer las cosas, nos hayamos olvidado de cómo hacerlas.

Por Ron Peter

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