El sacrificio de Céspedes

Por Ramón Ángel Fumanal Ciércoles

Un día de principios de verano, la vida de Hugo Céspedes tocó a su fin. A sus noventa y nueve años de edad, dejaba atrás una vida plena, habiendo cumplido todas las cosas importantes a las que un hombre cualquiera puede aspirar. Su infancia no fue fácil, pero sus padres hicieron todo lo posible para que saliera adelante y él a su vez hizo lo propio con los suyos. En su mocedad encontró una mujer maravillosa con la que luego forjó familia y tuvo muchos hijos, que a su vez les dieron nietos, biznietos y más allá. Así era como Hugo Humberto dejaba este mundo, rodeado de seres queridos: familiares, amigos, y mucha más gente del pueblo y de los alrededores. No tuvo en vida más fama que la propia que le daba esa inusual longevidad que había alcanzado. Nunca tampoco fue especialmente famoso ni realizó proezas heroicas aún en los tiempos difíciles para la patria. Todo lo más que se podría decir que le acercase al prestigio fue el hecho de haber sido abuelo de Hugo Humberto Céspedes Venturanza, el cual, inflamado por la afición al fútbol de su abuelo, se hizo futbolista. Su habilidad con el balón le hizo llegar a jugar en las ligas nacionales y finalmente, se hizo realidad un sueño largamente acariciado en la familia. El pequeño Hugo Humberto fue fichado por ese equipo que precisamente el abuelo Hugo seguía desde siempre como aficionado, el Real Zaragoza de España.

El abuelo Hugo siempre había sido un gran aficionado. Su equipo había vivido épocas grandes, y en 1995, la mayor de las proezas: la Recopa de Europa, con ese magnífico gol de su nieto. Solo por eso merecía la pena morir tranquilo. Había vivido el Zaragoza de los Magníficos y el de los Zaraguayos, pero el que más le emocionaba sin duda era el de la Quinta de París. ¡Cómo se nombraba a esos grandes jugadores: Cedrún, Cáceres, Solana, Belsué, Aguado, Aragón, Nayim, Céspedes, Pardeza, Esnaider, Poyet, Higuera, García Sanjuán, etc…etc…, y con qué fervor se les seguía recordando ahora veinte años después, sobre todo a su nieto, por ese gran gol imposible desde casi el centro del campo, y que supuso la victoria en el último segundo. El gol de Céspedes dió la vuelta al mundo.

Si de algo se lamentaba el abuelo Hugo en su lecho de muerte, no era de la decrepitud, ni de nada relacionado con cosas materiales o cercanas. Nada había de qué dolerse, pues no dejaba deudas ni rencillas por saldar, no. Lo que más lamentaba era la ruina en la que había venido a instalarse su equipo. En los últimos años, con la llegada a la Presidencia de unos personajes indeseables, llegó la decadencia. El club se fue derritiendo en lo deportivo y en lo institucional, hasta llegar a una ruina económica y social que amenazaba con terminar en la desaparición efectiva del club. Unas breves lágrimas asomaron en sus mejillas poco antes de empezar el gran viaje hacia la luz.

De pronto, Hugo se vio a sí mismo como un piloto de carreras yendo a toda velocidad por una pista cada vez más estrecha, casi como un túnel. No podría precisar cuánto tiempo transcurrió antes de vislumbrar el punto de blanca luminosidad que parecía haber al final. Decir luz sería realmente quedarse corto. Lo que había frente a él era una especie de ojo gigante que solo irradiaba una gran blancura nuclear. Asimismo una extensa sensación de paz y de tranquilidad parecía provenir de esa entidad que, de repente, le habló. Hugo nunca había sido demasiado creyente, pero supo que de existir Dios, sin duda era lo que había ante él.

La entidad le vino a decir que si quería continuar por el camino, debía decir si había algo pendiente en su vida, si había algo que quisiera. Pobre Hugo, tan minúsculo él frente a aquello, no se le ocurrió otra cosa más que hablarle de su equipo de fútbol, de lo que fue, de lo que era, y de lo que él querría que fuera. “Has sido un buen hombre y mereces que se salve aquello por lo que tú has luchado, esa Historia que tú y miles de personas como tú, han vivido. Más el precio será alto. Tu Real Zaragoza encontrará el camino, habrá quienes le ayuden y no desaparecerá. La peste que lo asolaba pasará y aunque sus consecuencias de podredumbre no sean fáciles de erradicar, no desaparecerá. Tendrá enemigos que vendrán de más allá de las puertas de Tebas, más…no desaparecerá. El precio será alto. Tú, Hugo Céspedes, deberás pagar con tu sacrificio, y el nombre del hijo de tu hijo será olvidado para siempre por la memoria de los hombres. Nunca nadie recordará su paso por la Tierra. ¿Aceptas?

Y así fue cómo se gestó la última voluntad de aquel modesto y sencillo zaragocista, que su equipo se salvase e iniciase el largo y duro camino antes de volver a las épocas de gloria. Y así es también como nadie, ningún zaragocista recuerda ni recordará nunca el gol de Céspedes, aunque de vez en cuando, sobre todo en esos corrales de rumores radiofónicos de fichajes veraniegos, se oiga, se diga, se hable del fichaje de una estrella, de una estrella llamada Céspedes.