Por Luis Gómez Rivas
El niño anda por las calle y piensa que, excepto los temblores, nunca fue el suyo un barrio especial. Ni muy feo ni muy bonito, ni muy grande ni muy pequeño y ni muy rico ni muy pobre, los edificios altos y grises parecen copiarse unos a otros y todas las calles le parecen la misma excepto por sus referencias mentales. “Aquí compro el pan cuando me mandan mis padres”, “esta calle es la de mi colegio” o “aquí está mi casa” piensa cuando pasa y no puede dejar de acordarse en un juguete que tenía cuando era más pequeño, una serie de cubos y piezas de diferentes colores y tamaños que podían cambiar de lugar, pero siempre eran las mismas.
No obstante, mientras vuelve a casa dando toques a un balón sigue con la mente puesta en las dos cosas que más ocupan su mente; el fútbol y los temblores de su zona. De lo primero qué puede decir, lo que diría cualquier niño de la generación nacida en el 2040. Qué le encanta jugarlo con sus amigos en el recreo, del mismo modo que le gustó a sus padres y le gustó a su abuelo, y por supuesto ver a sus estrellas por la tele. No obstante, a diferencia de los mayores de su casa no puede evitar una cierta nostalgia cuando estos, viendo con él los partidos de la Superliga Premier Intercontinental le dicen que antes, eso se podía ver aquí, en Zaragoza. El niño no puede evitar mirar la pantalla de quinientas pulgadas con sonido ultraenvolvente donde las estrellas del London-Shangay Sport Club juegan contra un combinado conjunto de los grandes equipos de Madrid, Tokio y los Ángeles. La verdad que no recuerda el nombre de este último equipo. En las grandes ligas internacionales los equipos se han fundido y refundido tantas veces que en ocasiones todos los nombres le suenan al mismo. En su corta vida recuerda haber sido hincha de un equipo británico propietario de una empresa de coches indonesia con sede en Berlín. ¿O quizás era al revés?, ya no lo recuerda bien. También fue seguidor del All-Stars International que era muy bueno y siempre ganaba todos los partidos y además cada año sacaban una gama de 15 camisetas nuevas.
Sin embargo, de los relatos de sus familiares lo que más le llamaba siempre la atención era una cosa; que eran espectadores. Él había visto a algunos de esos cuando las cámaras de la televisión les enfocaban. Eran siempre gente con pinta de ser muy importante, vestidos de traje y sentados detrás de unos cristales gigantes que él suponía blindados. Tenían caras muy serias y siempre parecían preocupados y mirando sus móviles. Pero cuando a su abuelo le brillaban los ojos era algo muy diferente. Le hablaba de gente normal, de niños que iban con sus abuelos al campo. Sí, es cierto que su compañero de clase Miguel había ido a algún partido, pero todos en clase sabían que el padre de Miguel era un señor muy importante que podía conseguir las entradas especiales para poder a un partido incluso dos veces al año. Era por eso que le parecían ciencia-ficción los relatos llenos de nostalgia que le hablaban de un equipo en Zaragoza donde la gente podía ir con sus amigos cada domingo e incluso, si te apetecía, te podías poner de pie y cantar, y llevar bufandas con los colores de ese equipo que según su padre iban de azul y blanco muchas veces y algunas de amarillo y negro.
-“Como las avispas, chaval, tenías que verlo, así vestidos 1-5 en Bernabeu” y luego se reía.
Todas esas historias no dejaban de llevarle a la mente imágenes de cómo debía de ser tener un equipo en tu ciudad, antes de la creación de las grandes ligas transcontinentales y la desaparición y casi prohibición de los equipos locales por “rentabilidad limitada” y “falta de contribución a una visión global comercial”
No obstante, era el asunto de los temblores lo que más le traía de cabeza. Había dado geografía en el cole y en el trimestre pasado les había tocado el tema de los terremotos y las fallas tectónicas. En clase, le había preguntado al profesor si Zaragoza era como esas ciudades de los libros que están sobre zonas sísmicas y tienen temblores. Pero Don Javier le había contestado enseguida que eso eran tonterías y que los temblores en el barrio no eran más que leyendas urbanas que se contaban los niños unos a otros. Le había extrañado porque Don Javier solía ser comprensivo y paciente para explicarles las cosas y está vez había contestado cortante y nervioso, como si le incomodara la pregunta.
Días después, el niño sigue caminando por las calles que marcan su pequeño mundo, con los mismos edificios que se suceden uno tras otro pensando que ojalá pudiera viajar en el tiempo y volver a las historias de su padre, cuando le parece ver que la alcantarilla de la calle paralela a la suya está levantada. Curioso, acerca la cabeza y le parece ver que hay más luz de lo habitual en un sitio que tendría que estar oscuro. Lleno de miedo, empieza a notar otra vez, levemente pero cada vez más intensos los temblores en el suelo, que le hacen trastabillar y casi caer dentro de la alcantarilla. Asustado, se agarra con una mano de la escalera y al mirar mejor ve algo diferente a lo que esperaba. Ni suciedad ni aguas fecales, sólo una escalera y, al final de ésta un pequeño caminito pintado de azul y blanco. El sitio no le parece tan inhóspito como esperaba y decide bajar.
Después de un rato andando le parece que los temblores se van haciendo cada vez más fuertes y que en el fondo se escuchan unas voces, por momentos más claras. El ruido va aumentando y los movimiento del suelo hacen que a veces se tenga que agarrar a las paredes, finalmente se da de bruces con una gran puerta y, sin pensarlo mucho decide empujarlas.
No puede creer lo que ve. ¡Un estadio!. Un estadio subterráneo, escondido debajo de la ciudad. Como los de la tele. Pero con una diferencia. Está lleno de gente. No de la gente que ve en la tele sino de la gente de su barrio y de su ciudad, está su profesor, Don Javier y están los padres de sus amigos, y está su propio padre y su abuelo, que le mira y guiñándole un ojo le da una bufanda amarilla y negra.
-¿Qué, ahora comprendes los temblores?
El niño mira una vez más y ve como miles de personas están cantando y animando a la vez, haciendo que la estructura del edificio se mueva y le parece el espectáculo más hermoso que ha visto nunca.
-“¿Pero, por qué no me dijisteis nada?”
-“Esto tenías que descubrirlo tú, zagal…¿Pero para qué te crees que eran nuestras historias y por qué crees que justo hoy se quedó esa tapa abierta en el camino de vuelta tu casa?.. Anda, pasa y siéntate o si quieres…también puedes quedarte de pie. Aquí sí que puedes”.