Tres en Jerusalén | La Lupa

Real Zaragoza 3 – 0 Nàstic

Una vez conocido el resultado del partido, no resulta sencillo recordar la trascendencia que a priori tenía la victoria. Tras la caída, esperada e inducida, en Barcelona, el equipo no se podía permitir una nueva derrota, por muy casual o injusta que ésta hubiera sido. Dos encuentros seguidos sin sumar son el fulminante ideal para un ataque de pesimismo y para un cambio a peor. El Real Zaragoza tenía que ganar este domingo, por lo civil o por lo criminal, y así fue. De nuevo vimos a ese equipo fuerte y poderoso, titubeante en apariencia según ratos, pero mortal y definitivo al fin y al cabo: todo un síntoma de la efectividad del conjunto que tanto nos gusta ver jugar.

El equipo crece con cada partido que pasa, ganando una solidez recia que no radica en un solo factor, sino en el conjunto de todos ellos. No es algo que se pueda definir con facilidad, pues se trata de algo que no se ve, que se intuye. No es que se ejerza un dominio apabullante sobre los rivales, ni que se presione de tal forma que se cercene el juego contrario. De hecho, aunque hemos vivido momentos brillantes, en casi todos los partidos surgen también minutos somardas, de esos en los que el control desaparece y la pelota adquiere erráticos destinos alejados de cualquier estrategia coherente. No, se trata de una sensación altamente positiva de que el equipo va a ganar. Es una cuestión de confianza.

El equipo empezó deshilachado, acusando las bajas, no tanto en lo individual como en lo colectivo. Al principio se notaba algo de descoordinación de medio centro para arriba, así como la ausencia de D’Alessandro y su felina imprevisibilidad. Movilla, que empezó completamente obtuso, acabó ganándose poco a poco el sitio. Ponzio, que estuvo bastante bien, no se salió de su guión, y los dos centrales de la ocasión, altos como mallos, cumplieron.
Aún tragándonos una primera parte de juego escaso, flotaba en el ambiente del estadio la intuición de que en cualquier momento, alguno de nuestros matadores profesionales perforaría la meta contraria. Fue Aimar el encargado de demostrar al mundo y durante un fugaz momento, la belleza de la geometría tridimensional del disparo parabólico, que se convierte en una recta en nuestras retinas, frotados los ojos de estupor ante tanta excelsitud. Una belleza que encuentra su cúspide más diáfana en el retemblar de las redes visitantes cuando atrapan el balón misil, acogiéndolo como a un niño veloz y travieso que ha llegado a su destino, más allá de las espaldas del portero visitante.

La Gimnástica de Tarragona, representante futbolístico de una provincia muy frecuentada en verano por los aragoneses, luchó con orden y pundonor. Afortunadamente para nosotros, sus delanteros se mostraron completamente negados. Hasta tres veces marraron ocasiones de alto peligro. Por momentos parecía como si realmente hubiese una capa protectora, un manto de fortuna. Ningún balón entró en la portería de César. En cambio, tres goles como tres soles cayeron en la portería de Jerusalén, como para contradecir esa leyenda urbana que dice que el Zaragoza marca sus mejores goles en la otra. Y es que la estadística tiene muchas cuentas que compensar…

No hay duda de que existe algo especial entre Victor Fernández y el Real Zaragoza. Algo hay en esa querencia que trasciende los años, y la afición lo sabe. Sea por lo que fuere, el equipo rinde incluso cuando no funciona bien. Hoy por hoy cuesta mucho derrotar al Real Zaragoza, a menos que utilicen a los árbitros. Los resultados nos han colocado ahí, entre los grandes de España, y hay que saberlo llevar con responsabilidad y firmeza. Hay que seguir luchando, en el campo los jugadores, y Bandrés en los despachos. Pero esa…es otra historia.

Por Ron Peter

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