El pequeño Jorge

Por Ricardo Barrena Gutiérrez

Jorge se despertó aquella mañana inquieto, sobresaltado. No sabía porque pero aquella sensación le invadió nada más despertarse.

– ¡La final!, ¡Hoy es la final!, ¡Hoy es la final! – gritó entusiasmado mientras saltaba sobre su cama.

Lo había olvidado por completo. Quizá debido a aquel nerviosismo que la noche anterior se había traducido en un ligero insomnio.

Hoy era el día que el pequeño Jorge que tanto tiempo había esperado. Hoy era el día soñado. Hoy, esa misma noche, el Real Zaragoza, su Real Zaragoza, jugaba la final de la Copa del Rey. Nada más que ante el poderosísimo Barcelona.

Jorge bajó atolondrado por las escaleras fruto de la ilusión que rebosaba por todos sus poros.

– ¡Buenos días mama! – saludó entusiasmado su madre mientras le daba un beso en la mejilla. – ¡Hoy es la final mama!, ¡Hoy jugamos la final!-.

Su madre le respondió con una amable sonrisa mientras le servía el desayuno. La fuerte neumonía que había contraído semanas antes la había dejado demasiado débil. Pese a ello no podía dejar de mirar con satisfacción la enorme ilusión que desprendía su pequeño.

Jorge se colocó su abrigo, su bufanda y su gorro. Cogió su mochila y con la misma ilusión que se había despertado aquella mañana salió rumbo al colegio.

– ¡Adiós mama!, ¡Luego te veo!- se despidió de su madre con un gran entusiasmo y elocuencia.

Aquella mañana en aquel pueblo del pirineo era sumamente fría. La niebla se dejaba caer por aquellas empedradas calles dificultando la visibilidad. Pero eso no era el más mínimo problema para el pequeño Jorge.

“Con el León, yo voy a todos lados, siempre descontrolado, yo te quiero ver campeón” – canturriaba mientras caminaba, casi dando saltos, de camino al colegio.

La temperatura del colegio era elevada. Rompía de forma brusca con el enorme frío que se respiraba en el exterior. Pero aquella mañana Jorge no sentía calor o frío. Únicamente sentía que aquella noche su Real Zaragoza jugaba la final de la Copa del Rey. Y aunque solo hubiese visto La Romareda por televisión se sentía tan zaragocista como cualquier otro. Puede que incluso más.

“Jamás, jamás, se rendirá esta hinchada, en las buenas y en las malas, siempre va con el León”– seguía canturriando mientras se quitaba su bufanda y su abrigo y entraba en su clase.

El ambiente en su clase, para su pesar, no era todo lo zaragocista que desearía. De hecho el único zaragocista era él. El resto de sus compañeros siempre presumían de su afición al Barcelona y al Real Madrid. Algo que no terminaba de entender. No comprendía como había gente aragonesa como el capaz de ser de otros equipos que no fuesen del Real Zaragoza. Para el esto únicamente se debía a que eran dos equipos que ganaban casi siempre. Pero Jorge no estaba hecho de esa pasta ni iba a admitir este curioso dogma.

De pronto apareció Mario. El “malote” de la clase que no desperdició la ocasión de meterse con el pequeño Jorge.

– Tu equipo es una porquería. Hoy os vamos a meter 6 goles. No tenéis nada que hacer- le espetó con una gran chulería.

– ¡Mi equipo no es ninguna porquería! Además, ¡yo no me hago de ningún equipo solo porque gane! – le respondió Jorge con gran enfado.

– ¡Te la has cargado mocoso!, ¡Te vas a enterar! – le gritó Mario aún más enfadado.

La puntual llegada de Don Braulio, el maestro, cortó de raíz aquella discusión que parecía ir a mayores. Todos ocuparon sus pupitres a la vista de que la clase iba a comenzar.

Mario, por lo bajo, sonrió maliciosamente a Jorge espetándole muy bajito.

– Tú y tu equipo sois una porquería. Esta noche vais a perder.-

Jorge dejó zanjada la conversación haciendo un gesto indicando a Mario que lo dejase en paz.

Sin embargo este pequeño incidente no quebró lo más mínimo la ilusión ni la moral de Jorge quien solo contaba las horas para que comenzase aquella deseada final.

El timbre fue la señal de la finalización de las clases. Jorge no esperó a ninguno de sus amigos y corriendo fue a su casa para acabar los deberes cuanto antes para poder ver la final tal y como había pactado con su madre.

