La conciencia

Por Fernando Agustín Bonaga

Carlos estaba escondido y asustado. Sus sienes retumbaban rítmicamente por el esfuerzo y la ansiedad. Sentía el olor acre del miedo; de su propio miedo. Ya no los veía, pero sabía que seguían por ahí, implacables, buscándolo.

Entonces recordó la entrevista que había mantenido hace unas semanas con Diego, en la cafetería del Edificio I+D del Campus Río Ebro. Se conocían desde el colegio. Carlos siempre fue un muchacho optimista y confiado, pero a la vez de una inteligencia insultante, como demostración empírica de que ambas cosas son compatibles. Carlos era menos brillante y más receloso. Después del colegio sus caminos se separaron. Diego se había convertido en un laureado ingeniero, máster en informática y realidad virtual. Carlos se había graduado en periodismo y trabajaba en la sección de deportes de un medio local, encargado de cubrir la información diaria del Real Zaragoza.

No se veían desde hacía años; pero, cuando llegó el momento, Carlos supo que Diego era su única opción. Le participó sus suspicacias sobre ciertos comentarios aislados de algunos jugadores y sobre la inusitada actividad de los operarios del club en la zona sur de la Romareda, cerca del videomarcador.

Y Diego había respondido a sus expectativas con creces:

-Aprovechando que ahora estamos inmersos en un proyecto sobre detección de electromagnetismo mediante drones, he realizado algunas comprobaciones. Sobre la Romareda hay una sorprendente y elevada circulación de ondas de espectro similar al de las ondas gamma, que se hace especialmente intensa en los días de partido. La fuente parece estar en uno de los extremos del estadio. Perdona, debería haber comenzado por explicar que las ondas gamma son una clase de ondas eléctricas cerebrales. Son las de circulación más rápida y las responsables de nuestras percepciones. En este caso se trataría de ondas creadas artificialmente y emitidas de forma masiva.

-¿Cómo si alguien quisiera provocar en otros percepciones irreales? -quiso saber Carlos-.

-¿Qué es real y qué no lo es? -filosofó Diego con cierta displicencia-. Mira, yo me dedico a la realidad virtual, que es una percepción creada por ordenador, pero que sentimos como real, porque llega a nuestros sentidos a través de dispositivos sensoriales, como un guante o unas gafas.

-Diego, tú eres zaragocista desde niño -dijo Carlos tras dar un largo sorbo a su café-. Seguramente es la menos racional de las cosas irracionales que hay en tu científica vida. Pero lo eres; como lo soy yo. Y bueno, te supongo al tanto de la deriva del club en la última década. Un constructor de aparente gran solvencia económica y bien relacionado se hace con la propiedad y, durante su gestión, la deuda se multiplica y los fondos propios desaparecen de los balances, hasta resultar inviable la supervivencia del club.

-Ya -atajó Diego-, pero nos ha salvado el Séptimo de Caballería, en forma de gran empresario mundial de las telecomunicaciones, al frente de otras personalidades locales.

-¿Y qué ha cambiado? ¿El perro o el collar? -repuso escéptico Carlos-. Recuerda la fotografía en la prensa: todos sonrientes con ocasión de la “venta” del club por el precio de un triste euro. Tenemos aún personas en cargos ejecutivos de relevancia, heredados de la etapa anterior. A veces pienso que todo es sólo un cambio de estrategia.

-Eres un paranoico.

-¿Podría estar alguien sugiriendo la percepción de una realidad virtual a los zaragocistas? Una realidad edulcorada que ocultase la situación terminal de la institución. Algo así como crear una especie de “videojuego” sobre el Real Zaragoza y sumergir en él a la masa, bombardeándola con ondas similares a las que genera el cerebro, para estimularlo y conseguir que actúe como un dispositivo de realidad virtual, replicando esas sensaciones mediante verdaderas ondas gamma.

-La realidad virtual está muy avanzada; no sólo en los videojuegos, sino también en defensa o medicina. Pero, que se sepa, nadie ha hecho algo como lo que sugieres. Y además, lo que vemos en el césped y en el bar coincide. Esas falsas ondas ¿también viajarían por la televisión?

