Pelotuda vida

Por Emilio Gil Moya

Gabriel apoyó lentamente el tenedor sobre el plato y, abstrayéndose del resto de la conversación, repasó mentalmente aquellas largas caminatas por Avenida Belgrano, el frío calándose hasta los huesos y esa ilusión desmedida de tantos y tantos pibes cuyo único tren para escapar de la mediocridad pasaba por aquellos inhóspitos y desangelados descampados que se convertían, tres veces a la semana, en idealizadas “bomboneras”. Miraba sin ver a su hija y a su nieto mientras se agolpaban en su mente recuerdos de su llegada a Villa Dominico, una pequeña localidad en el Departamento de Avellaneda, al sur del Gran Buenos Aires. La ayuda de su gran amigo Marcelo y la necesidad de mano de obra barata tuvieron la culpa. Desde entonces habían pasado más de cincuenta años, tiempo suficiente para echar raíces y convertirse en un argentino más. Aquel “gallego” joven que había llegado huyendo de las consecuencias de una cruel guerra civil, rápido encontró acomodo entre los brazos y las sábanas de Estela, una imponente mina de mirada profunda que le cautivó, y que rápidamente le ayudó a olvidarse de todo lo que había dejado atrás. O de casi todo.

– Hijo, ¿en serio te ofrecieron eso? Fijáte bien que andan por acá muchos chamuyeros en busca de plata fácil. ¿Recordás lo que le pasó al “flaco”? Andáte con ojo y no te hagás grandes ilusiones.
– Quedáte tranquila mamá. Vos conocés a Fernando como yo. Era el mejor amigo de papá y jamás nos engañaría. Él fue el que colocó en Italia al “pupi” Zanetti y fijáte como le fue. Anda triunfando en Milán y su mamá logró mudarse a Recoleta con la plata que le envió.
– ¿Y dónde decís que te ofreció? – terció Gabriel saliendo de sus pensamientos.
– Y… me dijo que recibió una llamada de Europa, pero por ahí, con los nervios, me olvidé preguntarle. Seguro que es alguno de los punteros, conociendo los contactos de Fernando. ¿Te imaginás a tu nieto en el Milán, el Real Madrid o el Barcelona?
La tarde transcurrió todo lo tranquila que pudo en aquella humilde vivienda de Villa Dominico, una planta baja a cuatro cuadras del club Morón, donde Gabriel y su esposa habían criado a sus cinco hijos. La vida había dado muchas vueltas y tras la muerte de Estela y la marcha de los cuatro mayores, Gabriel trataba de sobrevivir a los recuerdos en aquella casa, junto con su pequeña Lucía y su nieto Alberto. Ese al que tantas y tantas veces había acompañado a los entrenos, ese que pareció desbocarse cuando por fin pudo debutar con el Club Deportivo Morón, el equipo del barrio. Ese pibe vivaracho que poco después dio el salto al Racing de Avellaneda, justo el mismo año del accidente de su papá. Gabriel se acomodó en la mecedora y recordó toda su vida en Argentina hasta llegar a aquella misma tarde en la que su nieto anunció que tenía una oferta para jugar en Europa. Sin embargo, el puro nombre del viejo continente le provocó unas punzadas en el estómago. Quién sabe, igual ni siquiera….
– Viejita, ¿me acercas a la cancha? Hoy el míster nos citó de mañana y después acordé encontrarme con Fernando en el boliche. ¿Qué preferís vos, Barcelona, Madrid, Milán…? Capaz que el abuelo apostó por su Real Zaragoza.
– Ni lo soñés pendejo – contestó Gabriel con aire tenso- Por ahí el Madrid hizo una oferta macanuda y andás a pelotear con los mejores de Europa. El Zaragoza estuvo bien, pero ahora tenés que aspirar a más.
Gabriel dijo esas últimas palabras con la mirada perdida, aun sabiendo que su mayor ilusión era que su nieto jugase en su Real Zaragoza del alma. Pero…
– Hijo, a mí me da igual la remera que te pongás. Solo quiero que disfrutés, que vivás feliz y que te acordés un poquito de esta vieja que llorará cada día tu marcha.

