La hoja deportiva

Por Fernando Quilez Fuertes

Me había perdido en el horizonte, miraba sin ver por mi ventana hacia la mole del hospital clínico que resguardaba toda la ciudad jardín. Así me evadía de aquel tedioso verano que nunca acababa. Otro domingo sin futbol, otro domingo sin amigos, todos en su pueblo, otro domingo sin un duro, tirado en casa, viendo cómo se aproximaba otra tormenta de verano.

Y encima no me quitaba de la cabeza que en septiembre no podría seguir yendo a La Romareda, había terminado mi época de infantil y  por una vez me fastidiaba cumplir años. Tendría que saltar la tapia como hacían mi hermano y sus colegas sino conseguía la pasta que costaba el abono con los mayores.

Hasta mi madre se inquietaba por verme en casa, siempre con las mismas monsergas “que, si más te valía estudiar”, “que podía buscarme algún trabajico pal verano”, “que si es muy mala la edad del pavo” …, en cambio ahí estaba mi hermano, acicalándose frente al espejo, con su camiseta de tirantes marcando músculo, sus pantalones acampanaos, sus taconazos, preparándose para otra sesión en la “San Jorge”, mientras escuchaba a todo volumen a Deep Purple o a Status Quo.

Apenas me llevaba unos años y parecía que hubiera un abismo entre nosotros, como todo hermano pequeño había discurrido mi existencia tras sus pasos, siempre a su cargo, de ahí que estuviera un poco harto de verme siempre junto a él. Aunque últimamente eso había cambiado, desde que había entrado de aprendiz en el taller de Baquero se había independizado totalmente de mí, con sus lustrosos dieciocho años accedían a la discoteca del barrio, “San Jorge”, donde agotaban las tardes y noches del fin de semana, lugar que teníamos prohibido los menores.

Además, siempre llevaba pasta, no sé de dónde la sacaba, pero vivía a todo trapo. Su triste jornal de aprendiz lo entregaba en casa, “faltaría más”, decía mi madre como feroz interventora, “ya te daré yo propina para los domingos”. Propina, me rio yo de las propinas de mi madre, el caso es que de algún modo sacaba lo suficiente para salir los fines de semana, fijo en la “San Jorge”, la discoteca de moda en el barrio y la entrada estaba por los 20 duros, luego los vermuts en la “Caleta”, su paquete de Marlboro, su revista de tías, que alguna vez descubrí donde la escondía, vamos que lo de mi hermano no era normal.

Un día le sorprendí escondiendo unos billetes de cien pelas y no pude evitar preguntarle:

-Carlos ¿de donde sacas tanta pasta? – me miró con no muy buena cara y un poco con desprecio.

-¡Hay que espabilar chaval!

Éramos muy diferentes, el caso es que yo le profesaba cierta admiración que en realidad nunca la entendí, no me gustaba su forma de vestir, ni la música que escuchaba, ni el hecho de que hubiera preferido trabajar que seguir estudiando, aunque claro no aprobaba una.

Últimamente lo que no entendía era de donde sacaba el dinero y cuándo lo conseguía pues como digo lo tenía sometido a una estrecha vigilancia. Apenas lo perdía de vista los domingos por la tarde, había partido y yo era fijo en la Romareda, era zaragocista desde siempre, culpa de mi abuelo, en casa pasaban todos del futbol, pero mi abuelo se encargó desde bien pequeño de llevarme a la Romareda todos domingos. Por lo visto lo había intentado también con Carlos, pero este debía ser un incordio y no le dejaba ver los partidos. La gota que colmó el vaso fue un partido en el que se le perdió de vista, vaya susto debió darse el pobre, aún lo recuerda a veces:

-Toda segunda parte buscando al jodido crio y cuando lo encuentro saltando encima de las almohadillas de alquiler, marca gol Seminario, menos mal que ganamos… ¡el crio la hostia! – y rompía en carcajadas mi abuelo al recordarlo.

El caso es que Carlos no volvió a la Romareda, pero mi abuelo no rebló y allí estaba yo calentando como un ilusionado suplente. Al contrario que mi hermano nunca olvidaré el primer día que me llevó mi abuelo a la Romareda, tendría unos ocho años y ya antes de entrar me deslumbraba ver tanta gente dirigiéndose al mismo sitio, el corazón me salía por la boca de la emoción. Antes de entrar ya se oían los altavoces lanzando las notas de aquella marcha americana “Barras y estrellas”, que no se me quitaría de la cabeza en la vida, siempre que he vuelto a oírla recordaba el olor a puro y me trasladaba con la imaginación a la Romareda de aquella época.

