Acordanza

Por Emilio Gil Moya

Para Joaquín, ir con su nieto a La Romareda era uno de los mayores placeres que podía experimentar. Lamentablemente, esas ocasiones no se prodigaban demasiado ya que, desde que su hija y su yerno habían tenido que marcharse a vivir a Barcelona, resultaba difícil que coincidieran sus visitas con alguno de los partidos de casa. Y luego estaba la manía de su yerno de irse pronto los domingos.

– ¡No sé qué prisa tienes; paice que te encorre alguien! – le decía Joaquín -. Era evidente que la razón no era el tiempo, sino su absoluto desprecio por el Real Zaragoza, al que su yerno consideraba un equipo sin importancia.

Aquel fin de semana, sin embargo, la suerte estaba de su lado. El lunes era festivo y el partido contra el Sevilla era el domingo por la tarde, así que el mismo día que su hija había llamado diciéndoles que tenían intención de ir a Zaragoza, Joaquín salió de casa sin decir nada y subió de propio a La Romareda a comprar dos buenas entradas para el partido. Se había gastado muchas perras pero estaba contento. Lo que no pudo evitar – “aguantaré el chaparrazo como sea”, pensó- fueron los gritos de su mujer.

– ¿Te has bebido el juicio, o qué? ¿No conoces a tu yerno? Sabes que no le gusta que lleves al crio al futbol. Pero tú, vuelta la burra al trigo; aguarte que se entere y verás cómo te espanzorra – Carmen estaba fura de verdad – ¡Tira a por el pan y sube a escape!

Joaquín, no obstante, tenía otro objetivo que no comentaba con nadie. Hacía ya un tiempo que había detectado en su nieto una afición creciente por el Barcelona. “Supongo que será normal” -se intentaba auto convencer-; el zagal vive en Barcelona, el equipo lo gana todo, tienen al mejor jugador del mundo y seguro que allí no oye nada del Zaragoza. Pero me da igual, mi nieto ha de ser del Zaragoza, no faltaría otro.

La tarde de domingo invitaba a pasear. Abuelo y nieto caminaban tranquilamente de la mano por el Paseo de la Constitución. Joaquín llevaba su bufanda anudada al cuello y lucía sus colores con orgullo ante su nieto.

– ¿Quieres la bufanda “Lu”? – que escurrimiento clavarle ese nombre al chico. Porque, ¿tú eres del Zaragoza como tu abuelo, verdad? – la pregunta fue directa, casi como dando por hecha la respuesta.

– No yayo, que hace calor – el zagal no gosaba decirle a su abuelo que el no era del Zaragoza – Y me llamo Lluc, L-L-U-C – dijo deletreando perfectamente su nombre.

El chico le soltó la mano con la excusa de buscar algo en el bolsillo y, con todo el cariño del mundo, continuó.

– A mí me gusta mucho el Zaragoza, yayo, como a ti. Y me gusta que gane. Pero yo soy del Barça. Todos mis amigos son del Barça, ¿Y sabes qué? A veces en el cole les digo que me gusta el Zaragoza y no saben ni qué jugadores tiene, ni de que color es la camiseta. Y alguno se me ríe… Se quedó un momento pensativo y de repente se volvió hacia su abuelo. ¿Y tú por qué eres del Zaragoza, yayo, si nunca gana la liga ni gana nada?

Joaquín escuchó la explicación de su nieto. Veía en sus ojos el deseo de ser del Zaragoza por complacerle, pero eso no era suficiente. Así que pasó revista a todos aquellos argumentos que tantas y tantas veces había preparado y se dejó llevar por su pasión.

– Mira Lu – dijo pronunciando el nombre de la mejor manera que supo.

El crío lo miró con ternura pero no dijo nada.

– Quiero contarte algo – continuó con tono firme -Lo primero que tienes que saber es que tus amigos de la escuela son unos jautos y unos sinsustancia. Y además no entienden de fútbol. ¿Cómo es posible que no tengan ni idea del Real Zaragoza ni de lo que hemos sido en el fútbol? Les puedes decir de mi parte que hubo épocas en la que los grandes equipos de ahora parecían cagamandurrias a nuestro lado. Que no había árbitro que gosara equivocarse en contra nuestra, y no como ahora que nos la clavan siempre que pueden – ¡y no alientes que te espiazan a multas! ; diles también que andábamos por todos los campos de Europa más pinchos que Briján, y que no se nos escañaba ningún equipo en ningún campo de España. Les puedes decir también -Lluc a esas alturas tenía una expresión mezcla entre estupor y preocupación – que no vale cualquier pelanas para llevar el león en el pecho. Que aquí no caben ababoles que se estozolan nada más ver el balón; fillesnos que se los lleva el cierzo en la primera volada; o malchandros que no arrean aunque les empentes por la forcacha del culo. Nuestros jugadores han sido siempre unos gachos bien escoscaos, con buena percha y mejor talante. Los hemos tenido somardones que parecía que hablaban con los rivales mientras los dejaban sentados tras los regates; pequeñicos, rabosos y más agudos que los ratones colorados, que aprovechaban cados increíbles para marcar goles de ensueño; los ha habido también impecables y pulidos como astralicas de mano, capaces de cortar limpiamente los más duros ataques rivales y, en la jugada siguiente, marcar golazos de falta directa tan increíbles que algunos porteros aún andan buscando los balones entre las redes. Hemos tenido jugadores elegantes, y pinchos, muy pinchos. Como aquel que le gustaba usar – así lo contaba el- el verbo «aibar».

– ¿Qué? – yayo, ese verbo no existe. En la escuela no lo usa nadie.

