Jarro de agua fría | La Lupa

Real Zaragoza 1 – 2 Osasuna

Una vez más, como en todas las temporadas, llegó el momento de recibir la visita del equipo al que todos, tal cual si se tratase de una mascota, hemos adoptado como rival preferido, como ese querido enemigo que nos sirve de referencia tribal. Un enemigo nacido de la proximidad, que suele ser abastecedora y no escasa, de semejantes circunstancias. Una vez más se invocaron las buenas intenciones institucionales y una vez más, en ambas aficiones, no faltaron los elementos discordantes dispuestos a no dejar crecer esa frágil y aún lejana paz deseada por muchos. En fin, una vez más, nada nuevo bajo el sol.

Salvo en el resultado, claro, porque ahí sí que hubo novedades con respecto a lo que estábamos acostumbrados, no tanto en los enfrentamientos con Atlético Osasuna como en la propia marcha de la liga en sí. Un Real Zaragoza poderoso, dotado de altas prestaciones, y con un rendimiento eficiente en la liga, de hasta dos puntos por partido, se encontraba otra vez ante la oportunidad de dar ese paso fuerte hacia la cima, dados los tropezones de Barcelona y Sevilla. Pero no supo estar por entero a la altura de las circunstancias. Además, tampoco la suerte jugó a su favor.

Era un partido aparentemente fácil, una ocasión para sumar puntos y de hecho empezó según el patrón clásico de dominio local, plasmado en ataques sucesivos, uno de los cuales fructificó en un gran gol de Diego Milito. Osasuna jugaba a lo suyo: estructura defensiva, contragolpe y a ver qué pasa. La segunda parte fue melón amargo. El aparente dominio zaragocista se transformó en intermitente y declinó como el ocaso hasta convertir el encuentro en un grisáceo y nada halagüeño presagio.

Faltando media hora ya se le hacía al equipo tan cuesta arriba el juego, que parecía que no ibamos a llegar. El equipo resultaba por momentos ahogado ante los navarros, a quienes les bastó dar un paso adelante en el centro del campo para acabar con las ideas locales. Se notó la ausencia de Zapater, siempre concentrado y combativo. Movilla estuvo bastante activo, pero desgraciadamente, no está en su mejor nivel, y la suplencia, lejos de estimularle, parece restarle ánimos. Ya fuera por la presión del rival, por un mal momento, o por su natural, Movilla no pudo echarse el equipo a las espaldas. Por su parte, Leonardo Ponzio, a quien no se le puede exigir más derroche y esfuerzo, parece marcado por el signo del gafe. El segundo gol es un injusto castigo a su sacrificio. Pero así es la vida.

En casi todas las temporadas sale un partido horrible (al menos), para olvidar, que permanece en el recuerdo de los aficionados como una muestra de lo mal que puede ir todo. Esta vez no podemos echarle la culpa al árbitro, que no necesitó emplear contra nosotros las negras artes. Cierto es que ni el Zaragoza mereció perder, ni Osasuna mereció siquiera empatar, pero también es cierto que llevábamos algunos partidos como local, tentando a la fortuna (recuérdese al Tarragona) y que algún jarro de agua fría podía caer.

Lo importante es que este partido quede como didáctica muestra para envites venideros, y que las lecciones recibidas no caigan en saco roto. Máxime ahora cuando aguardan en el calendario, de aquí a mitad de liga, contrincantes como Madrid, Sevilla, Valencia o Bilbao. De los resultados de esos enfrentamientos (y por supuesto del próximo contra Racing) dependerá mucho que lo del domingo pasado fuera un simple y momentaneo despertar, una simple interrupción y no el final, de ese sueño de gloria del que todos los zaragocistas, los que somos y los que serán, querremos seguir disfrutando, y al que no estamos dispuestos a renunciar.

Por Ron Peter

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