Mi ídolo

Por Fernando Quílez Fuertes

Tenía una hucha, destrozada y sucia, de tanto meter duros y pesetas a lo largo del año. Estaba la pobre en mal estado. Era un perrito de plástico, un poco cutre, que guardaba en lo alto del armario de mi cuarto. En él iba depositando a cuentagotas mi ilusión por reunir las trescientas veinticinco pesetas que costaba el abono infantil de mi Romareda, para poder asistir cada domingo a la esquina del gol de “Jerusalem” y animar sin medida a mi equipo.

Era un acuerdo tácito con mis padres: yo reuniría peseta a peseta el mayor capital posible a lo largo del año y ellos me pondrían lo que faltara, eso sí, el aprobado del curso era condición sine qua non, que hasta el momento no tenía excesivo problema en cumplir.

Los sábados por la tarde desarrollaba toda una ingeniería financiera, esta consistía en ir a casa de mis abuelos que, como tales, me recibían con los brazos abiertos. Allí, retaba a mi abuelo Juan a una partida de guiñote, dos agotadores cotos de los que casi siempre salía triunfador, algo que al principio me alegraba sobremanera y que, con el tiempo, empecé a comprender que era más culpa de la complicidad de mi abuelo que de mi pericia con los naipes.

El caso es que terminaba la disputa “guiñotera” con la consiguiente propina que con tanta satisfacción introducía ávidamente en aquel perrito de plástico, el cual iba ganando peso con el avance de la temporada futbolística.

Aquel año habían abierto el mercado a los futbolistas extranjeros y habíamos fichado a un jugador de Paraguay, Nino Arrúa. No tenía la clásica planta de atleta como otras figuras del balón: era más bien bajo, algo fondón pero muy fuerte y sobre todo, lo que hace bueno a un futbolista, era inteligente, muy listo en el campo. Desde la esquina de la “infantil” veíamos como recogía aquellos balones al borde de nuestra área y como cruzaba el campo con una elegancia inusitada, concluía tras una pared con un compañero o un dribling con un derechazo a la red. Pero ahí no acababa la jugada, la primera vez nos sorprendió a todos, las siguientes era la locura verle marcar gol y con los brazos en alto correr a nuestro rincón, a nuestra “infantil”, dar un salto sobre el blanco murete y caer en un inmenso abrazo con la multitud de chavales que desgarrábamos el cielo con nuestras agudas voces todavía, estirándonos hasta lo imposible para intentar tocar a nuestro ídolo. Arrúa, ¡que tío!

Estaba más motivado que nunca para recaudar el dinero suficiente para renovar mi abono, con Arrúa en nuestro equipo este año iba a ser “la hostia”. Para asegurarme de alcanzar la cifra conseguí un curro, bueno si se puede llamar trabajo a repartir los pedidos que encargaban los clientes en una bodega del barrio, “vinos Isaías”, donde el tal Isaías necesitaba un chaval para llevar a las casas las garrafas de vino o los pedidos pesados que las señoras del barrio no podían llevar. Así que como en casa no sobraba un ”duro” me puse a recorrer el barrio con las garrafas y paquetes a cuestas, siempre motivado por que un día marcara gol Arrúa y cayera en su abrazo cerca de mí.

Aquella temporada acabamos terceros y Arrúa marcó 17 goles, uno más que Johan Cruyff. Las expectativas para la próxima temporada eran excelentes, y mi solvencia económica también, así que llegado el día en que se abrió el plazo para renovar abonos me dispuse a renovar el mío. Bajé aquel “animalico” de plástico de encima del armario y comencé a contar el contenido de sus tripas, una, dos, cinco, diez, quince, cien, doscientas… trescientas ochenta y siete. Aún sobraba. Sí señor mis garrafas a cuestas y mis partidas de guiñote me habían costado. Mañana en salir de clase iría a renovar el abono.