-Reconocerás llamativo el hecho de que una de las empresas dirigidas por el gran salvador del club sea la propietaria única de los derechos audiovisuales de la Liga, de modo que los otros medios no pueden obtener otras imágenes que las captadas, tratadas y difundidas en exclusiva por ella.

-¿Y de verdad crees que nadie se daría cuenta de una manipulación como ésa? ¿Qué me dices de las instituciones y estamentos futbolísticos? ¿Y de los árbitros? ¿Y los jugadores?

-Bueno, a los próceres de Madrid no les importamos casi nada; y seguro que mantienen buenas relaciones con los grandes benefactores del club. ¿No te has fijado en cómo estamos recuperando nuestra buena prensa? Hasta ese pleito artificial y endorreico sobre el partido del Levante se está diluyendo por sí mismo, inconsistente por la ausencia de prueba alguna. En cuanto a los árbitros, cuando pitan en la Romareda sólo les importa aparentar que no se amedrentan en un campo grande. Aquí siempre la arman, porque se sienten impunes; y les da igual que la impunidad se deba a la educación del público o a otras causas. Los futbolistas seguro que algo saben, pero miran para otro lado. Están aquí de paso, sólo para ganarse la vida y no tienen demasiado compromiso ni arraigo. Hemos tenido jugadores de todos los países. Y últimamente los contratos son brevísimos; ya los hacemos incluso semestrales. Los canteranos sí que están comprometidos, pero ya se encarga el club de irles enseñando la puerta. Verás cuánto duran Vallejo y Gil. Y lo mismo respecto de los entrenadores. El último aragonés que tuvimos les duró sólo unos meses a los nuevos gestores.

-Admitamos que tu hipótesis sea cierta. Alguien está creando un escenario de realidad virtual para ocultarnos que el Real Zaragoza está agonizando y va a desaparecer. Pero, ¿con qué objeto?

-Pues mira, sólo hay un proyecto en el que los nuevos gestores hayan coincidido con el anterior: la construcción del nuevo campo. Es un negocio millonario y seguro; pero inviable si el club estuviese en trance de desaparecer y no hubiese público para llenarlo. De ahí la conveniencia de crear una realidad virtual y controlar los medios de comunicación. Hay que convencer a los aficionados de que se está produciendo una reacción deportiva que los galvanice. Y tampoco va mal  exagerar la percepción del mal estado del campo. ¿De verdad crees que personas mínimamente responsables mantendrían abierta una instalación pública en situación de ruina funcional?

-Pero, ¿y los políticos estarían permitiendo todo este montaje?

-Mira Diego, los políticos viven su propia realidad virtual. Unos pasan del fútbol; otros son  demasiado receptivos a los intereses de la oligarquía; y en cuanto a los demás… Un político sólo se mueve por la búsqueda de votos, que es lo que le permite perpetuarse como tal. Apoyaría cualquier iniciativa con respaldo social masivo.

-Entonces -inquirió Diego, sombrío-, según tú ¿el club desaparece?

-Dalo por hecho. La deuda es brutal y la refundación es el desenlace más probable. Eso explica el fortalecimiento institucional del Club Deportivo Ebro, que está llamado a ocupar la posición de primer club de la ciudad y a sacar de su orfandad a la futura y flamante infraestructura deportiva.

-Bueno, si bien lo miras, tampoco sería la peor alternativa. Seguiríamos teniendo fútbol de élite,  disfrutaríamos de un campo nuevo y la institución gozaría del sólido apoyo de potentados locales bien considerados en Madrid. Y en cuanto a los acreedores burlados por la refundación…, miro el listado concursal y la verdad es que varios de ellos no me dan precisamente pena.

Carlos pensó que habíamos retrocedido a la época del despotismo ilustrado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Y que mientras tanto las élites, como siempre, a lo suyo.

Lo que pasó en los días siguientes se antoja ahora una historia lejana. Según decía Diego, toda radiofrecuencia puede ser interrumpida por un emisor de frecuencia mayor. Y sobre la base de este principio, el joven ingeniero se aplicó a la fabricación de sendos inhibidores que instaló en su teléfono móvil y en el de su amigo. El siguiente día de partido, ambos acudieron a la Romareda y los activaron, ya mediada la primera parte.

