El uruguayo

Por Luis Gómez Rivas

El uruguayo se asoma a la ventana y, la verdad, su primera impresión no es buena. No le gusta lo que ve. No le gustan los parajes secos, la falta de verde, los colores grises que parecen comérselo todo. “Aquí debe llover menos que en el desierto de Atacama”. Por supuesto, en la rueda de prensa no dirá eso, dirá que la ciudad es muy linda y todo eso, pero la verdad es que no lleva ni un día y ya echa de menos los prados y las colinas de su paesito, como le dicen a Uruguay.

Bueno, pero él está aquí para trabajar, se dice a sí mismo. Si hubiera querido quedarse en casa seguiría jugando en Peñarol y viviendo en su barrio de Montevideo, con su padre y sus amigos, y sus hermanos. Pero todos le animaron y la abrazaron cuando su representante le llamó diciéndole que había llegado una oferta del club donde jugaron grandes compatriotas, que ahora estaba en la B de España, pero que era una buena oportunidad, que era un gran club, y que en Europa se haría grande. Todo eso podrá ser cierto, se dice a sí mismo, pero daría lo que fuera ahora por comerme un asado y jugar en la cancha de siempre. La verdad es que cuando pisa Zaragoza, en uruguayo siente una extraña mezcla de esperanza y de nostalgia.

Al principio la gente tampoco le gusta mucho. En las ruedas de prensa dice que se encuentra a gusto, y que todo el mundo le ha tratado muy bien y la verdad que tampoco le han tratado mal. Se siente incómodo, y la gente le recuerda al paisaje seco que vio desde el avión. Tienen un tono de decir las cosas que para él roza la mala educación, demasiado directo. Tampoco entiende la bronca que llevan todos encima, aunque sabe que en los últimos años al club no le ha ido precisamente bien. Ya se lo han avisado los nuevos compañeros que conoció el primer día. Estamos en segunda, pero aquí a la gente le gusta ver buen fútbol y i no les gusta lo que ven, te lo van a hacer saber. Es cierto que los niños que se acercan a pedirle autógrafos son tímidos y educados, y le recuerdan a él cuando esperaba a la salida del entrenamiento de Peñarol a unos chicos que ahora serían apenas más mayores que él pero que en ese momento le parecían gigantes.

El urugayo un día se choca contra un poste. Quiere sacar el balón de la línea y va tan fuerte que nota como la sangre le corre por la ceja. Esta tumbado en el césped y mira hacia arriba y ve como un enjambre de siluetas azules se levantan. En un primer momento piensa que le están gritando a él, pero después se gira y ve a un hombre de negro que tarda unos segundos en identificar como el árbitro discutiendo con un compañero suyo. Se gira hacia el otro lado y ve a otro rival tirado en el suelo. Se levanta y ve a esas siluetas de blanco y azul que comienzan a aplaudir. No sabe por qué aplauden hasta que otro compañero le coge del hombre y le dice “bien uruguayo, bien joder, bien” y todavía sin saber bien que ha pasado ese mismo compañero lo coloca en el área y añade “bien, pero atento al corner, joder, atentos todos, que nos va la vida, !!!!eh!!!!!”

Al día siguiente se mira en el espejo y se ve la venda en la frente recuerda su cercana adolescencia, cuando se ganó fama de jugador canchero y fuerte, que nunca rehuía el choque, que parecía crecerse ante el césped embarrado, que no le importaba la lluvia, que le daba igual el frio, que como los boxeadores que salieron de su barrio no esquivaba los golpes al cuerpo sino que los sentía y respondía con más fuerza.

Cuando anda por la calle la venda de la frente parece que cuenta todas estas cosas. Al menos así lo entiende la gente, que le para por Independencia y por Constitución y le dan la mano y palmadas en el hombro. Los jóvenes son más callados, los viejos le hablan más y le cuentan que lo del otro día lo vieron en tal o cual jugador, que también era de su país, en los años 60, en un Zaragoza-Cádiz. Que eso sí que eran hombres, no como esos de ahora que se pasan todo el día llorando y hablando por internet. Al uruguayo le suenan los nombres de algunos de esos futbolistas lejanamente, y le recuerdan a historias de su padre y de su abuelo, a fragmentos de memoria de cuando la radio daba el guion para que la imaginación hiciera el resto. Sabe que algunos de esos señores confunden a su país con Argentina, pero no dice nada y sonríe, porque sabe que quieren felicitarle, no tanto por la victoria, sino por la venda, como aquellos viejecillos que asomando la cara por la ventanilla de sus coches le decían que aguantara, que siguiera, que mañana había que ganar, que este club era todo y que no se rindiera. Ya no se siente tan solo.

En el siguiente partido sabe que cuando ponga un pie en el césped, o aun antes, cuando todavía no se quite el chándal, la gente comenzará a aplaudirle y se levantará cuando por megafonía se escuche su nombre. Pero lo cierto es que no empieza bien, y él lo sabe. Falla dos pases seguidos y tiene suerte de que un compañero corra rápido al cruce y consigue sacar el balón de banda y a él de paso de un problema. Pero esta vez, ve que la gente le sigue aplaudiendo, y la gente que hace unos meses le parecía tan áspera como el primer paisaje que vio, ya no se lo parece tanto y piensa que no puede fallarles.

Queda poco para que termine y ha conseguido mandar a corner otro balón de ese extremo pequeño y rápido que le está dando la tarde, y que, aunque ha conseguido ganarle la espalda un par de veces, no ha logrado empatarles un partido que todos saben vital. En ese momento el uruguayo se dobla un segundo por el cansancio y de repente siente la necesidad de hacerlo. Se vuelve a mirar al público y mueve los brazos hacia ellos, les pide que animen, que no se rindan ellos tampoco, que se levanten de sus asientos y les den el aliento para despejar ese último corner. Cuando salta, siente que le agarran de la camiseta, le da igual, en ese momento podría decir que pesa diez kilos menos. Su cabeza roza el balón y cuando este queda muerto después en el suelo sabe que llegará antes que el delantero para mandarlo lo más lejos que pueda.

Cuando se incorpora, con los tacos del delantero todavía doliéndole en la espinilla, ve a sus compañeros levantar los brazos, pero él no escucha los tres pitidos del árbitro que dicen que han ganado; él ya solo puede escuchar a toda esa gente que está de pie y que le grita “uruguayo, uruguayo, uruguayo!!!!! Camina cojeando al túnel de vestuarios mientras piensa que ahora sí, ahora ya está en casa de nuevo.