Por Ramón Ángel Fumanal Ciércoles
Cuando al final dejó de caer y se quedó quieto, lo primero que hizo Pedro Juan fue mover despacio los dedos de las manos y de los pies. Percibió aliviado que no tenía nada roto. Tampoco sentía ningún dolor fuerte, más allá de un resentimiento general por todo su cuerpo. Lentamente giró sobre un costado para sentarse después en la nieve. Miró hacia arriba, hacia el lugar donde había tropezado. Desde allí había ido rodando unos diez metros hasta detenerse. La pendiente no era muy pronunciada y eso le había favorecido. Además, no se había roto la capa de nieve bajo su cuerpo. De haber sucedido eso, se habría visto arrastrado por un pequeño alud con consecuencias fatales. Sí, sin duda había tenido suerte para volver a intentarlo.
Tras incorporarse y recoger los restos desperdigados de su equipo de alpinista, P.J. buscó una pequeña roca donde sentarse y analizar la situación. Se recriminaba mentalmente por su presunción. Había incurrido en un espejismo de velocidad, algo que pueden experimentar los escaladores cuando, ante la facilidad de una ascensión y llevados por el ansia de llegar cuanto antes a la meta, descuidan ciertas precauciones y son fáciles presas de cualquier percance inesperado. P.J. llevaba una racha muy buena. El buen clima, su pericia y su creciente autoconfianza habían propiciado que alcanzase seis hitos seguidos sin detenerse durante horas. Era algo excepcional. No era extraño que P.J. hubiera caído casi en la euforia. Y cuando precisamente más fácil parecía el trecho, un suelo irregular disfrazado de nieve plana, un mal paso y un tropiezo que le desequilibró hasta caer. Ahora, magullado pero entero y en pie, con la euforia borrada por completo de su rostro, P.J. miraba a la cumbre, todavía lejana, mientras pensaba en cómo había llegado hasta ahí.
Intentó el ascenso a esta cumbre por primera vez hacía ya cinco años. Lo recordaba bien. Fue aquel año triste en que el Real Zaragoza había descendido a segunda división. Esas eran sus dos pasiones: el fútbol como aficionado y el montañismo como practicante. Bueno, esto último era también su oficio, aquello de lo que vivía, por decirlo así. Los inviernos trabajaba como monitor de deportes de montaña, y los veranos participaba en expediciones a grandes picos y paredes, en valles remotos y cordilleras lejanas, allí donde las nieves son eternas y los desafíos extremos. Eso le gustaba, sobre todo cuando vencían una cima difícil y los patrocinadores se mostraban generosos. Pero lo que más le gustaba eran las escaladas en solitario.
Solo cuando uno se enfrenta a la montaña en solitario -le gustaba pensar- es cuando realmente brota del interior la propia esencia. Solo en el momento de la decisión personal ante el gigante de roca frio y despiadado, es cuando uno se pone a prueba y, si acepta el reto y se siente capaz de llegar a la cima, el momento del triunfo tras el ascenso, con esa mirada infinita al horizonte azul, es tan embriagador como la sensación de formar parte de la primera división del universo.
Su familia y amigos no se mostraban tan entusiastas cuando P.J. les contaba lo que planeaba. Pensaban y no sin fundamento que igual que la montaña te da, también la montaña te quita. La muerte, el final del camino, es algo siempre presente en la mente de los montañeros, y como si de un veneno dulce se tratase, la misma consciencia de que tal hecho pudiese pasar, fortalecía el propio deseo de intentarlo.
Fue así como se enfrentó por primera vez al “Tadha Coti”, algo así como cima lejana en Nepalí. No parecía la cumbre más difícil, ni la más peligrosa, pero no pudo coronarla en aquella ocasión. El año siguiente año volvió a intentarlo, pero a mitad de escalada ya vio que sería imposible un ascenso rápido como había querido en un principio. Al menos consiguió llegar al repecho de “Khelnu”, una zona más accesible, antesala de la cima, una vía aparentemente más fácil, aunque más larga, para la llegada a cima, aunque solo uno de cada cuatro alpinistas que lo intentaban por ahí, conseguían llegar. Derrengado y sin esperanzas, casi arrastrándose, llegó muy lejos, casi a la misma cúspide, pero…no pudo ser.
Aquella montaña se convirtió para P.J. en un reto personal. Dejó de lado otros proyectos y expediciones y se centró en volver allí, renovando rutas, planes y pertrechos, siempre con una estampa de la Virgen del Pilar y con el último abono del Real Zaragoza en sus bolsillos, para no olvidar sus raíces y tener algo que recordar. Aquel tercer año fue parecido. Lo que parecía cercano se fue alejando de forma sibilina, y tras superar varias dificultades, se encontró con la posibilidad de llegar al “Khelnu” justo antes de la llegada de una tormenta, pero algo salió muy mal y no pudo llegar. Sufrió una caída muy fuerte y padeció la tormenta durante todo el regreso. Fue la experiencia más humillante en su vida de alpinista. Tampoco lo logró en el cuarto intento, en el que de hecho es cuando más cerca estuvo de un precipicio. Tuvo que apretar los dientes, olvidar glorias pasadas y arrastrarse hasta la extenuación, pero salvó la vida.
