Reencuentro

Por Francisco Ruiz Espinosa

Al desperezarse aquella mañana volvió a sentir el vacío que le había acompañado esos últimos meses. El silencio que lo llenaba todo se le hacía más pesado al ser domingo, ya que solían ser días de bullicio y color. La nostalgia de aquella última tarde todos juntos se apoderó de ella y parecía notar de nuevo aquel calor primaveral, extraño para febrero, que acompañó a una victoria espectacular. Se emocionaba otra vez cuando evocaba la carrera de Luis Suárez en el tercer gol, la cara de ilusión de los chicos o la explosión blanquiazul que la envolvió.

Había sido tan abrupto que hacerse a la idea no fue sencillo. Tenía los preparativos listos para ver todos juntos el partido contra el Alcorcón. Qué ilusión tenían con aquella cita, llegaban los chicos lanzados. La temporada estaba cogiendo buen color y aunque se decía a si misma que había que ser prudente no podía dejar de imaginar qué fiesta podían ser los últimos encuentros. Todos estos sueños se pararon una tarde de marzo, aplazando su cita sin fecha marcada.

No recordaba haber estado separados tanto tiempo. Se preguntaba cada día si estarían bien, ya que debía de estar pasando algo muy serio. Echaba de menos las canciones, los comentarios e incluso los improperios. Extrañaba sobremanera los abrazos tras los goles, las sonrisas y los bufandeos. Sin ellos se sentía aún más anciana.

Había estado llenando las horas con recuerdos de tardes felices, tratando de engañar a la rutina y al miedo. Recrear las clases magistrales de Lapetra le reconfortó y casi pudo percibir el calor de Arrúa fundiéndose de nuevo con Infantil. Revivió cada penalty que Andoni le paró a la Roma y gritó con la rabia de Esnáider al batir a De Goey. Quería que los días fueran cayendo como los goles de Milito y Ewerthon hasta acabar venciendo.

Sin embargo, aquel día parecía que el desánimo empezaba a hacer mella. Las dudas la invadían generándole una gran angustia, temiendo que todo se hubiera marchado para siempre. Le aterraba no volver a engalanarse, cubierta de cartulinas, tiras de plástico y banderas blanquiazules, o sentir el cosquilleo del balón deslizándose por el verde, pero sobre todo que su ausencia fuera definitiva. Sin ellos se convertiría en algo vetusto e inútil.

Sumida en estas cavilaciones notó súbitamente cómo una de sus puertas se abría. Sorprendida, se preguntó si lo que estaba sintiendo sería cierto y no un espejismo. Las dudas se despejaron al ver aparecer el cortacésped. Estaban acicalándola, dejándola bonita, y eso sólo podía significar una cosa.

De nuevo sintió la cal recorriéndola, marcando en la frontal del área una línea curva que perfectamente podría ser una sonrisa. Los cuatro banderines volvían a sus esquinas, suavemente mecidos por una ligera brisa, y aquellas profundas redes colgaban ya de la portería. Le refrescaba sentir cómo se iban introduciendo las bebidas en las cámaras frigoríficas de sus bares.

Llegó el momento de abrir sus puertas de par en par. Poco a poco fueron entrando, un tanto temerosos al inicio pero tremendamente emocionados. Al fin los tenía de vuelta con ella. Podía escuchar las conversaciones tanto tiempo aplazadas así como las vocecitas nerviosas, llenas de la excitación por la llegada de un momento largamente ansiado. El Sol calentaba sus descoloridos y viejos asientos, espantando toda una época de oscuridad.

Los aspersores empezaron a regar su manto verde, llorando de felicidad ante el reencuentro. Poco después el balón volvió a rodar por ella tras tanto tiempo,  los jugadores la acariciaron de nuevo con sus botas mientras calentaban, y pequeños brazos se apoyaron en sus barandillas para no perder ojo de cuanto sucedía.

Se reemprendieron las confidencias en el vestuario, aunque como siempre intentó no prestar atención a lo que sucedía en el visitante. Había que ser buena anfitriona. Las camisetas blancas y los calzones azules esperaban, brillantes y bien doblados, en sus bancos. El tiempo volaba entre las últimas instrucciones.

Los jugadores asomaron por el túnel de vestuarios y todo el mundo ocupó su sitio. Por fin llegó la hora de romper su silencio y empezó a hacer sonar por sus altavoces las primeras notas del himno. Otra vez habló con los suyos, que sin demora le respondieron con un mural de color blanquiazul mientras cantaban su canción, aquella en la que la invocaban. Y en aquel momento, todos juntos de nuevo, La Romareda volvió a vibrar.