Gabriel corrió las cortinas y los vio alejarse vereda abajo. Lentamente se dirigió a la cocina, agarró el cazo con las dos manos y con grandes dificultades vertió un poco de agua hirviendo en el desgastado mate de calabaza. Buscó la bombilla en el cajón de la mesa y se sentó en la silla de anea que había arreglado años atrás, antes de que aquella maldita enfermedad le impidiera controlar sus movimientos. Observó con la mirada perdida el agua derramada sobre los cuadros rojos del hule, y dando un sorbo profundo al primer mate del día, su cabeza se fue a los secos rastrojos de La Marcuera, allá en su Farasdués natal. Por su mente atronaron los gritos de Gaspar corriendo por aquellos eriales: ¡vete Gabriel, han llegado al pueblo y os van a matar. Huye! Los cuadros del hule le devolvieron su imagen corriendo despavorido mientras veía con los ojos enrasados la torre de la iglesia, cada vez más pequeña, y sentía como parte de su cuerpo se quedaba allí perdida para siempre…

Gabriel pasó aquella tarde en el porche bebiendo mate, mientras esperaba nervioso y preocupado el regreso de su nieto. El movimiento alterno y acompasado de la vieja mecedora le llevó al sur de Francia, al campo de concentración de Gurs. Un nudo en el estómago le recordó días de hambre, miedo y dolor hasta que se embarcó en el Winnipeg en el puerto de Paulillac. El vaivén de la mecedora surcando las aguas le transportó a aquella tarde gris del 2 de septiembre de 1939 cuando, tras 30 días de dura travesía, desembarcó en el puerto de Valparaiso. Y de allí en tren hacia Argentina, tierra que habría de ser su patria, su hogar y su familia. Su familia….

El ruido de la puerta y los gritos de euforia de su nieto lo devolvieron a la realidad.

– Abuelo, no te lo vas a creer. ¡El Real Zaragoza! Firmé por tres temporadas y me mandaron ya el pasaje. El nuevo míster, creo que se llama Antic, insistió en que debía incorporarme de inmediato a la pretemporada. Fernando me dijo que están armando un grandísimo equipo con chance para peliar por el campeonato! Por ahí no son muy famosos pero hay varios pibitos que pelotean bárbaro; Pardeza, Higuera, Señor,… ¡Que decís! Fíjate que voy a jugar en la misma cancha en la que triunfó Juan Alberto Barbas, “el pulmón de la albiceleste” ¿te acordás? Europa, abuelo. España. Y Zaragoza. ¿Podes pedir algo más?
– Bárbaro¡. Sós un tipo macanudo y seguro que triunfás – dijo el abuelo con falsa alegría.
– Y a vos ¿qué mosca le picó ahora? – Lucía, con ese aire de quién no se percata de las conversaciones pero a la que nada se le escapa, miró con extrañeza al abuelo. Y detectó en los ojos de su padre aquella huella de tristeza que ella recordaba de cuando niña.
– ¿No le parece suficiente el equipo de su tierra? Por ahí hubiera preferido el Real Madrid o que el chico se hubiera tenido que ir a Inglaterra a peliar con ese idioma que solo entienden ellos.
– No, no es eso, hija. Solo que…
– Acá la mamá, que tendría que ser la más enojada porque se va el hijo de mi vida, me estoy muriendo por dentro mientras le digo que adelante, que es la oportunidad de su vida de salir de este pelotudo país, de olvidarse de una vez por todas de milicos, corralitos y corrupción. Y vos con cara de res en el matadero. No lo permitiré, no dejaré que nada ni nadie le amargue este momento a Alberto. Así que, o cambiás la cara o te largás vereda abajo, te tomás un matecito con tu amigo “el tuerto”, y regresás con la mente y la cara «escoscadas» ¿es así la palabra aragonesa que me enseñaste? Pues andáte.

