La hora del dolor | La Lupa

Real Zaragoza 2 – 3 Rayo Vallecano

No sabemos por qué sucedió ni por qué fue cuando fue. Tampoco sabemos por qué todo lo que se intentó para evitarlo, falló, ni por qué ni siquiera el paso del tiempo tantas veces reparador sirve para recuperar lo que ya no se tiene. En algún momento inconcreto de nuestra Historia reciente, cuando aún estaba en Primera División, el Real Zaragoza, nuestro equipo de siempre, perdió su alma. No sabemos si la arrojó al mar, si la olvidó en un desierto, o si simplemente la cambió por nada en un mal trato con algún falso dios. Lo que se vió en La Romareda hoy no es sino otro síntoma más de la decadencia, del desorden, de un aborto subsiguiente a un engendro de mil leches.

Podríamos decir que lo de hoy fue el acabose, si no fuera porque nos tememos que lo peor, aún está por llegar. Efectivamente, lo que vimos fue un partido mediocre más, donde el Zaragoza nunca se llegó a imponer y en el que solo jugó realmente durante los diez minutos en los que el rival se relajó. Hoy nos visitaba con el nombre de Rayo Vallecano, pero no es sino el mismo rival de siempre. Todos los equipos de segunda son iguales. Todos, hasta nosotros, porque jugamos igual de mal que todos, y al igual que todos, unas veces ganamos, otras empatamos, y otras, como hoy, perdemos.

Eso es lo que ha conseguido el entrenador Marcelino. Si quería un equipo mimetizado con la abulia y la vulgaridad de esta categoría, por supuesto que lo ha conseguido. Ha convertido al Real Zaragoza -a un equipo que podría llevar ahora mismo de seis a diez puntos de ventaja sobre el segundo en esta liga tan igualada- en todo un señor equipo de segunda división: un equipo que sólo se sostiene por el hecho diferencial de los dos brasileños, un equipo sin centro del campo creador porque su entrenador renunció a ello, un equipo sin gente capaz de dar pases hasta aburrir al contrincante para dominarlo, un equipo en el que los jugadores están quietos sin desmarcarse, sin hacer diagonales, sin intercambiar posiciones y sin salirse de un guión maquinal, un equipo al que nadie le monta el autobús porque no hace falta, porque todos saben ya que nos pueden presionar en nuestro campo sin temor a que nos vayamos con el balón controlado. Eso somos: un equipo vulgar, que no impone respeto y que no tiene alma.

Entre las pocas cosas que aún aportaban dignidad estaba el concepto de inviolabilidad del feudo propio. Era el consuelo para las humillaciones sufridas como visitante, pensar que podíamos contar con esa especie de hechizo protector que ungía a nuestros jugadores de confianza y seguridad en la victoria. Pero eso se acabó hoy, y aunque sólo sean tres puntos más, tienen el poder simbólico de un virgo desflorado.

El estado de ánimo de los aficionados está por los suelos. Somos como pequeñas hormigas maltratadas que nos miramos con desconcierto entre nosotros. Dan ganas de dejarlo todo. Intentamos buscar las razones de un desastre y lo que encontramos nos produce vértigo. Si además, llevados por ese vértigo, nos empeñamos en pensar en las consecuencias, nuestro análisis acabará en pura desolación, porque hacia donde vamos no hay nada. Absolutamente nada.

Por Ron Peter

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