Íntimo y desconocido

Por Alex Augusto Granged

Nunca fue una persona de muchas palabras. No sé ni como acabe siendo íntimo suyo, con lo que yo hablo. Sólo nos unía la afición al fútbol, el amor a un equipo y haber vivido en la misma ciudad.

Yo había vuelto de mi aventura en Inglaterra cuando escribí este texto. Fui a estudiar, pero preferí no malgastar el tiempo y decidí que para mi inglés era mejor el alcohol y la compañía femenina. Al final me quedé. Era 2005 y Londres parecía el polo. Fui camarero después de ser recoge copas, limpia platos y varios puestos en ¿restaurantes? de comida rápida. Luego, al mejorar mi inglés, conseguí trabajar de ingeniero para una empresa española que tenía varios trabajos en las islas. Era verano de 2010.. Halfway Club era el local donde vi el mundial con algunos compañeros, que no amigos, de curro. El local me gustó, y lo convertí en el lugar donde ver la liga española. Allí también conocí a Raquel, mi novia. Muchos Sábados empezaban allí con el fútbol y terminaban con pintas. Al comenzar la liga el bar se llenaba con partidos de los equipos grandes. Nuestro Real Zaragoza no era uno de ellos. El local quedaba cerca de mi casa, en Leytonstone, un barrio obrero y de inmigrantes, de tercera generación, cerca de la villa olímpica. Nos reuníamos allí siempre, pero cuando jugaba el Zaragoza apenas había gente. Yo y cuatro ingleses más. A veces, me acompañaba Raquel. El dueño, londinense típico, gordo, piel rojiza en verano y buen bebedor, era hincha del Tottenham y por ello el nombre del pub. Halfway club venía de una canción que los aficionados de los spurs cantaban a su rival del norte de Londres, el Arsenal. La canción hacia referencia al gol de Nayim en la final de París, ex jugador del Tottenham para mas INRI.

Un día de lluvia, como casi siempre, conocí al que sería mi amigo. Ya me había percatado de su presencia. Era un hombre alto y corpulento que rondaba los sesenta. Siempre tenía el mismo gesto, serio y taciturno. Parecía que todo lo que le rodeaba era ajeno. Peinaba canas y bebía siempre dos pintas de cerveza Ale durante el partido. En principio pensé que era un inglés más. Además, aunque observaba el partido, nunca hizo gesto de alegría. Pero alguna vez pude ver, vagamente, algún síntoma de felicidad cuando el Zaragoza marcaba o finalmente ganaba. Tom, que así se llamaba el dueño del bar, sabía que era mejor cuidar a su clientela española. Por ello siempre era muy amable, dejaba de ser inglés para ser un hombre de negocios. Así, más de una vez charle con él después del partido. Además Raquel curró allí durante un tiempo y siempre me habló bien de Tom. Un día me atreví a preguntarle sobre ese hombre que siempre se sentaba solo. Tom, que no era bueno en el arte de la discreción me contó lo suficiente. Aquel hombre era español, seguidor del Zaragoza y trabajaba en una compañía de seguros.

El siguiente finde, y jornada, fui más decidido a entablar conversación con ese hombre que para ver el partido. Estaba en el mismo sitio de siempre y con la única compañía de las cervezas. Me senté a su lado y quise romper el hielo comentando alguna jugada del partido. No fue muy hablador. Algún monosílabo o pequeños gestos con la cabeza. En el siguiente encuentro, nuestro amado equipo jugaba contra el Madrid. El bar estaba lleno, pero él ocupaba su sitio. Aproveché el capote que me brindó la multitud para pedirle muy educadamente si podía sentarme a su lado. Acepto sin grandes aspavientos. Vimos como perdíamos uno a tres en la navidad del 2010. Quizá el estar rodeados de enemigos deportivos le soltó la lengua, o puede que las Ales le sentaran peor aquel día. La cuestión es que me habló más. Durante el partido nos limitamos a conversaciones de fútbol, nada más. De hecho, en un momento dado, me di cuenta que no sabía su nombre. Se lo pregunté al final y me contestó sonriendo y se fue a la barra. Pagó a Tom y me miró para despedirse sin palabras, otra vez bastó un gesto con la cabeza. Mi nuevo compañero de mesa de bar se llamaba Carlos.