Mi entrada al estadio fue apoteósica, llegábamos un poco tarde ya que mi abuelo no calculo que a mi me costaría un poco más la caminata desde casa. Cuando salimos de las escaleras al graderío el público canto gol, nunca había visto algo igual, todo el mundo al unísono saltó de sus asientos gritando, Santos marcó a los dos minutos, parecía que el estadio celebrara mi llegada. “Has entrado con buen pie”, me dijo mi abuelo todo alborozado. Fue tal mi impresión que quedé paralizado bastante rato, el partido no pudo discurrir mejor, al cuarto de hora Marcelino volvió a marcar, llegamos al descanso y yo seguía con la boca abierta. La segunda parte fue mas de lo mismo, una exhibición de nuestro equipo, el Córdoba era el rival de turno, aquel tres de abril del 66 fue para mí una revelación, descubrí que era zaragocista a mis ocho años, quería volver a vivir aquello muchas veces. Marcamos dos goles más, Villa y Canario, vaya equipazo teníamos, era el último partido de liga, pero faltaba lo mejor.

Mi abuelo me hizo fijo en La Romareda, la gozaba viendo como celebraba los goles, y es que ese final de temporada fue apoteósico, en copa fueron cayendo Calvo-Sotelo, el pobre Córdoba de nuevo, Sabadell, Barcelona en semifinales y ganamos la final al Atleti, que tuvimos que ir a verla a casa de mi tía Josefa, la única que tenía tele de la familia. No acabó ahí la cosa, en copa de Ferias llegamos a la final, aunque la perdimos en La Romareda, en la prórroga en el último minuto, vaya disgustó me llevé, a mis ocho años aquello fue una tragedia, no había manera de consolarme, solo encontré alivio cuando mi abuelo me llevó a comer uno de aquellos increíbles bocadillos de calamares que hacían en el bar “Brindis” de mi barrio, brindé con mi vaso de “Mirinda” contra el vaso de vino de mi abuelo y juramos que ganaríamos otra copa europea en el último minuto de la prorroga igual que habíamos perdido aquella. El destino siempre da otra oportunidad y se cumplió nuestro deseo 29 años después en París, aunque mi abuelo lo vería ya desde el cielo.

Un brutal trueno me sacó de mis recuerdos, la cegadora luz del relámpago consiguiente me devolió a lo que aquella tarde me devanaba los sesos, la suficiencia financiera de mi hermano, de donde sacaría la pasta. No quería pensar en drogas o hurtos, aunque de sus colegas se podía esperar cualquier cosa. Lo que de verdad me preocupaba era que acababa de hacer quince años y ya no podía renovar mi carnet de infantil para la Romareda, cuando pregunté en las oficinas del club cuanto me costaría hacerme socio en el gol de pie, lo más barato que había, la respuesta me dejó helado. Había que adelantar una cuota anual, otra como entrada y la del año, pasaba de tres mil “pelas”, ¡que barbaridad!, ya me podía despedir de ver a mi equipo en un tiempo. No hacía mas que pensar de donde sacar ese dinero y no hallaba solución, por eso me intrigaba tanto lo de mi hermano.

Pero un simple giro del destino, como dice una canción de Dylan, quiso que un domingo a la salida del cine descubriera el secreto de mi hermano. En medio del gran gentío que se formaba en el pasaje Palafox a la salida de los cines escuché una voz familiar que no paraba de gritar aquello de “ha salido la hoja, la hoja deportiva, ha salido la hoja, con el triunfo del Zaragoza”. Allí estaba mi hermano gritando como un condenado mientras le quitaban de las manos a cambio de unas pesetas aquellas sencillas hojas. Observé que eran varios los chavales que las distribuían y que se habían repartido el pasaje estratégicamente. Durante un buen rato me fije en su laboriosa tarea y lo que más me llamó la atención era la rapidez y habilidad con que cobraban aquellas monedas o devolvían los cambios.

Evité que me viera y una vez en casa solos abordé el tema, sobre todo no quería que se mosqueara conmigo, quería intentar que me uniera a aquella curiosa sociedad de vendedores. Me costó convencerle, pero supe jugar la baza de mi silencio y no decir nada en casa y unido a que sabía lo que significaba para mí el no poder ir a La Romareda hizo que aceptara llevarme con él el siguiente domingo.

De camino a la imprenta donde se supone que recogeríamos las hojas me fue dando un montón de instrucciones, aquello parecía mas una mafia vendiendo algo prohibido que un grupo de chavales ofreciendo una hoja informativa.

-Mira el que maneja esto es el “Pinturas”, el de la calle Capitán Pina, ¿sabes quien te digo?

-Si claro – casi nadie al aparato, uno de los “macarrilla de futbolín” más peligroso del barrio.

