En “El río de la vida”, (1976) el escritor americano Norman McLean nos describe una bonita historia que invita al lector a plantearse nuestro papel vital en relación con las cosas que amamos y la tierra en que vivimos. Un padre transmite a sus hijos -Norman y Paul- su pasión por la pesca, enseñándoles a amar el río y a respetarlo, dándole una dimensión comparable a la vida misma, en la que las cosas fluyen generando tanto momentos de alegría como de tristeza, y en la que el hombre apenas puede afrontar con incertidumbre un paso del tiempo en el que la naturaleza, con su fuerza inexorable, acaba imponiendo sus certezas.
Las cosas fluyen tan rápido que a veces nos encontramos con que aquello que observamos y tratamos de asimilar, desaparece o muta, antes de haber llegado a conclusión alguna. El partido de fútbol que jugó el Real Zaragoza en Riazor este domingo, parece algo ya lejano y sin importancia. Sin embargo, existió, y tuvo las consecuencias evidentes que todo el mundo conoce.
El Real Zaragoza no empezó mal, con más frescura de la esperada. Muy pronto se torcieron las cosas, encajando dos goles, ambos tras unos fuera de juego bastante parecidos. A eso podemos añadir un penalti a favor no pitado, y ya tenemos un cóctel demasiado pesado de sobrellevar para cualquier equipo, y no digamos ya para un Real Zaragoza marcado por una de las dinámicas negativas más prolongadas que se recuerdan en nuestra estadía en segunda división. Pocas cosas destacables a reseñar de un encuentro en el que el Depor no tuvo ni siquiera ocasión de demostrar su superioridad, ya que el árbitro les ahorró todo el esfuerzo. Podríamos quedarnos con las buenas sensaciones de Guitián, y poco más. Analizar el rendimiento del equipo solo nos llevaría a una colección de anécdotas inconexas: las suplencias de Pombo o Igbekeme, la pardillez de Lasure, el estrambótico y no aclarado cambio de Cristian en el descanso, etc…En realidad, poco importa ya, porque fue el último partido de este equipo tal y como lo conocemos, o eso querríamos creer. Lo fue para Lucas Alcaraz, quien horas después dejaba de ser entrenador del Real Zaragoza dejando, después de un fugaz lapso de ocho semanas, cinco puntos obtenidos y una sofocante sensación de tristeza y decepción entre los aficionados.
El sustituto será un viejo conocido: Victor Fernández Braulio, el entrenador más laureado de la Historia del club, el entrenador del equipo de la Recopa de 1995, y el último que consiguió clasificar al Real Zaragoza para competición europea. Zaragocista de cuna y convicción, vuelve a coste cero, o casi. Una figura que empezó desde la sencillez, y a quien el río de la vida llevó hasta la cota más alta. También, y en esto reside la grandeza del fútbol, lo arrastró en su turbulencia a perder una final de Copa contra nosotros siendo entrenador del equipo rival. Parafraseando a mi amigo Gualterio: “Puede ser la gran tragedia griega en la que el héroe que nos llevó a lo más alto acabe siendo el mismo que nos entierre para siempre, o puede ser la gran epopeya heroica en la que el héroe caído en desgracia regresa muchos años después del exilio para volver a llevar a su ciudad a la gloria.”
Al final de su vida, Norman rememoraba los acontecimientos del último verano en que pescó junto a su padre y su hermano Paul tratando de buscar en ellos las respuestas. Quizás Victor, después de muchos años lejos de su casa, haya decidido volver no solo a ayudar a su equipo de siempre a salvarse, sino también a salvarse a sí mismo, a vencer en esa lucha que todo ser humano libra en su interior, esa lucha por buscar y comprender las respuestas a las preguntas fundamentales que nos hacemos en nuestras vidas.
Por Ron Peter.
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