Por Raúl Garcés Redondo
Puse en la televisión el Teletexto y de manera mecánica me dirigí a la página 203. Tuve que rectificar. Y es que aunque llevemos ya varios años, no me habitúo a ver a mi equipo en Segunda División. Para colmo hubiera acabado antes si hubiese empezado a leer la tabla clasificatoria de abajo hacia arriba. Allí estaba el Zaragoza (que manía con no ponerle Real) coqueteando con las últimas posiciones. Tendría bemoles que aún descendiéramos a Segunda B. Bueno, eso es imposible. Si bajamos, con toda la deuda que arrastramos gracias al Innombrable ( y no, no me refiero a Voldemort) desapareceríamos. Eso es así.
En estas cavilaciones me hallaba sumido cuando sonó el teléfono. Era una llamada del Ministerio.
– Debes venir urgentemente.
– ¿Qué sucede? – inquirí.
– Tu querido equipo está a punto de dejar de existir tal y como lo conocemos.
– Lo sé – le interrumpí – ahora mismo estaba viendo la clasificación. Más nos vale ganar este domingo en La Romareda porque si no…
– No me refiero a eso. Estoy hablando de algo más serio.
¿Más serio que caer a puestos de descenso? De pronto se me hizo un nudo en el estómago..
Si ser zaragocista hoy día es difícil, serlo en Madrid es harto complicado. Tanto como coger un taxi libre en hora punta. Pero a cabezotas no nos gana nadie.
Ya perdonarán mi torpeza. Todavía no me he presentado. Soy uno de tantos aragoneses exiliados en busca de un futuro que nuestra tierra nos niega. Mi nombre no es importante. Aquí todos me conocen como “el maño”. Como pueden comprobar no es que anden muy sobrados de imaginación. Bueno, a decir verdad en la capital del Ebro tampoco es que nos estrujemos mucho la sesera: El Parque Grande, la Casa Grande… ya me entienden.
Cada vez que accedo a las oficinas del Ministerio no puedo evitar recordar aquellas divertidas historietas de Mortadelo y Filemón en las que utilizaban alocadas entradas secretas para llegar hasta la TIA. Y es que yo en cierta manera también puedo considerarme un agente secreto pues trabajo para una organización desconocida para el común de los mortales, el Ministerio del Tiempo. Sí, sé bien que ahora Televisión Española ha creado una serie acerca de nuestras andanzas. Lo que en un principio provocó, como es lógico, serias quejas por nuestra parte. Pero desde la cadena pública nos lo vendieron como una inteligente maniobra para preservar la tan necesaria discreción de nuestra labor aduciendo que no hay como presentar algo como cierto para que la gente, suspicaz por naturaleza, no lo crea. Eso y que nos permitieron hacer algún cameo en sus capítulos nos terminó por convencer. Presumidos que somos, que le vamos a hacer.
Nos dedicamos a asegurar que los sucesos pasados, con sus luces y no pocas sombras, no se vean alterados. Algo en apariencia sencillo. El problema viene cuando quienes conociendo nuestra existencia se sirven de alguna de la puertas que comunican con el pasado para modificarlo con aviesas intenciones.
El caso asignado tenía que ver como ya he comentado con el Real Zaragoza. Por desgracia no era la primera vez que debíamos intervenir en la historia de este club. Y es que en una ocasión un aficionado de Osasuna decidió viajar en el tiempo con la idea de impedir que el 18 de Marzo de 1932 se fusionaran los dos conjuntos de nuestra ciudad, el Iberia y el Zaragoza, para evitar que naciera el equipo del león. O aquel otro (se rumoreaba que seguidor oscense) que trasladándose al pasado logró infiltrarse en el cuerpo técnico blanquillo con la intención de persuadir al entrenador Víctor Fernández para que quitara del terreno de juego al jugador ceutí Nayim en aquella mítica final del 95, con lo que el espectacular gol que permitió conquistar la Recopa de Europa jamás se hubiera producido.
En esta ocasión para desbaratar los malévolos planes de este acérrimo antizaragocista debía desplazarme a una época algo más lejana. Ni mas ni menos que al año del Señor de 1134. ¿Y ustedes se preguntarán qué se había perdido en pleno Medievo cuando el deporte rey nació siglos más tarde? Pues porque en esa fecha aconteció un hecho de gran relevancia. Veréis, Alfonso I el Batallador (el mismo que arrebató la ciudad a los moros y que hoy nos contempla con pétrea mirada desde lo alto del cerro del Parque Grande) decidió en su testamento que a su muerte sus posesiones pasara a manos de las Órdenes Militares (ya sabéis, Templarios, Hospitalarios y del Santo Sepulcro) Algo que no aceptaron los nobles aragoneses, (tampoco los de Pamplona) resolviendo nombrar un nuevo monarca. En el caso de Aragón, eligieron a su hermano Ramiro II el monje. Pues bien, aprovechando la debilidad del Reino, Alfonso VII de León ocupó Zaragoza. Y aunque fue de manera breve, sirvió para que la ciudad adoptara como emblema el león que tiempo después también utilizaría nuestro equipo de fútbol. Hay quienes tratan de explicar la presencia de este fiero animal, al que consideran el rey de la selva, en ambos escudos aludiendo a la existencia de un león en la desaparecida Iglesia de San Andrés. No seré quien lo niegue. De hecho yo mismo he podido verlo y sufrirlo pues en una ocasión me acerque tanto a él que por poco me deja como el insigne Blas de Lezo, aquel militar tuerto, manco y cojo de infausto recuerdo para los habitantes de la ciudad Condal (como Rubén Sosa en la Final del 86 con aquel tiro de falta)
El asunto es que este malintencionado polizón que se ha colado en el pasado, trata por todos los medios de persuadir al monarca leonés para que deseche la idea de acudir a Zaragoza. Puede parecer una pequeña maldad que en poco consiga cambiar los acontecimientos venideros pero permítanme que discrepe, pues no consigo imaginar un Real Zaragoza sin ese león rampante a la altura del corazón como no lo concibo en Segunda aunque bien sé que por desgracia está allí, en la dichosa página 205 del Teletexto. Al menos de momento.