-El nos consigue las hojas, yo se las pago a cincuenta céntimos y las vendemos a peseta, ¿entendido? Tú, te acercas conmigo para que nos venda más hojas, le diré que eres mi hermano y que necesitas pasta, no digas que es para ir al futbol, no le gusta, ¡ah! y sobre todo tienes diecisiete años, ¿Lo pillas?

-Si, lo pillo.

Intentaba asimilar tantas instrucciones, casi me arrepentía haberme metido en aquel sarao, pero la idea de poder volver a La Romareda me empujaba a seguir. Llegamos a la calle San Jorge en el casco viejo, en la esquina con el callejón del Refugio había una imprenta según rezaba un letrero carcomido y medio borrado, “Imprenta Viena” parecía decir, aunque la primera letra había desparecido. Junto a los ventanales había un grupo de chavales hablando a voz en grito, entre ellos distinguí al tal “Pinturas”, tipo inconfundible, calzaba unos zapatos con unos tacones exagerados gracias a los que alcanzaba la altura del resto de chavales. Mi hermano se acercó a él después de decirme que esperara un poco apartado del grupo. Observaba como saludaba a casi todos y que hablaba con él mientras me dirigían miradas un tanto lastimosas, que “bola” le estaría contando mi hermano, después me pareció ver como Carlos le pasaba dinero que tras contarlos concienzudamente el tal Pinturas pareció aprobar tras aceptar un Marlboro que le ofrecía mi hermano.

Al rato apareció un tipo vestido con mono y visera del interior de la imprenta con un “caliqueño” retorcido pegado a la boca echando humo mientras hablaba con unos pocos chavales del grupo entre los que estaba el “Pinturas” con el que entraron a la imprenta. Poco después salieron con paquetes de hojas y comenzaron a repartir entre los que se supone que eran los “clientes” de cada uno. Carlos recogió sus hojas y salimos zumbando hacia el pasaje Palafox, había que llegar antes de la salida de los cines de la sesión de las siete. Me explicó que las vendíamos a peseta y que me hiciera el remolón a la hora de devolver los cambios para así conseguir alguna propina. Fueron cincuenta las hojas que me dio y sin tiempo para más explicaciones me encontré a la salida del cine Rex con un paquete de hojas deportivas sin atreverme a abrir la boca para gritar aquello de “ha salido la hoja, la hoja deportiva”, mi sorpresa fue que prácticamente me las quitaban de las manos sin ofrecerlas a la vez que iba llenando mis bolsillos de monedas. En cuestión de media hora había dado cuenta del paquete, no salía de mi asombro cuando mi hermano me soltó otro montón y recorrimos la Plaza del Carbón y entramos en varios bares abarrotados de la calle Azoque donde acabamos las existencias.

Así comencé aquella colecta con el objetivo de volver a La Romareda, con el paso de las semanas me hice un experto en la venta de aquellas curiosas hojas, sobre todo por mi cara inocente y mi aspecto pueril. Mi hermano se sorprendía de la cantidad de propinas que conseguía, pero el no va más fue cuando me explicó donde estaba el chollo de aquellas ventas. El secreto estaba en acceder a las “boites” o salas de fiestas tan en boga en aquel entonces, Cancela, Stork Club, Aida, los Papagayos, el chiste estaba en acercarse a las parejas cuanto más encariñadas mejor para ofrecerles la consabida hoja y cortarles el momento intimo con lo que no les quedaba más remedio que librarse de ti pagando rápidamente la hoja e incluso perdonando aquellos cambios que casi nunca teníamos disponibles, era un “chollo” aunque más de una vez teníamos que salir a la carrera.

El caso es que había que hacer lo que fuera por mi equipo, y así reuní lo suficiente para el carnet de socio de mi Real Zaragoza. Siempre recordaré lo orgulloso que bajé las escaleras de aquellas oficinas de Requeté Aragonés con mi carnet nuevecito.

El día de mi regreso a La Romareda fue un “deja vu”, como el primer día que fui con mi abuelo aquel día también llegue empezado el partido, tanto prepararme y a mitad de camino me percaté que había olvidado el carnet, y como aquella vez al entrar el estadio cantó gol, como celebrando mi vuelta a La Romareda, me había perdido el primer gol del partido aunque se lo había metido un jugador del Celta en propia puerta, pero no volví a perderme ninguno. Planas volvió a marcar en la segunda parte y un mes después debutaría Arrúa, ya no estaban los magníficos pero en el horizonte se vislumbraba otro gran equipo.

Pasado el tiempo mas de una vez, por supuesto cuando el Zaragoza jugaba fuera, a la salida del cine me quedaba absorto observando aquellos chavales desgañitándose ofreciendo “la hoja deportiva, la hoja, ha salido…”