Y así se encontraba ahora, ante su quinto intento. No había empezado bien tampoco, y de hecho a punto estuvo de abandonar a mitad de incursión. A lo largo de estos años, aprendió a ser humilde y a respetar la montaña, a aceptar las circunstancias de la vida con paciencia y sin ansiedad. De repente las cosas empezaron a funcionar bien, y la ascensión iba viento en popa. Entonces llegó el tropezón que le hizo perder unos cuantos metros, pero no la intención de seguir subiendo.
Ahora más que nunca, mirando a la cima, sabía que tenía que continuar. El “Khelnu” estaba cerca, se podía alcanzar. ¿Y la vía del ascenso directo? Unas veces parecía muy difícil, casi imposible, y otras veces, los caminos parecían despejados. No recordaba haberlo visto tan cerca a estas alturas del verano, ni siquiera aquel segundo año. Quedaba poco para el tiempo de las tormentas, pero el tiempo que quedaba podía dar para cualquier cosa. En medio de todas estas elucubraciones, P.J. se dio cuenta de que el sol se pondría pronto, y no estaba su pie para retomar la subida. Además, notaba un poco de malestar. Haría noche allí, esperando que el sueño reparador aliviase su cuerpo y aclarase su mente.
Trataba de dormir, pero no le resultaba sencillo. En el exterior del vivac oía el suave ulular del viento y notaba como había comenzado a nevar sin demasiada fuerza. Eso podía cambiar la geometría del terreno, cegando unas rutas y abriendo otras nuevas. El malestar en la cabeza iba en aumento. Sintió que tenía algo de fiebre, y el calor y el frío se alternaban como dos jugadores de ajedrez en el tablero de su piel. Ambos jugaban con su destino, uno le invitaba a abandonar y otro a continuar. Parecía que se reían de él, y solo se le ocurría una manera de acabar con ellos. ¡Debía salir afuera! Así se los quitaría de la piel. Envuelto en la pesadilla, salió del vivac y empezó a caminar abriendo los brazos y chillando. Todo se empezó a difuminar como en una neblina, los jugadores de ajedrez ya no estaban. Al cabo de unos minutos ya no había nada. Deteniéndose en el centro de ningún sitio, con la negrura del cielo arriba, y abajo la blancura de una luna difusa reflejada en la nieve, P.J. se tumbó a mirar las estrellas mientras sentía que todo estaba bien, muy bien…
De repente se despertó de forma brusca, tiritando. Algo o alguien le había tocado y le había susurrado al oído. Recordaba perfectamente la sensación de una mano tocándole en el hombro, y las palabras:
-¡Vuelve! ¡Debes lograr el ascenso!¡Sígueme!
Se irguió mirando a su alrededor. Ya no nevaba, pero no reconocía nada del terreno en el que había montado la tienda. ¡Era incapaz de ver donde estaba! La angustia de saberse perdido le invadía por momentos. Sabía que si no encontraba el camino moriría de forma inexorable. De repente oyó un susurro que parecía llamarle. Podría ser el viento, podría ser una voz. Giró su rostro hacia el sonido y creyó ver a unos seis o siete metros, sobre una pequeña elevación del terreno, una fugaz forma humana, con un tono blanco azulado, recortada contra la negrura de la noche, allí, donde era imposible que hubiera ningún ser humano.
Aquello se desvaneció inmediatamente. P.J. corrió hacía allí, pero al otro lado no había nadie. De pronto, como tirado en la nieve, lejos, le pareció apreciar algo inusual. Algo que no era roca, ni nieve. Tenía una forma extraña y parecía moverse, aunque sin desplazarse. Se acercó con precaución. Era una bandera blanca y azul. Una bandera del Real Zaragoza. Atónito y aterrado a partes iguales, alzó la mirada y allí, delante de él. Estaba el vivac, esperándole. ¡Estaba salvado!
Cuando despertó, dentro de la tienda, con los rayos del sol naciente dibujándose en la montaña, se sintió mejor que nunca. La fiebre había desaparecido, el pie ya no le dolía, y se sentía con fuerzas para cualquier cosa. Al recordar lo ocurrido en su pesadilla, se acordó de aquellas historias que se cuentan de la montaña, historias que se cuentan en voz baja en las tabernas y que hablan sobre los espíritus que en silencio acompañan y a veces salvan la vida a los montañeros. Intentó alejar de sí mismo todo pensamiento irracional -habrá sido la fiebre- pensaba para tranquilizarse, pero nada de todo eso sirvió para evitar que rompiese en lágrimas al ver entre sus cosas, algo inesperado: una bandera vieja, casi acartonada, blanca y azul, con el escudo del Real Zaragoza. Una bandera que él mismo había perdido en esta montaña en su primera expedición y que ahora, al encontrarla, le había salvado la vida.
Con la luz radiante de la mañana se alzó, miró hacia el cielo y empezó a caminar con decisión hacia la montaña, sabiendo que culminaría, esta vez sí, el ascenso a la cumbre lejana, y que en ella clavaría esa bandera.