La chica de Mallorca

La chica de Mallorca ha dejado de llorar. Es feliz y el sábado volverá a recomponer el rimel de sus ojos. Sus lágrimas se quedaron en una grada del Ono Estadi, aunque parecía que seguía allí cada vez que la tele nos la mostraba desconsolada.

Pero no. Se subió al avión con los demás, para emprender un extraño viaje que fue, de ida y vuelta a la vez. El plan de vuelo marcaba turbulencias y desde luego que las hubo. Quiso dormir, pero las sacudidas le golpearon el alma: bajaron al infierno para subir al Edén, y solo en sesenta minutos. O así lo cree ella, porque en cuanto se abrocharon los cinturones, cerró los ojos y decidió abandonar el alma para entregarla a otras veinte mil en un viaje astral.

La chica de Mallorca parece tener veinte años. Otras veces aparenta cincuenta, o setenta y cinco. Quizá en la primera foto de su vida ya vistiera blanquiazul. O haya renovado el abono en recuerdo a su marido fallecido, aunque ya la artrosis le haga difícil subir hasta la fila 15.

Quizá sea la mujer que te narra la gesta de Paris con emocionado recuerdo, y te confiesa que espera toda la semana el momento de anudarse con elegancia, la bufanda y subir al 30 para que la lleve al partido.

La chica de Mallorca se encuentra en una nube. El avión los ha dejado arriba, muy arriba. Y ahora descubre que tiene vértigo. No han tomado tierra aun. Teme un descenso en barrena y ruega para que el piloto controle los mandos y les haga disfrutar del paisaje, hasta que vuelvan a despertar y descubran que, por lo menos, han pasado diez años.

(Dedicado a ti, guapa: lloraste tú y lloramos todos contigo. Te vimos todos en la tele. Sécate las lágrimas: el viaje ha llegado a su fin según lo previsto, pero ahora, te advierto, empieza lo más duro).

Por casta.

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