El niño que todo lo hacía mal

Por  Ignacio Barreras Bernad

¿Has vuelto a caerte en el recreo? – Me preguntó mi padre, sabiendo ya que sí por el aspecto que tenía mi pantalón a la altura de la rodilla: la pana lijada y el marrón encarnado, de sangre, tintando la tela desde el interior. La bofetada condenatoria, como sentencia sin tiempo para un recurso de amparo, escocía más por temor que en la propia mejilla, que también. De nada iba a servir alegar que había sido falta, así que me lo callé y solo esbocé un tímido: “Lo siento”. Ahora, a la rodilla desconchada, a esos cuatro dedos marcados en el rostro y a la tristeza por lo que había ocurrido esa mañana en el recreo cuando, ofendidos, un par de chicos mayores me habían dado una patada para quitarme el balón por regatearlos y después me lo habían colgado en un árbol, volvía a sumarse esa sensación de que el estómago se me hacía una bola y me ahogaba desde dentro. El miedo que, sin acuchillar, también desangra. La culpa del inocente.

Perdón. No sé por qué he recordado esto ahora…
Lo estás volviendo a hacer.
¿El qué?
Pedir perdón. Siempre lo haces, aunque no haya motivo.
Puede ser… per… nada. – Con una leve mueca alegró el gesto.
¿Dirías que esa angostura de la que me estás hablando se parece a lo que sientes
ahora? – Le preguntó, sin ambages, Clara. –

Bruno conocía a Clara desde hacía unas pocas semanas. Un antiguo entrenador le había hablado de ella. Al parecer, Clara era toda una experta en reflotar deportistas hundidos. Con ella la conversación fue fluida desde el principio y verbalizaba sentimientos que creía enterrados o, incluso, desconocidos. Estaba seguro con ella.

¿Angostura?
Sí, creo que es lo que mejor define lo que estás notando. No solo sientes angustia y sonríes, sino que con esa coraza además te empequeñeces, como estrechándote. Te agarrotas. Tu postura no lo evidencia porque son ya muchos años escondiéndolo, pero tu metro ochenta y cinco en el diván, por dentro, no llega ni a la mitad.
Nunca lo había visto así.
Nunca lo habías querido ver. Piénsalo.

Bruno estaba teniendo una mala racha demasiado larga. De sonar para la selección nacional, había pasado a calentar el banquillo muy habitualmente. El fichaje más caro de la historia del club no rendía. Twitter ardía entre descalificaciones irreproducibles que le gustaría no leer. Bruno, en cambio, era cordial en sus declaraciones, lo que en muchas ocasiones no creaba otra cosa que aun más violencia con caracteres en mayúsculas. La espiral de Arquímedes, siempre a velocidad constante y, en el centro, Bruno.

Bruno, escúchame: la derrota es una opción. No tienes que impresionar a nadie. Ni que seguir ninguna corriente. Esta es la orilla del presente y cuando tú quieras, puedes apearte aquí. Acéptalo y dejarás de asfixiarte.
No sé si te he entendido…
Bruno, ¿Tú querías ser futbolista?
“En exclusiva para los telespectadores de Telecinco, hoy, a las nueve y media, la final de Copa de Su Majestad entre el Real Zaragoza y…” – La televisión daba la noticia de última hora.

Bruno era titular por la lesión de un compañero durante el calentamiento. Que fuese inesperado le había ahorrado los nervios del día de antes, aunque en su cabeza las palabras de Clara volaban como centros del mejor extremo, de esos que ves en cuanto salen de la banda que son para ti. Unos van directos al corazón del área, las otras, te despiertan como la inyección de adrenalina en Pulp Fiction. La casualidad hizo que, precisamente con una jugada así, llegase el único gol del partido. Un balón perfecto desde la izquierda que Bruno, como cuando se pelaba las rodillas en el recreo, remató con un escorzo entrando desde la frontal del área. Bruno no lo celebró porque justo en ese mismo momento entendió que la felicidad era otra cosa. Twitter siempre confió en Bruno. Como su padre.