Cerca del corazón

Por Rafael Martín Artiguez

Poco importa mi identidad, ni el lugar donde resido, aunque si debo decir que mi pequeña ciudad formaba parte de la antigua Corona de Aragón y que la relación con todo lo aragonés, siempre ha estado muy presente en el devenir de los vecinos con lazos muy estrechos, incluso en asuntos relacionados con la monarquía foral o las jerarquías de la iglesia.

Lo cierto es que mi padre tenía el corazón partido en su afición futbolística entre el Valencia de Badenes y el Bilbao de Zarra, aunque alguno de sus latidos tenía resonancia zaragozana. La verdad es que no sé si fue él el que me inculcó el cariño por el Real Zaragoza, porque en mi niñez, mis preferencias parecían decantarse por el Real Madrid, tal vez llevado por la fama de aquel monstruo, Di Estéfano, que todavía volaba cual saeta rubia por los céspedes propios y ajenos.

Sea como fuere, de niño, cuando había comido las tabletas de chocolate suficientes para exigir como regalo un equipaje de fútbol, lo pedí del Sabadell, pero no por motivos deportivos ni futbolísticos, sino por cuestiones estéticas: me encantaba la camiseta arlequinada y además resultaba mucho más difícil de conseguir que las monocolor o rayadas.

Tan difícil era que la fábrica de chocolate que me la debía enviar, no tenía la que demandaba y me ofreció cualquier otra indumentaria de un equipo de primera división. Ya no tuve duda. Si por la estética no se cumplía mi deseo, había que optar por razones sentimentales o deportivas, y por ambas pedí y conseguí un equipaje del Real Zaragoza, con la camiseta totalmente blanca y las medias con vuelta azul que todavía guardo entre mis fetiches y, cómo no, con el escudo, a modo de tarja coronada y el león rampante, en el pecho, cerca del corazón.

Por aquel tiempo –casualidades de la vida-, en un desplazamiento del Zaragoza a Valencia, se estropeó el autocar en el que viajaba el equipo y se detuvo en mi ciudad, aprovechando la existencia de varios talleres para reparación de automóviles y camiones que garantizaban un arreglo rápido. Los jugadores y demás ocupantes se quedaron esperando en un bar, junto a una plaza que por entonces, con escasísimos vehículos, era el particular campo de fútbol de mis amigos y mío, aunque sin las garantías de los de ahora, porque de vez cuando teníamos que salir corriendo ya que el cristal de algún vecino no tenía el grosor recomendado para resistir el impacto de una pelota. En la espera, uno de aquellos jugadores –cuyo nombre nunca llegué a conocer- se puso a jugar con nosotros, sin más y otro –también desconocido para mí- trató de equilibrar las fuerzas incorporándose al equipo contrario, ante la mirada de algunos de sus compañeros. Sin duda aquello me marcó. ¡Había jugado con futbolistas del Real Zaragoza. Casi nada!

Al cabo de un buen rato, llegó el autobús ya reparado. Sobre el salpicadero destacaba el escudo y el nombre del equipo, grabados sobre una tablilla. Todos fueron subiendo hacia sus asientos ante nuestra desilusionada mirada. Pero antes de marcharse alguien descendió por la escalerilla con un balón en sus manos que nos entregó generosamente. Se trataba de un balón de los que entonces llamábamos “de reglamento” con el que debíamos sustituir nuestra pelota que sólo guardaba relación con este nombre por su forma esférica, porque había perdido casi toda la pintura, algunas partes estaban despellejadas e incluso –no recuerdo bien- creo que estaba deshinchada.

Pasaron los años y en mis tiempos de bachiller tres amiguetes recorríamos habitualmente el patio de recreo del instituto comentando y disfrutando de las maravillas que el domingo anterior habían realizado Reija o Violeta, insignes en aquel legendario Real Zaragoza de Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Desgraciadamente uno de mis amigos falleció unos años después en un pico de los Urales rusos, practicando la escalada. Su mente era aragonesa y su corazón zaragocista como la bufanda que llevaba en su mochila.

Pero si en mi lejana pero profunda relación con el Real Zaragoza tuviera que destacar alguna vivencia, ésta se situaría el 21 de febrero de 1993. Por mi condición de periodista tuve que desplazarme a la población turolense de Valdelinares, en la Sierra de Gúdar, para cubrir la noticia de la inauguración de unas nuevas instalaciones en la estación de esquí. Allí tuve la oportunidad de conocer personalmente a uno de esos jugadores que además de ser de los grandes en el mundo de fútbol, lo es también por su humildad y su enorme corazón: Señor (su nombre es Juan aunque no creo que a nadie le haga falta la referencia para reconocerlo). Tuve la oportunidad de hablar con él de muchas cosas: de fútbol, del Zaragoza, de la Selección, de sus goles, algunos legendarios; también de nuestra común afección cardíaca… Su apellido hacía honor a su persona. Me sentí afortunado y privilegiado. Pero aún faltaba la guinda para aquel pastel.

En el acto inaugural estaban presentes las primeras autoridades aragonesas y entre ellas, el presidente del Gobierno Aragonés, Emilio Eiroa, una persona a la que siempre he admirado, aunque no fuera mi presidente –soy valenciano-. En el vino de honor que tuvo lugar tras la inauguración, Eiroa se acercó a mí y a mi mujer que me acompañaba, para gentilmente llenar nuestras copas de buen vino de Cariñena, y entablamos conversación. Los argumentos no eran sólo de fútbol, sino de las cuestiones que afectaban globalmente a la Comunidad Aragonesa y a la Valenciana, carreteras, ferrocarril, despoblación en zonas limítrofes… pero también salió a la conversación el fútbol y el Real Zaragoza. Antes de despedirnos, el presidente recordó algo y comenzó a tocarse exteriormente los bolsillos de su camisa y su chaqueta como buscando algún objeto. Finalmente lo encontró. Sacó de su pantalón un pin con el escudo del Real Zaragoza que puso en mi mano como recuerdo de aquel “encuentro”.

Desde aquel momento, las veces que he usado chaqueta de vestir, he lucido la insignia de Real Zaragoza en el ojal de la solapa, otra vez cerca del corazón, honrado de llevar un regalo del presidente de los aragoneses y orgulloso por tratarse del símbolo del equipo al que más quiero del mundo… aunque sea desde la distancia.