La semana transcurrió con ese nerviosismo propio de los grandes cambios. Las valijas sobre la cama, el teléfono sonando sin parar, el barrio entero por las alcobas, abrazos, mate, cervezas,…. Y finalmente el colectivo hasta Ezeiza. Despedida llena de lágrimas y pancartas de los pibes de Racing. “Real Zaragoza, te llevás al Pibito de Morón. Acertaste”. Abrazo largo y lloroso de la madre, mientras Gabriel se seca las lágrimas con disimulo.

– ¡Mamá, abuelo! – gritó Alberto desde el control de seguridad – el día jueves es la presentación oficial. Capaz que lo podés ver en las noticias acá. Besos, os quiero. Llamaré cuando pueda.

El jueves Lucía regresó temprano a la casa, preparó unos sándwiches y los llevó a la mesa. Buscó con nerviosismo el mando a distancia del televisor – el abuelo tenía la costumbre de enterrarlo entre los cojines del sofá – y se sentó.

– ¡Papá, vení que empiezan las noticias¡ –gritó mientras recogía con la mano las migas sobre el hule de cuadros rojos. En la pantalla “Telenueve”, el noticiario de mayor audiencia, apreciado por la importante dedicación al deporte nacional.
– “…. Nuestro corresponsal en España nos informa de la presentación oficial de Jorge Alberto Garcés como nuevo jugador del Real Zaragoza. Se trata de uno de los grandes clubes de la liga española en el que ya jugaron grandes compatriotas como Valdano, Trobianni, Barbas o “el Búfalo” Crespín”.

De repente el corazón de Gabriel dejó de bombear. Aquella pantalla estaba mostrando a su nieto, feliz besando el escudo del Real Zaragoza, junto a una preciosa joven que hablaba a las cámaras mientras su nombre y cargo aparecían en la pantalla: Ana Garcés: Jefe de Prensa del Real Zaragoza. Pero Gabriel ya no leía ni oía. Su mirada y sus pensamientos se habían clavado en aquellos ojos negros, en aquellos rasgos bien definidos que….

– Papá ¿te fijaste en esa mina?– dijo Lucía sin quitar ojo de la pantalla – El mismo apellido que nosotros. Por ahí es un apellido común en España.

La noche fue larga, muy larga. Por la cabeza de Gabriel pasó toda una vida. Afloraron remordimientos de antaño, casi olvidados, mientras trataba de convencerse de lo imposible. Pero fue en vano.

El mate de la mañana le supo amargo a Gabriel. Se sentó en la mecedora pero no consiguió un movimiento acompasado. Diríase que sus pensamientos empujaban en contra de su cuerpo. Al mediodía fue a la cocina, preparó la mesa para el almuerzo y se sentó a esperar a su hija. Mientras cortaba rebanadas de pan oyó sus pasos por el corredor y el manojo de llaves acercarse a la cerradura.

– Hola papá, ¿cómo andás?- dijo mientras se sentaba – apuráte que tengo que regresar al laburo. Por ahí al jefe se le ocurrió hoy, precisamente hoy…

La frase quedó interrumpida por el timbre ruidoso del teléfono. Lucía miró a su padre con gesto interrogador y, mientras se limpiaba los labios con la servilleta, se levantó intrigada hacia el teléfono.

Gabriel permaneció sentado, con los codos apoyados en los cuadros del hule y la mirada perdida, nerviosa.

– ¡Hijo! ¿Sucede algo? ¿Va todo bien? Pero…. ¿por qué llamás ahora? Si, ayer lo vimos. Estuviste macanudo. Acá todo el barrio habla de ti. Estoy orgullosa, hijo. Si, decime…. Claro, si, la ví,….. ¿Qué?

Lucía giró de repente la cabeza hacia su padre, la boca entreabierta y sin fuerzas para retener el auricular, que se balaceaba entre el mueble y sus temblorosas piernas.

Gabriel, con los codos apoyados en el hule de cuadros rojos, se sujetó la cabeza con ambas manos y con lágrimas en los ojos, musitó: ¡Pelotuda vida!