Sombra de juventud

Por Ramón-Ángel Fumanal Ciércoles

El autobús les esperaba con el motor en marcha, con esa vibración tan característica que parece impeler al viajero a subir, a dejarse de despedidas, y a iniciar la aventura que supone todo viaje. Aventura con mayúsculas era lo que esperaba a Pablo y a sus amigos. Una vez más iban a acompañar a su equipo, el Real Zaragoza, hasta una nueva final. Ya antes habían viajado a alguna pero esta era especial. Ni más ni más ni menos que una final europea, en el Parque de los príncipes de París, al asalto de la Recopa de Europa. Por delante se abría un viaje largo, de muchas horas, pero no importaba. Pablo y sus amigos eran jóvenes y todo lo que les rodeaba invitaba a la fiesta. Unas pocas cervezas antes de partir y unas risas y cánticos en los primeros kilómetros dieron paso a unas conversaciones más calmadas en los últimos asientos del autobús. Poco a poco, fue llegando el adormecimiento general. La noche avanzaba en aquel todavía nueve de mayo.

Pablo recordaba lo vivido en los últimos días. Se encontraba cumpliendo el servicio militar en Zaragoza y el permiso del coronel para salir de España había tardado en llegar, pero al final había conseguido el dichoso papelito. En su sopor, se veía una vez más en un camión militar yendo de aquí para allá con su traqueteo polvoriento por los campos de maniobras. El sueño, que intentaba abrirse paso por  las puertas de su inconsciente, acabó venciéndole.

Cuando despertó, no se oía nada. Su compañero de asiento no estaba. Se levantó dando un respingo y miró por todas partes. No había duda: el autobús estaba vacío. Azorado, buscó la puerta y saltó fuera. Ya era de día y el sol dibujaba un color inesperado en el cielo, como si fuese ya por la tarde. Se preguntaba cuánto tiempo habría estado durmiendo. Miraba a un lado y a otro, pero no distinguía a sus amigos. El desconcierto era mayúsculo, pues no sabía dónde estaba. Aquello no parecía un área de servicio, más bien una ciudad. Se veían zaragocistas caminando con sus bufandas y camisetas, más todo parecía extraño, no había cánticos, ni euforia. Empezó a seguir a los aficionados, sin dejar de buscar con la mirada a sus amigos. De repente se dio cuenta de que no estaba en París. Las calles le resultaban demasiado familiares ¡Estaba en Zaragoza!…encaminándose, junto a la multitud, hacia el estadio de La Romareda. -¿Qué ha pasado? ¿Cuándo vamos a París? –les preguntaba a los desconocidos. Estos le sonreían y le decían…¡Ayyy, París!!! ¡20 años ya!!! Sin entender nada, Pablo se vió entrando en su estadio de siempre, y de forma casi automática, tal era su aturdimiento, se encaminó hacia su propia localidad.

En ella había una persona sentada, un hombre de mediana edad, serio, con un aire familiar. Por un momento se estremeció y sin atreverse a decirle nada, se sentó en otro asiento libre cercano, detrás del suyo. Normalmente, cuando alguna vez se encontraba alguien en su asiento, le indicaba su error y el extraño se cambiaba de lugar sin más, pero en aquella ocasión era diferente. Algo le impedía levantarse y decirle a ese señor que estaba en la localidad equivocada.

El estadio, que le parecía un poco más viejo, estaba casi lleno de público cuando de repente, saltaron al terreno de juego todos los futbolistas. Pablo tuvo que mirar a los marcadores para cerciorarse de que ese equipo vestido como su Real Zaragoza era realmente el Real Zaragoza. No conocía a ningún jugador. El otro equipo, que vestía de blanco, parecía ser el Albacete.

Dejándose llevar, el joven y atónito Pablo acabó presenciando un partido curioso, con un gol que llegó enseguida gracias a un habilidoso delantero de nombre Borja. Enseguida llegó otro gol, de otro delantero rápido y certero, un tal Jaime. Disfrutaba esos primeros minutos, más enseguida comenzó a aburrirse. Lejos del fútbol de dominio y fulgurante al que estaba acostumbrado, con Santiago Aragón dueño del balón, su equipo de siempre se echaba hacia atrás, cediendo el balón a un inofensivo rival.

La segunda parte no daba mucho más de sí, hasta que otro penalti, esta vez en contra, alteró el marcador. Sin embargo, y sin dar tiempo a nada, el Zaragoza marcó por tercera vez y sentenciaba el partido. Pablo observó entonces una Romareda que se desperezaba, que empezaba tímidamente a rugir, a desenroscarse lentamente de un marasmo que él no terminaba de entender. Sintió de nuevo a la gente sentir a su equipo. Cuando oyó cantar aquello de “Volveremos a Primera. Volveremos otra vez…”, empezó a marearse. Aquello no podía ser. No podía estar pasando. Miró hacia su propia localidad. Aquel hombre que la ocupaba se estaba girando hacia él, lentamente parecía querer mirarle. El joven Pablo se desmayó.

¡Todo había sido un pesado sueño! Se despertó de nuevo en el autobús junto a sus amigos, alegría, el himno, cervezas por doquier!! ¡Aquello era magnífico! Poco después llegaban a París, donde iban a pasar un día que jamás olvidarían. Verían un partido épico, con aquellos héroes dándolo todo y con ese colofón que supuso el gol de Nayim. El resto, ya es Historia.

…….

Veinte años después, un cansado Pablo asistía de forma resignada a un partido más del Real Zaragoza, en segunda división por segundo año consecutivo ya. Existía un pequeño resquicio para llegar hasta los puestos de promoción de ascenso a primera, y para ello era imprescindible ganar ese día. Se trataba además de un día especial. Se cumplían veinte años de la final de la Recopa de París, y el estadio presentaba una gran entrada de público que, afortunadamente pudo celebrar la onomástica con un triunfo. Durante todo el partido no se pudo quitar de la cabeza la sensación de estar viendo algo que ya había vivido. Al final del encuentro, contento por la victoria y emocionado además por los recuerdos de París, no pudo evitar un estremecimiento. Recordó la emoción de aquel viaje, y todo lo que vivió junto a sus amigos. Sintió como si viajase en el tiempo, como si de nuevo fuese otra vez el joven Pablo de 1995. Recordó el partido, y la estancia en París, y lo feliz que fue con el gol de Nayim…recuerdos que realmente nunca se fueron. Pero además empezó a recordar cosas, pequeños detalles de aquel viaje que habían quedado arrinconados en su memoria.

Lentamente, y como atendiendo a un instinto inexplicable, se volvió y se quedó mirando fijamente a un asiento vacío que había detrás de él, mientras una fugaz lágrima de juventud aparecía en su mejilla.