Tras unos segundos de abotargada confusión, Carlos quedó estupefacto. Los escudos zaragocistas que ambientaban el campo le quedaban lejanos y a contraluz; pero distinguió en su centro el escuálido felino emblemático de la etapa anterior, en lugar del fiero león rampante. El estadio tampoco parecía tan sucio y deteriorado. En contraste, el juego del equipo era patético; aunque el público parecía jalearlo y aplaudirlo. Un remate a puerta tan desviado que se perdía fuera de banda, era seguido de un “uy” colectivo, emocionado y sostenido. Los malos modos hacia el rival no eran recibidos por el respetable de manera diferente a la devolución de un balón previamente cedido por el contrario u otro lance de elegancia deportiva. En contraste con la alienación de los espectadores, los jugadores, los árbitros y los empleados de seguridad se comportaban de forma más lúcida, como si también tuvieran inhibidores. “Seguridad”. Fue al pensar en esta palabra cuando Carlos cayó en la cuenta de que iban a venir por ellos. Dos tipos estupefactos, que miraban alternativamente al campo y a la grada, y que no seguían las reacciones de la masa, no iban a pasar inadvertidos para las cámaras de vigilancia.

Cuando los vio acercarse, decidió que ambos debían separarse y confundirse con la multitud. Justo en ese momento el árbitro pitó el final de la primera parte y los pasillos, escaleras y vomitorios se atestaron de gente, favoreciendo su propósito. Carlos trató de pasar inadvertido entre una turbamulta sedienta que se precipitaba hacia el bar.

Al poco rato vio pasar a Diego rodeado por personal de seguridad. Distinguió una sombra de sangre bajo su nariz. Pobre ingenuo. Hace unos minutos, sobrecogido por lo que acababan de descubrir, le había propuesto terminar con el experimento y explicárselo todo a los responsables del club. Debía creerse el quinceañero virtuoso de la informática que, después de haber conseguido quebrantar la seguridad de los datos del Pentágono, ve con alivio cómo su travesura queda zanjada con una simple reprimenda y un implícito reconocimiento a su pericia.

El fugitivo tuvo de pronto una idea, y decidió alejarse de inmediato.

La cubierta de la vieja Romareda estaba formada por chapas medio sueltas que crujían bajo el fuerte cierzo desatado a la caída del sol. Carlos avanzaba con dificultad sobre ella a lo largo del lado oriental del estadio, junto a los mástiles sobre los que en otro tiempo ondeaban ordenadas las banderas de los equipos en competición. Se desplazaba despacio hacia el videomarcador del fondo sur, como si no le importase que sus perseguidores le alcanzasen. En ese momento aparecieron en la cubierta, tras sus pasos. Eran varios. Cuando los tuvo cerca, quiso avivar su marcha, pero se paró desalentado al comprobar que su jefe les ordenaba detenerse. Sin duda había comprendido la intención de Carlos: si la fuente de la emisión estaba en el videomarcador, la concentración de  inhibidores individuales en ese punto, la interrumpiría, liberando al público de su alienación.

De repente, una violenta voleada de viento levantó la chapa que pisaba el jefe y lo precipitó a la calle. Repuestos de la sorpresa, los demás miraron con odio renovado a Carlos y reanudaron la persecución.

Pero aquella muerte ajena e inesperada le había aturdido. ¿Y si todo fuese una de sus paranoias? Las ondas podrían proceder de los sofisticados equipos del gran hospital aledaño; y los  actuales gestores podrían ser los desinteresados salvadores del club. Acababa de presenciar un accidente mortal, ¿por qué no iba a ser cierto que el estadio estaba viejo y ruinoso? Tal vez la gente se mostraba pasiva y desconectada del partido porque se había acostumbrado al mal fútbol y los pésimos arbitrajes. Era posible que la sombra en el rostro de Diego no fuese sangre. Y que sus actuales perseguidores sólo quisieran llevarlo a un lugar seguro.

¿Y si, en definitiva, estuviese loco?

Le habían arrinconado junto al videomarcador. En ese momento sintió que el suelo cedía. Sus pies perdieron el sustento y notó en la boca del estómago la sensación de precipitarse al vacío. Al comenzar la caída sobre las gradas del fondo sur, escuchó un sordo rumor de estupefacción. La  masa tenía conciencia.