Los restos de la cena

Por Francisco Ruiz Espinosa

El gato era testigo silencioso del continuo vagar de su humano por el salón. De vez en cuando podía ver, a través de una rendija en la puerta de la cocina, los restos de una cena apenas degustada mientras se preguntaba, en sus adentros, qué narices hacía aquel ser dando vueltas como una peonza por el pequeño salón en lugar de ir a dormir. Aquel era su momento, cuando se convertía en rey y señor de la casa mientras la familia descansaba, y ese pesado, al que apodaba cariñosamente el Gordo por su considerable tamaño, le estaba fastidiando por enésima vez ese pequeño placer con sus murmullos, quejas y paseos.

Le daba en los bigotes que tenía que ver con aquellos once personajes con curiosa vestimenta que, de vez en cuando, aparecían en el objeto que llamaban tele. No sabía muy bien por qué, pero muchas veces tras verlos sus humanitos acababan con muecas de disgusto, evidentes gestos de enfado y emitiendo sonidos de frustración. Lo mismo que le pasaba a él cuando veía a un gorrión en la terraza y no podía ir a cazarlo al estar la puerta cerrada, pero con la salvedad de que ellos parecían someterse al suplicio voluntariamente.

Aquella noche el Gordo estaba siendo especialmente insufrible, y mira que el listón lo había puesto alto. Todo se había iniciado cuando uno de aquellos bípedos en pantalón corto por lo visto había fallado un…¿cómo lo llamaban? ¿Perrote? ¿Petate?…¡Ya está! ¡Penalty! Tras ese hecho, el Gordo había emitido un estruendoso bufido que había asustado al resto de humanillos. Poco después habían apagado la tele, siendo evidente por el rictus funebresco de todos ellos que el problema provocado por el pet..penalty no había podido solucionarse.

En silencio habían cenado, con aire ausente, a excepción del Gordo que, cosa extraña, parecía no tener hambre y se había dejado esos suculentos restos que todavía podían verse por la rendija. Tan absortos estaban que casi se olvidaron de su pienso, y tuvo que recurrir a insistentes maullidos para que cumplieran con su deber. Había que ver cómo se le revolucionaban los humanos cada vez que veían eso que llamaban fútbol, de lo que empezaron a hablar otra vez mientras le llenaban el cuenco. Uno de los cachorrillos le había preguntado al Gordo algo relacionado con descender a no sé dónde y desaparecer, y la respuesta, a medio camino entre gemido y queja, había dejado a la pobre criatura al borde del llanto. Con lo tiquismiquis que se ponía el Gordo cuando él jugaba a arañar al cachorro no parecía que se hubiera aplicado a sí mismo el cuento.

Poco a poco se fueron todos a dormir, y él se enroscó en el sofá del salón, preparándose para el inicio de su reinado. Sin embargo, cuando ya estaba perfectamente acomodado sintió una descompensación en la superficie y vio que el Gordo había plantado sus cuartos traseros en el otro extremo y había vuelto a activar la tele. Así pasó un buen rato, escuchando a otros humanos hablando sobre los de la vestimenta rara, temerosos sobre eso del descenso y lo de la desaparición de alguna cosa (aunque él seguía viendo todo en su sitio). No parecía estar sentándole especialmente bien a su humano ver a aquellos congéneres, pues cada vez parecía más compungido. Solo cuando uno de ellos llamado Cedrún hablaba recuperaba algo de color. Mientras tanto, él se estiró un par de veces todo lo largo que era, clavándole de manera casual las uñitas para ver si cogía la indirecta, pero en lugar de eso el Gordo empezó a rascarle entre las orejas. Maldición, conocía su único punto débil, pensó mientras se rendía a la estrategia de su oponente.

Una vez dejaron de hablar aquellos otros humanos, su humano apagó la tele y empezó con su absurdo vagar por la casa. Al principio pareció dirigirse hacia  su habitación, pero tras varias quejas e improperios ante su continuo murmurar volvió a verlo aparecer en el salón, y su sentido felino le advertía de que la noche iba a ser larga.