El siguiente partido al que fui fue después de navidad. Me había ido de vacaciones a Zaragoza y Madrid, de donde era Raquel. Él volvía a estar ahí, en su silla sin nombre. Esta vez me ofreció asiento y lo acepte. Raquel vino esa tarde y gracias a su personalidad, más atrevida, pude recabar información de ese desconocido. Quizá por ser mujer, o simplemente le cayó mejor Raquel que yo, pero se abrió mucho más a ella. Descubrimos que era de un pueblo de Teruel y que con quince años empezó a sobrar en su casa por ser hijo de otro matrimonio de su madre. Así que se fue a estudiar a Zaragoza a un colegio interno. Tenía familia en Londres, una mujer Irlandesa y dos hijas que veía poco porque Londres se las había quitado y porque habían salido más inglesas que irlandesas o españolas. Vamos, que no eran muy familiares. Nos llegó a confesar ese día, que a veces no las veía en meses. Desde ese día, bajara solo o con Raquel, siempre mantenía una conversación interesante con Carlos. Nos hicimos amigos, que no íntimos, y sufríamos juntos de esa pasión. Poco a poco se convirtió en mi mejor amigo, y eso que no teníamos casi nada en común. Él casi jubilado, yo iniciando una carrera profesional; el de derechas y yo de izquierdas; no soportaba la música moderna y yo no oía los sonidos de Londres porque iba siempre con ese ruido infernal, como lo llamaba él. Pero teníamos al Real Zaragoza, y eso era suficiente para llevarnos bien. Incluso creo que los dos sabíamos que si no fuera por el equipo no seríamos ni buenos vecinos. Pero como decía Raquel entre bromas, lo que ha unido el fútbol que no lo separe el hombre.

Terminó la liga y estuve sin ver a Carlos tres meses. Agosto trajo la liga pero no a mi amigo. Supuse que estaba de vacaciones. En septiembre volvimos a coincidir y nuestras charlas se hicieron más comunes. Ahora, después del partido, íbamos a la barra y Tom solía invitarnos a una ronda. En la barra Carlos se abría más. Me confesó que no había tenido relación con su padrastro desde los quince años. Y que a su madre la vio por última vez postrada en una cama dos días antes de morir. También me contaba su adolescencia en Zaragoza. Como se colaba con un amigo en la Romareda para ver la decadencia de los Magníficos y el esplendor de los Zaraguayos. De como vivió a su Zaragoza desde la lejanía en los ochenta, cuando ver un partido en Londres de la liga española era imposible. De como disfruto cuando su equipo eliminó a Chelsea y Arsenal de aquella recopa del 95 y lo que pudo reírse de varios colegas de empresa. Ahora son ellos los que disfrutan, decía. En esas charlas pude ver que no era feliz, que el fútbol era su escape a una vida que odiaba, pero a la vez le acercaba a un pasado que no añoraba. Llegué a pensar que a mi lado, cada jornada, era más feliz que el resto de la semana. Nunca volvió a Zaragoza desde que su madre murió en 1998. Y no tenía pensado volver. Al final de esa temporada me ofrecieron un empleo en Madrid, y aunque el sueldo era menor, Raquel presiono mucho para volver. La entendí, en el fondo yo también quería.

Ya en Madrid he hecho mi vida. Tengo contacto con Carlos cada fin de semana, cuando nos mandamos mensajes por Whatsapp para celebrar goles o reírnos de una nueva derrota. Raquel recuerda con cariño esa relación, pero le parece obvio que se marchite. Cada jornada veo el partido con Raquel. Creo que eso me acerca a Carlos. A mi futura mujer no le hace gracia el fútbol, pero yo consigo decir cualquier excusa para ver el encuentro. Hace poco me hizo una pregunta que me descolocó y no supe muy bien que contestar. Me pregunto si de verdad me gustaba el fútbol. De primeras conteste que sí, pero yo fui el primer sorprendido por una contestación que atisbaba más duda que convicción. Así que para salir del bache le dije lo que un día me dijo Carlos.

“A mi no me gusta el fútbol, me gusta el Zaragoza. Yo sólo veo al Zaragoza y algún partido muy importante. Y no disfruto viendo fútbol porque llevamos unos años en los que no podemos decir que disfrutemos. Pero cada día que juega tengo que bajar aquí y ver el partido. Lo necesito, se ha convertido en una rutina que no puedo saltar. Y si no estoy aquí hago lo que sea por poder verlo”

Eso me pasaba mí. No sé si eso es pasión, amor a unos colores o que carajo es. Sólo sé que aunque esté de fin de semana en una casa rural tengo que saber como va mi equipo. Sé que cuando veo a mi equipo no necesito jugarme dinero para sentir algo, supongo que miedo o alegría, ya que los nervios están ahí de serie. Puedo perder diez euros en una apuesta. Pero si pierde el Zaragoza pierdo más. Carlos veía el Zaragoza para recordar ese tramo de su vida en la que se sintió vivo, o quizá para no sentirse muerto.

Ahora tengo 35 años, estoy casado y espero un hijo o hija, que será del Zaragoza, aunque no le guste el fútbol. Total, creo que no me gusta ni a mí, a mi me gusta mi equipo. Soy de mi equipo. Soy del Real Zaragoza.