-“La Romareda vibrará y el cachirulo se alzará como un gigante es el equipo aragonés” – cantaba con gran entusiasmo mientras se dirigía corriendo a toda velocidad a su casa.

– ¡Mama ya estoy, voy a hacer los deberes! – espetó mientras subía las escaleras de su casa a gran velocidad. Quería dejar hechas cuanto antes todas sus tareas para poder dedicarse lo antes posible a la final.

Matemáticas, Lengua, Conocimiento del Medio… los libros se iban apilando encima de la mesa. Con una enorme rapidez Jorge completó aquellos cálculos, oraciones y cuestionarios. La final estaba cada vez más cerca y no había que desperdiciar el tiempo lo más mínimo.

Por fin llegó la gran hora. Las 8 de la tarde. El partido empezaría una hora más tarde a las 9. Pero Jorge tenía claro que acudiría pronto al único bar del pueblo. No quería perderse las imágenes que la televisión emitiría previas al partido. Y de paso aprovecharía para coger un lugar preferente frente a la televisión.

Nuevamente se colocó su abrigo, su bufanda y su gorro. Bajó nuevamente las escaleras y, volvió a despedirse de su madre con un beso en la mejilla.

– ¡Adiós mama!, ¡Me voy a ver la final!-

– Adiós hijo. Pásalo bien y que ganéis- le respondió su madre con una sonrisa mirando a su hijo con tanta ilusión como la que desprendía el pequeño y, en cierto modo, tratando de desearle suerte.

El trayecto al bar del pueblo era bastante corto. Los cánticos zaragocistas nuevamente volvían a aparecer en las palabras de Jorge. –“A ganar, a ganar, el Zaragoza va a ganar”-.

A falta de casi una hora para el comienzo del partido el bar estaba prácticamente vacío. Jorge localizó un sitio justo enfrente de la televisión. Allí dejó su abrigo, su bufanda y su gorro.

¡Javi!, ¡Una bolsa de patatas fritas y un Kas de naranja!- pidió con gran entusiasmo mientras dejaba caer las monedas sobre la barra.

– ¡Madre mía chaval, si casi no me das tiempo a abrir el bar!- le respondió el mesonero con una sonrisa. – ¿Vienes a ver el partido no?-

– ¡Por supuesto!. Hoy vamos a ganar, ya lo veras-

Poco a poco el bar se fue llenando de parroquianos a medida que se acercaba la hora del partido. Instantes antes del inicio del partido el local estaba prácticamente abarrotado. Y allí estaba Jorge, frente a la televisión, desprendiendo una ilusión que prácticamente se podía palpar. Fijándose, casi sin pestañear, en todas las imágenes que el televisor proyectaba. No quería perderse nada.

Allí estaban sus ídolos. Uniformados con la camiseta blanquilla con el escudo del León. Se veían las caras de concentración en sus rostros. Esa concentración también era visible en el rostro de Jorge.

Poco importaban los comentarios que oía a su alrededor acerca de la calidad de ese pequeño argentino que jugaba en el Barcelona o sobre lo que decía o dejaba de decir su compañero de equipo emparentado con una famosa cantante. Aunque Jorge seguía sin comprender porque en su tierra había gente que simpatizaba con otro equipo antes que con el equipo de su tierra. Nuevamente la explicación volvió a ser la que encontró para la idéntica situación vivida en su clase. –“Porque ganan siempre”-.

El partido dio comienzo con el pitido del árbitro. Rápidamente el Barcelona tomó el control del partido y dos jugadas terminaron rozando el poste del equipo zaragocista.

Jorge se retorcía inquieto en su silla. El nerviosismo había ocupado el sitio de la ilusión. Pero su confianza en su equipo seguía siendo inalterable.

El partido seguía siendo sumamente disputado. Aunque el Barcelona dominaba el encuentro el Real Zaragoza originaba ocasiones de mucho peligro. Cualquier equipo podía llevarse la final.

Jorge no podía pararse quieto. Gritaba con cada ocasión zaragocista y daba saltos cada vez que el Barcelona llegaba a la portería del Real Zaragoza. Aquel encuentro no era apto para cardiacos. Aunque Jorge aún era demasiado pequeño para saber que era aquello.