En un primer momento tuvo la vana esperanza de que la convivencia nocturna con el Gordo podría ser posible, ya que éste se dedicó a sacar con aire nostálgico un libro tras otro de la estantería sin prestarle demasiada atención a él, creando, eso sí, un hueco nuevo en aquella balda que resultó irresistible para sus instintos felinos. En dos ágiles saltos abandonó el sofá y se acomodó elásticamente en aquel hermoso espacio, desde donde tenía una vista privilegiada para observar qué hacía ese hombre.

Al parecer, los libros que había apilado sobre la mesa tenían que ver con aquellos señores de vestimenta extraña. Sin embargo, no acertaba a entender por qué se dedicaba a pasar con aire melancólico una página tras otra, cuando resultaba evidente que no hacía otra cosa que acrecentar su pesadumbre. En una voz tan baja que hubiera resultado inaudible sin su audición gatuna escuchó cómo el Gordo murmuraba palabras que a él le resultaban incomprensibles. Un rato mencionaba a unos tales Magníficos o Zaraguayos, otras se paraba ante una foto donde un humano sostenía un cuenco enorme y hablaba de galaxias destruidas por un Hueso, mientras repetía una y otra vez “con lo que hemos sido”.

Una vez acabó el último libro, el Gordo se levantó y se quedó mirando ese pequeño edificio de cartón que había en la balda contigua y que constituía una fuente continua de conflictos entre ambos. A él le gustaba saltar hasta ahí y meterse en la parte verde, mientras le daba con la patita a cuatro torrecitas que sobresalían en cada esquina. Sin embargo, aquello era por razones desconocidas una gran ofensa para su humano, que lo sacaba de ahí descaradamente cada vez que lo veía aposentado en su interior.

Mientras miraba aquella pequeña construcción de cartón, a la que llamaba Romareda, el Gordo se lamentaba una y otra vez de cuánto tiempo llevaba sin entrar en ella y se preguntaba si alguna vez volvería hacerlo. Esas palabras de su humano ofendieron sobremanera su dignidad felina, además de dejarle profundamente extrañado. En qué cabeza cabía que su humano pudiera entrar ahí y sin embargo a él, que con su regio porte dignificaba aquellos cartones, lo espantara en cuanto lo veía. Por no entrar en que, por más que le daba vueltas, no veía cómo aquel ser que tenía la flexibilidad de un palo podía entrar en aquel sitio. Tan indignado estaba que decidió darle una lección a su humano. De un grácil salto se colocó contiguamente al edificio de cartón y, con un suave toque de su patita delantera derecha mandó aquella cosa a volar por el salón.

Después de un breve intercambio de gritos apagados y maullidos desafiantes se declararon una pequeña tregua, rota a los pocos minutos cuando el Gordo decidió que era buena idea empezar a hablarle a él sobre fútbol. Intentó expresar su descontento colocándose una pata en cada ojo, pero a su humano le trajo sin cuidado y durante interminables minutos habló que si de delanteros ineptos, plantillas de saldo, y de no ganarle  a nadie. Cada vez que terminaba una de esas soflamas se le quedaba mirando con esa carita de bobos que ponen siempre los humanos, esperando al parecer que le contestara de algún modo. A veces trataba de hacerle entender con melodiosos maullidos que a él lo único que le importaba en aquel momento era que le dejase en paz, pero no había forma que el humano le entendiera.

El caso es que, por sus adentros, el gato daba gracias a que estuviera en modo taciturno. Casi era peor cuando aquellos señores de exótica vestimenta les ponían contentos. El año anterior, presa de la euforia, al Gordo se empeñaba en hacerle partícipe de diferentes actividades, a cada cual más humillante para su felinidad.

Un día se empeñó en ponerle una pequeña tela alrededor del cuello, similar a la que ellos portaban los días que veían a aquella gente de curiosa indumentaria, que casi le quitaba el aire y le producía todo tipo de picores. Entre indignados bufidos se lo quitó de encima y, todo hay que decirlo, pasó una tarde entretenida mientras lo mordía enroscado. Sin embargo, lo peor sucedió aquella mañana en la que al Gordo le pareció buena idea ponerle una de esas extrañas vestimentas, que por lo visto había sido de uno de los cachorros cuando era recién nacido. Pese a que intuía, por las reacciones airadas del resto de humanos, que era una idea que no gozaba de consenso, el Gordo se empeñó en afirmar un día como ese era perfecto uniformar a toda la familia y siguió adelante con su majadería. Así que ni corto ni perezoso cogió aquella camiseta blanca y pantalón azul y trató de meter cabezas, patas y cola mientras él se resistía con uñas y dientes, nunca mejor dicho. Al final, su humano se salió con la suya pese a llevar las manos rayadas como una cebra. Él se pasó el día tratando de evitar ventanas o terrazas, no fuera que otro gato lo viera y su prestigio felino acabara por los suelos.

