Los escitas, belicoso pueblo del Asia central, han pasado a la historia como unos guerreros crueles y sanguinarios. Eran descendientes, según la mitología clásica, de uno de los hijos de Hércules (Escita) y de una mujer serpiente y fueron temidos por todos los pueblos que tuvieron que enfrentarse a ellos desde el siglo VII A.c. hasta su enigmática y definitiva desaparición tras ser derrotados por Alejandro Magno.
Cuentan las crónicas que despellejaban a los vencidos, confeccionando ropa y estandartes con sus pieles, que usaban los cráneos de sus víctimas para beberse su sangre y coleccionaban las cabelleras de los enemigos derrotados en la batalla, que eran guerreros duros, implacables y habilidosos a los que todos temían enfrentarse.
Está claro que el Barça no realiza estos actos, al menos no en sentido literal, sería de mal gusto ahora que nos hemos convertido en gente supuestamente civilizada, pero hoy por hoy es un enemigo temible, quizá no invencible, pero muy poco asequible y que generalmente vapulea a sus rivales con un fútbol que está varios pasos por delante del de cualquier otro equipo.
Con esos antecedentes, la precaria situación del Real Zaragoza y la cantidad de bajas de los aragoneses lo normal era esperar que en el Nou Camp, los blanquillos recibieran una goleada de escándalo, pero afortunadamente no fue tan fiero el león como lo pintan y el temido festival blaugrana quedó en una simple y perfectamente aceptable derrota por la mínima, para sorpresa de la mayoría y, por qué no decirlo, hasta para alivio de muchos.
La clave, aparentemente, estuvo en el esquema de líneas muy juntas y agresivas que planteó el “vasco” Aguirre con una evidente vocación destructiva que intentara, en la medida de lo posible, deshacer el fluido juego del centro del campo barcelonista. Evidentemente eso significaba lucha hasta la extenuación y muy pocas posibilidades de poder hacer daño al gigante catalán, pero la gran mayoría lo aceptamos como inevitable y como hasta lógico.
A pesar de todo ese entramado defensivo, el Barça es una máquina letal perfectamente engrasada y sólo algunas magníficas intervenciones de Doblas, que cuajó un encuentro excelente, evitaron que todo el esfuerzo fuera baldío, pero para sorpresa de propios y extraños el Real Zaragoza estaba plantando cara y ni siquiera el gol de Keita pudo cambiar esa sensación.
De hecho, lo sorprendente es que a pesar de las ocasiones culés, a pesar de la evidente superioridad y de la abrumadora diferencia de posesión, el partido discurría por un cauce incómodo para la parroquia local y que, independientemente de que quizá no hubiera tenido lógica y hasta hubiera sido injusto, el Real Zaragoza tuvo sus opciones. Desgraciadamente, son malos tiempos para la lírica, y la pólvora zaragocista es poca y está húmeda, así que a pesar de que Bertolo y Sinama pudieron haber hecho historia, no hay más cera que la que arde y definitivamente no pasarán a los anales del Real Zaragoza ni serán recordados en el Olimpo del balompié. Lo raro hubiera sido lo contrario.
¿Se perdió una oportunidad? Es difícil saberlo. Un gol del Real Zaragoza podría haber ocasionado reacciones diferentes, desde haber espoleado a los catalanes que podría habernos arrollado, hasta haberles desconcertado lo bastante como para que siguieran fallando. Nunca lo sabremos, aunque especular es gratis. Cada cual es libre de de crear su ucronía preferida.
Pero lo que no parece discutible es, que aceptando lo ocurrido como algo natural, esta derrota, a pesar de que pueda parecer paradójico, debe ser un empujón moral importante. Hemos sido capaces de plantarle cara al mejor equipo del mundo a base de lucha y esfuerzo, con lo que tenemos, con los que hay. Y ellos son los que deben seguir dejándose la piel a cada partido, en cada minuto de esos encuentros para ganar esos 15 puntos que parecen separarnos de la permanencia. Y no queda otra. Así que demos por superado el trámite, hemos salido vivos de la batalla y eso no permite seguir luchando, sólo eso y nada más y nada menos que eso.
Por Gualterio Malatesta
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