Pronto, en un contrataque, el delantero zaragocista se desmarcó de la defensa barcelonista encarando en solitario al portero y dejando el balón en el fondo de las mallas.

– ¡GOOOOOLL!- gritó con todas sus fuerzas como un poseso mientras a su alrededor el resto de los parroquianos únicamente maldecían el tanto zaragocista.

Poco después se llegó al final de la primera parte.

Jorge se levantó de su mesa rumbo a la barra.

– ¡Javi!, ¡Otra bolsa de patatas y otro Kas de naranja!- espetó mientras dejaba caer nuevamente las monedas sobre la barra. – ¡Ves como hoy ganábamos Javi!, ¡Hoy vamos a ganar!-

Jorge volvió a su asiento con su pequeño refrigerio. La alegría que vivía en esos momentos era una sensación que creía no haber vivido nunca. Aunque sabía que quedaba mucho partido por delante.

La segunda parte comenzó. El Barcelona comenzó con mucha intensidad la segunda parte y, pocos minutos después, consiguió empatar el partido.

Los gritos de los parroquianos retumbaron por todo el local. Jorge, en cierta manera, se vino abajo. Pero sabía que aún quedaba mucho partido y que podía pasar cualquier cosa. Además la confianza en su equipo era infranqueable.

– ¡Vamos Zaragoza!, ¡Vamos campeón! – gritó prácticamente en solitario levantándose de su silla.

El encuentro siguió con su curso. Las ocasiones llegaban por ambos lados. Nuevamente cualquiera de los dos equipos podía llevarse el partido.

Hasta que a pocos minutos de finalizar el partido el conjunto barcelonista sacó un córner. Remate, el balón rebota en el poste… y gol.

Nuevamente los gritos retumbaron por todo el local. Sin embargo Jorge estaba en un vacío donde no oía nada. Solo sentía una enorme decepción y una no más pequeña tristeza.

El final del encuentro supuso la confirmación de aquella decepción. Entre gritos y vítores Jorge cogió su abrigo, su gorro y su bufanda y marcho cabizbajo a casa. En solitario. Esta vez no tenía ningún ánimo para entonar ningún cántico.

Jorge llegó a casa. Su madre ya se había acostado. Con mucho cuidado para no despertarla subió a su habitación y se acostó. Tardó demasiado en dormir fruto de la tristeza que le produjo aquella final.

A la mañana siguiente Jorge se despertó. Bajó las escaleras saludando y dando un beso en la mejilla a su madre. Esta, en vista de lo ocurrido la noche anterior, prefirió no decirle nada a su pequeño. No quería, aunque fuese de forma involuntaria, hurgar en la herida de su hijo.

Jorge cogió sus cosas y marchó al colegio en absoluto silencio. La mañana, al igual que la del día anterior, era muy fría. Aunque el único frío que sentía Jorge era el de la tristeza por la derrota.

El colegio parecía una fiesta. El resultado del partido se hacía patente en todos los rincones. Más que un día normal parecía el día de fin de curso.

Jorge llegó a su clase. Al entrar vio que alguien pintó en la pizarra CAMPEONES. Miró aquel escrito con su mirada apesadumbrada.

Dejó su mochila. Nadie le dijo nada. Todos estaban comentando las jugadas de ayer y recreándose en los goles del equipo campeón. Únicamente Mario le envió una risilla maliciosa.

Jorge se quitó su abrigo. Esta vez debajo de él no estaba uno de aquellos jerseys de lana que su abuela le tejía para aquellas frías mañanas si no que la blanquilla, la camiseta del Real Zaragoza, ocupaba el lugar de aquellas cálidas prendas.

Todos sus compañeros miraron con cierto asombro a Jorge. Nadie entendía cómo podía acudir a clase con aquella camiseta si el Real Zaragoza había perdido el partido.

Jorge devolvió la mirada a sus compañeros. Su expresión cambio. Ya no era de una absoluta tristeza si no de total satisfacción. Satisfacción porque su zaragocismo era sincero e irreductible. Satisfacción porque en días como ese sabía que era cuando más afloraba su zaragocismo y cuando más orgulloso tenía que estar de su Real Zaragoza. Satisfacción porque, a diferencia de muchos de ellos, su amor por ese equipo era sincero y no entendía de resultados o de finales ganadas.

Aquella mañana Jorge se reafirmó como un zaragocista acérrimo. Aquel zaragocismo no le abandonaría jamás.