Relatos para pensar

Por Miguel Ángel Santolaria

Tengo que confesar que entre mis muchas manías, está la de ser un acérrimo aficionado del Real Zaragoza. El asunto viene de hace muchos años, más de cincuenta, mi número de socio es el 259, aunque cuando los clubes se transformaron en sociedades anónimas deportivas, me cambiaron el honor de ser socio por el de simple abonado. Un amigo en una ocasión, me preguntó: ¿Pero como te puede gustar el fútbol? Mi respuesta fue bastante razonable: “Algún defecto hay que tener”.

Yo no pretendo, en este artículo, hablar de mi pasión y delirio futbolero. Quiero generalizar y expresar mi admiración por la gran afición que en la actualidad y desde hace ya mucho tiempo tiene nuestro Real Zaragoza. Lamentablemente, en los últimos años, por circunstancias adversas, que están en el ánimo de todos y que ni siquiera quiero nombrar, porque me deprimo profundamente, los acérrimos a nuestro equipo hemos sufrido profundamente.  Quizás, uno de los últimos  grandes momentos de gloria y de disfrute que tuvimos fue, el 10 de mayo de 1995, cuando en el Estadio de “Los Príncipes” de París, nos proclamamos campeones de la Recopa de Europa, con aquel mítico gol de Nayim. A partir de entonces, el declive fue paulatino, siendo, en los últimos  ocho años, las penurias futbolísticas padecidas tales, que rayaron muy cerca del martirio masoquista. Pero esta gran afición siempre estuvo allí, al pie del cañón, como se dice vulgarmente. Como paradigma, quiero citar aquellos dos desplazamientos masivos de gente, que nunca se habían producido en la historia del balón pié, a Valencia y a Getafe, para salvar, en el último partido de liga, al Real Zaragoza de descender a segunda división, hecho que, lamentablemente, se produjo en años siguientes. Pusimos de moda  el epíteto “SÍ SE PUEDE”, que luego fue copiado y plagiado por otros públicos de otros sitios.

Pero no siempre la afición zaragocista estuvo con sus colores de forma tan significativa. En otros tiempos, además coincidiendo con mis años de juventud, los aficionados éramos muy pocos y  en cambio, se daba la paradoja de que el equipo de Real Zaragoza era uno de los grandes de España e incluso de Europa. Naturalmente que me remonto a la época de los denominados “CINCO MAGNÍFICOS”.

En un ejercicio de rememoración gozosa, les quiero contar unos hechos sucedidos el 29 de mayo de 1966. Aquel año tiene para mí muy gratos recuerdos, porque fue  en el que conocí a la que hoy es mi esposa; yo estaba en plena juventud (19 años recién cumplidos). Después de haber eliminado en la semifinal, nada menos que al Barcelona, nuestro Real Zaragoza jugó la final de la entonces Copa del Generalísimo, contra el Atlético de Bilbao, de los Iribar, Aguirre, Rojo, etc.  Era la cuarta vez que el equipo disputaba la final de esta competición y sólo había ganado una. Pero vamos con todos los pormenores  de la historia.

Junto a un amigo y compañero, José Luis Domínguez, ya fallecido, gran aficionado también, sacamos los billetes de autobús y las entradas para el Estadio “Santiago Bernabeu” de Madrid, lugar y ciudad donde fue el acontecimiento, en la Agencia “Viajes Vincit”. Nos desplazamos el día anterior (sábado) y tengo que confesar que el vehículo iba lleno de fervientes aficionados. Llevábamos hasta una fervorosa pancarta, cuya fotografía reproduzco, pues fue publicada en el semanario deportivo “Zaragoza Deportiva”. Nos alojamos, mi amigo y yo, en una pensión de la calle Espoz y Mina, que estaba muy cerca de la Puerta del Sol, su nombre era “Pensión Alonso”. Después de cenar, salimos a dar una vuelta por Madrid a divertirnos un poco, pero la salida resultó muy penosa. Madrid  había sido prácticamente asaltada por aficionados del Atlético de Bilbao. Estábamos rodeados de vascos por todas partes, no se veía a nadie de Zaragoza; recuerdo que todos llevaban unas boinas con los colores de su equipo y tomaron bares y cafeterías.  Ante el aluvión rojiblanco, aborrecidos y desorientados regresamos a la pensión. Para que se hagan una idea del hecho, en el citado semanario se publicó que los aficionados vascos desplazados a Madrid fueron 50000 y los maños 3000. Apreciaran que la diferencia de cifras de ambas aficiones fue desesperanzadora. Pero continúo con mi relato evocador.