– Ya te he dicho que son unos jautos esos de tu escuela. ¡claro que existe ese verbo! «Aiba de ahí que la tiro yo» les decía aquel centrocampista menudo. Y vaya si las clavaba. En la mismísima cruceta.

Lluc ahora se reía por la ocurrencia de su abuelo y el invento de ese verbo.

– No te rías, no, que no he terminado. Nuestro equipo jamás ha tenido que amprar jugadores a ningún otro club. Al revés. Muchos renunciaban a grandes contratos y venían de propio al Zaragoza, porque sabían que aquí tenían todo lo que necesitaban: buen fútbol, títulos, fama internacional… Aquí los jugadores de verdad se espiazaban cada domingo en el campo. Jamás hemos tenido maulas de esos que se revulcan en la hierba con garrampas cada dos por tres; aquí, los que han venido a empapuzarse de perras y fama se han ido al alcuerce con el rabo entre las piernas; en nuestros buenos tiempos no hemos tenido nunca fichajes de esos de bombo y platillo que se esbafaban a los pocos meses; aquí los esgarramantas nunca han tenido sitio. ¡Y no creas que soy un farute!

– ¡La Romareda! – le dijo a lo que avistaban el vetusto estadio – ¿sabías que fue una de las sedes del Mundial de futbol de España hace muchos años, y que también fue sede de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992?

– Ya, pero es mucho más pequeño que el Camp Nou – el chico contestó con toda la sinceridad del mundo.

Joaquín miró a su nieto con resignación. De repente, como poseído por una pasión incontrolada, atacó de nuevo.

– Si, es más pequeño. Pero déjame que te cuente algo más, antes de que entremos y veas el estrapalucio que se forma ahí dentro. Cuando yo era como tu iba con mi padre al futbol. Entonces íbamos a otro campo que se llamaba Torrero. Recuerdo que entonces a mi el futbol no me gustaba, pero no gosaba decírselo a mi padre. Lo veía tan ilusionado explicándome cosas maravillosas…. Hasta que un día vi que lloraba disimuladamente. Intentaba secarse las glarimas sin que yo lo viera. Entonces pensé que si el Real Zaragoza era tan importante para mi padre, también lo sería para mí. Y así ha sido a lo largo de toda mi vida.

La cara de Lluc de repente se entristeció. Y eso era lo último que Joaquín deseaba.

– Venga, que no quiero amolarte la tarde, que hoy vamos a gozar de un partido grande. Vas a ver hoy un equipo que no rebla. Tenías que haber visto la semana pasada como acotolamos al Real Madrid en su casa. Luego perdimos, pero fue por aquel farute escagarruciau de árbitro que, cutio cutio, nos jibó el partido. El defensa le empentó una miaja, y parecía que lo había esnucau. ¡Pampurrias daba verlo chemecar!

– ¡Hoy le vamos a dar pajeta al Sevilla! No va a ser fácil, son muy pinchos y han ganado de contino desde hace un par de meses, pero el equipo que tenemos este año es capaz de concararse con cualquiera. Verás como el delantero que tenemos, aunque paice un esgalichau, les roba el balón en todas las jugadas a los defensas. Me acuerdo de lo que me decía mi padre: “no cale ser un grandaz, es mejor tener calitre”.

– Abuelo – el niño había llegado ya al límite de su capacidad comprensiva – cómprame “chuches”.

– Si hijo mío, lo que quieras, Pero a tu madre ni de que tu abuelo te compra lamines. Que luego ya sabes que me dice que soy un brozas y que te empapuzo. Me arma cada baramban…. ¡que poco se acuerda cuando era un argello de cría y me la llevaba los domingos a comprar obleas! No he visto persona más laminera que ella.

– ¡Hola mocete! – el empleado de la puerta 14 saludo a Lluc al tiempo que le revolvía los cabellos – vigila a tu abuelo, que es un cagaprisas y te llevará al retortero por esos pasillos.

Los vio alejarse, abuelo y nieto cogidos de la mano china chana hacia las escaleras, y sintió envidia. El no tenía nietos…

El partido fue de los que se recuerdan años después. El colorido en las gradas, los cánticos de los aficionados, las grandes jugadas de uno y otro equipo. El Real Zaragoza ganó por tres goles a uno y la afición disfruto de lo lindo. Pero, de entre las más de veinticinco mil almas que aquel día se concentraron en La Romareda, hubo una que disfrutó como nunca lo había hecho en su vida. Joaquín no vio ningún gol. Disfrutó contemplando la cara de su nieto y el gozo que en ella se reflejaba en cada jugada. Lo que jamás supo Joaquín es que aquel día Lluc se sintió feliz haciendo feliz a su abuelo.

– ¡Que os vaya bien! – dijo la madre mientras le abrochaba el anorak al niño. Y que ganéis vosotros – le dijo al oído mientras el crío miraba de reojo a su padre.

– ¡Lluc! – gritó su esposa desde arriba – te dejas tu bufanda. Y asomándose por el hueco de la escalera se la lanzó al patio.

Al llegar abajo Lluc recogió la bufanda y se la anudó al cuello mientras observaba con ternura a su hijo.

Avanzaban por la avenida, repleta ya de banderas blaugrana, cuando divisaron a lo lejos el majestuoso Camp Nou. Tras la remodelación se había convertido en uno de los estadios más bellos del mundo. Parados en el semáforo el chico observaba atentamente la riada de personas que llevaban la misma dirección que ellos, todas ataviadas con los colores del mejor equipo del mundo. De repente se giró y miro a su padre.

– Pare, i tu per que ets del Saragossa?

Lluc miró con ternura a su hijo, revivió en un segundo aquella tarde maravillosa en La Romareda y le dijo:

– Es una larga historia. Algún día te la contaré Joaquín.