Aquella noche soñé que estaba en aquella “sagrada” esquina de la Romareda, en nuestra infantil, y soñaba que Rico subía la banda hacia nosotros mientras toda tribuna de preferencia se iba levantando a su paso, el griterío aumentaba a según avanzaba la jugada y soñaba, y soñaba, y veía que entraba en el área que hacía una pared con Rubial y soñaba que volvía el balón al borde del área, y que aparecía Arrúa, e incluso oía el golpe del contacto de su bota con el balón y el sonido de este rasgando la red… y soñaba que cantábamos el gol mientras Arrúa corría todo el gol Sur hacia nuestra “esquina” para acabar saltando entre nosotros y le abrazaba envuelto en un montón humano de alegría, de gritos, de euforia… Hasta que mi madre como todas mañana me sacaba de aquella vorágine: “Hijo cuantas vueltas das en la cama, ni que hubieras jugado un partido de futbol…”

Cuando acabaron las clases de la mañana salí disparado a casa, cogí el dinero, el libro de familia y salí disparado a coger el “trolebús”. Iba justo de la Ciudad Jardín a Correos, de allí corrí hasta la calle “Requeté Aragonés”, número 5. Ahí estaban las oficinas del Real Zaragoza, subí al primer piso a la carrera, “no sea que me cierren”, empujé la pesada puerta de madera, “pase sin llamar”, me acerqué al mostrador, saqué el libro de familia y busqué los tres billetes de cien que me había cambiado mi madre por toda la “chatarra” de la hucha… Debía llevarlos en los bolsillos, aunque creía recordar que iban entre el libro de familia, o en el bolsillo de la camisa, busqué por todos mis bolsillos, sabía que no estaban allí, los había metido entre las hojas del libro de familia, pero ahí no estaban, me alejé del mostrador aterrado. No, no podía haber perdido el dinero, seguí buscando por todos mis bolsillos, retrocedí mi camino lentamente mirando cada escalón, cada esquina, cada baldosa, hasta que agotado y angustiado me convencí de que había perdido el dinero.

Había perdido el dinero, el abono, la temporada de futbol, la ilusión por estar en esa reducida grada de mi “esquina”, de tocar a Arrúa cuando viniese a celebrar un gol. Lloré, en silencio y desconsoladamente, no podía evitarlo, la ilusión y el empeño de todo el año perdido de repente. Sin darme cuenta volví andando al barrio, antes de ir a mi casa no sé porqué razón entré en la de mis abuelos que estaba pared con pared, cuando abrió mi abuelo frente a él no pude reprimir las lágrimas:

– ¿Qué te pasa hijo? – me envolvió con su enorme corpachón todo preocupado.

– Que he perdido el dinero del abono del futbol – entonces no pude más y rompí a llorar abrazado a él.

– ¿Cuánto era?

– Trescientas pesetas, aún tengo lo suelto – y le mostré las veinticinco pesetas entre sollozos.

– Anda, dale las perras – dijo a mi abuela que nos observaba con pena – y no le digas nada a tus padres.

En unos minutos estaba de vuelta en las oficinas del Real Zaragoza, pagué mi abono y volví a casa, como me había dicho mi abuelo no dije nada en casa. Con el paso de los días me fui olvidando de aquella metedura de pata, llegó el quince de septiembre, el primer partido de liga en casa, me acerqué a mi mesilla, abrí el cajón y cogí aquel abono y recordé el abrazo de mi abuelo el día de la pérdida.

Cada domingo cuando cogía el abono me acordaba de mi abuelo, me volvía hacia un portaretratos que tenía en una estantería, en el que estábamos en una foto los dos y le guiñaba un ojo. Siempre me daba suerte, ese año íbamos disparados. En Marzo llegó el Atlético de Madrid y con mi amigo Cristóbal decidimos bajar unas gradas, total estábamos de pie y siempre apretados, a ver cuando llegaba la ampliación.

Empezaba bien el partido, pronto marcó Arrúa, pero nos empataron los colchoneros, Garate creo recordar. Pero en la segunda parte volvió a marcar Arrúa, enfiló el gol sur y salto dentro de nuestra grada, todos nos echamos encima y aquella vez conseguí abrazarlo… ¡qué sensación!

Cuando se separó me acordé de mi abuelo.

Unas semanas después vino el Real Madrid y le metimos un 6-1, el guiño a la foto de mi abuelo no fallaba. Arrúa tampoco fallaba, metió uno de los goles y seguía abrazándonos a los infantiles. Aquellos días me di cuenta que mi ídolo era infalible, siempre se podía contar con él, a las duras y a las maduras. Me di cuenta de quién era mi ídolo. No iba de corto, ni corría la banda. Aquellos días caí en la cuenta que mi ídolo llevaba años conmigo, mi ídolo era mi abuelo.

Unos 30 años después, un ocho de febrero volví a coger mi abono y guiñé el ojo a la foto de mi abuelo. Hacía unos años que nos había dejado. Aquella noche volvimos a meter otro 6-1 al Real Madrid, cuando Ëverton reventó el balón en el sexto gol una brisa de aire fresco vino desde el cielo para abrazarme.

Mi ídolo nunca falla.