Al día siguiente, por la mañana, buscamos a nuestros compañeros de autobús  (unos cuarenta), desplegamos la pancarta y quisimos hacernos notar por las calles de Madrid. Pero hasta en eso tuvimos mala suerte. Resulta que esa mañana se celebraba en la capital del reino, el llamado entonces “Desfile de la victoria” y recuerdo que se nos acercaron unos “grises” que nos hicieron plegar la pancarta y nos conminaron a que nos calláramos en nuestros gritos de apoyo al equipo. Uno de ellos, de muy mala cara y con un poblado  bigote, espetó: “A callar y dispersaros, esos gritos para esta tarde en el campo”.

En un restaurante madrileño, tengo que reconocer que comimos muy bien, pero, en la sobremesa, en los bares volvimos a sufrir; volvió a rodearnos el aluvión vasco. En una cafetería de la Gran vía un aficionado bilbaíno, con un “cubata” en la mano, dirigiéndose a mí y sintiéndose “versolari” me dijo: “Marcelino no beberá en la copa vino”. Yo, más ingenioso que él, le contesté: “Seguro que no, beberá champán”.  Afortunadamente acerté.

Por la tarde, a la hora del partido, todo fue diferente, había llegado el momento de disfrutar. “Chamartín”, naturalmente estaba sembrado de color rojiblanco, pero al césped, junto a los jugadores del Atlético de Bilbao, saltaron once héroes con camiseta blanca y pantalón azul; con letras mayúsculas, yo quisiera que fueran de color dorado, reproduzco sus nombres: YARZA, IRUSQUIETA, SANTAMARÍA, REIJA, PAÍS, VIOLETA, CANARIO, SANTOS, MARCELINO. VILLA Y LAPETRA. Comenzó el encuentro, los vascos fueron borrados del terreno de juego,  allí si que sólo se veían camisetas blancas. Se ganó por dos a cero, con goles de Villa y de Lapetra. Corto resultado para los merecimientos de ambos equipos, pero es que los bilbaínos tenían al portero de la Selección Nacional de España, al mítico Iribar, que realizó paradas inverosímiles. Parecía  que los que habían ganado eran los de Bilbao; en gran numero, se lanzaron al campo y pasearon a hombros al “Chopo”, mientras cantaban el estribillo: “Como Iribar, no hay ninguno. Iribar, Iribar, es cojonudo. Como Iribar no hay ninguno”.

Pero llegó el momento de la apoteosis. El mítico Yarza, capitán del Real Zaragoza, subió al palco presidencial  del “Santiago Bernabeu” y de manos de Franco, recogió la copa tan merecidamente ganada. Ya no se oían los gritos de los vascos, los pocos aficionados zaragocistas que allí estábamos, en ese momento de gloria, con lágrimas en los ojos y expresión de alegría y también de rabia contenida gritamos enfervorizados: “Aúpa, aúpa el Real Zaragoza”. El viaje de regreso a Zaragoza, en el autobús, fue inenarrable. Nos olvidamos de las penurias sucedidas en Madrid, las horas anteriores al partido, y resultó un viaje memorable.

Este nostálgico relato de un viejo aficionado zaragocista, que sigue sintiendo los colores de su equipo con el mismo fervor o más que hace más de cincuenta años, es un homenaje a la actual gran afición del Real Zaragoza, que en los años más difíciles de la trayectoria del equipo ha sabido estar a la altura. Desafortunadamente, en otra época anterior, a pesar de tener un gran equipo, no era así y éramos pocos los buenos aficionados.  Quiero realizar un canto a la esperanza y estoy seguro que muy pronto “LA GRAN AFICIÓN ZARAGOCISTA ACTUAL” volverá a vibrar y a disfrutar con su equipo como yo hice aquella tarde memorable que he relatado con nostalgia.  También va mi recuerdo emocionado a aquellos jugadores míticos que fueron “LOS MAGNÍFICOS”. “AÚPA EL ZARAGOZA, SIEMPRE”