No parecía que aquella noche se fueran a cometer tropelías semejantes. De hecho, llegó el momento en que su humano se cansó de hablarle y volvió a encender la tele. Parecía que el cansancio no hacía mella en el Gordo, más bien al contrario. Parecía que no había tenido suficiente con su ración de ver a aquellos que llamaba Real Zaragoza a principios de esa eterna noche, porque ahora estaba volviendo a visualizar algo similar. Aunque, en esta ocasión, parecían algo diferentes pese a la similitudes en la vestimenta y, por la ausencia de caras de tensión, concluyó que el humano conocía lo que iba a pasar. De hecho, a los pocos minutos otra vez volvió a comentarle cosas que sucedían, o iban a suceder, en lo que estaba contemplando. Le hablaba de lo buenos que eran unos tales Milito, que si mira qué seis goles, cómo la tocaba Aragón y desde dónde le daba Nayim. Una extraña humedad salía de sus ojos y, temiendo que le estuviera pasando algo a su humano como consecuencia de presenciar esas imágenes, saltó de la butaca donde se encontraba y se puso delante de aquel objeto, para que le resultara imposible continuar con esa actividad. Delicadamente, el Gordo lo cogió en brazos y lo depositó en el suelo, mientras musitaba palabras acerca de tiempos mejores.

No entendía por qué su humano era incapaz de dejar tiempos pasados atrás. Él también había tenido su época de gloria, en la que cada día aparecía por casa con una presa, ya fuera gorrión o lagartija, y no parecía que se dedicara nadie en la familia a evocarla con aire nostálgico. 

Mientras se encontraba enfrascado en esos pensamientos, su humano desapareció por breves instantes. Volvió con otra cara, con más energía en la mirada, y un aparato en las manos. Se sentó en la mesa, sacó un pequeño cuaderno que tenía y empezó tocar febrilmente aquel aparato mientras consultaba cosas en el cuaderno. Mientras el humano decía “victoria con Almería, empate Girona, victoria Castellón”, y luego reordenaba palabras y toqueteaba de nuevo aquel aparato, él se acercó sigilosamente a ver qué era lo que hacía, porque le pudo su curiosidad gatuna. Antes de que lo bajara de nuevo al suelo pudo acertar a distinguir unas listas en las que iba cambiando anotaciones de sitio de a otro.

Después de horas de no dejarle en paz, el Gordo había pasado a ignorarle totalmente sumido en aquella actividad frenética. Desde el fondo del pasillo se escuchó una queja humana sobre el ruido de los golpeteos y cuentas, que no pareció recibir mucha atención. La actitud taciturna había dado paso a un humano renovado aunque igual de insomne, que repetía como si fuera un mantra “es posible” una vez tras otra. Se levantó de la mesa y nuevamente volvió a dar vueltas por el salón, aunque esta vez con un paso más enérgico y continuando con sus cavilaciones sin la ayuda del cuaderno y de aquel aparato.

Cansado ya de ver dar vueltas al Gordo, el cual ya no le prestaba la más mínima atención,  y sintiendo algo de hambre fruto de la noche en vela, el gato urdió su plan. Sigilosamente se acercó a la cocina y, sin rozar la puerta entreabierta, se coló por la rendija. De un salto, se plantó en la encimera y se aproximó a aquellos seductores restos de cena abandonados desde hacía horas. Sin embargo, cuando ya estaba acabando y se relamía los bigotes con los últimos bocados, un escalofrío le recorrió el cuerpo al escuchar cómo desde el salón el Gordo afirmaba que el Real Zaragoza se salvaría seguro y que aquello bien merecía una recena.