La vuelta

Por Francisco Ruiz Espinosa

-¡Hasta siempre y aúpa el Real Zaragoza!- cerró. Aplausos y flashes de las cámaras. Apenas podía contener el llanto. Aturdido, dio un apretón de manos al presidente mientras éste le entregaba una camiseta enmarcada, firmada por sus compañeros, una presencia brumosa al fondo de la sala. El nudo en el estómago crecía incesante. Necesitaba salir de aquella sala.

Fintando como en sus mejores tiempos, dejando atrás con rápidas sonrisas, asentimientos fugaces o efímeros abrazos a todo aquel que se le acercaba, alcanzó la soledad en las entrañas de la vetusta Romareda.

Caminó como un autómata durante unos minutos, hasta llegar frente a los bares de la Tribuna de Preferencia. El silencio resultaba casi inquietante, tan distinto del bullicio de los días de partido. Ese murmullo de conversaciones, fusionadas con el trajín del bar o los golpes de almohadillas, recuerdo sonoro de su infancia en la Romareda. De la mano de su padre, con una bolsa de Conguitos, en los mismos vomitorios por los que descendía ahora.

Una ligera brisa le dio la bienvenida a las gradas. El olor a césped recién regado le embriagó. Aquel aroma siempre removía algo en su interior, despertando instintos desde el día de su debut.

Pese al tiempo transcurrido, podía evocar las sensaciones de aquel momento con todo lujo de detalles. El corazón se le salía del pecho mientras bordeaba la náusea. Aquellos síntomas habían empezado cuando le comunicaron que debía subir a entrenar con el primer equipo. Se agravaron cuando vio su nombre en la convocatoria y alcanzaron el clímax cuando el entrenador de aquel momento le dijo, con su inconfundible acento, “chaval, el domingo saldrás en el once”. Nunca pensó que cumplir sueños pudiera desarreglar tanto el organismo.

Pocos minutos antes de saltar al césped se había sentido abrumado. La camiseta pesaba. El escudo del león, el suyo desde que tenía memoria, era en ese momento una losa. Casi podía sentir los miles de ojos, al final del túnel, preparados para escrutarle y comprobar si era digno de aquel honor. Había tenido la tentación de huir.

Justo en aquel instante, el aroma a hierba mojada se coló entre las últimas consignas y los gritos de ánimo trufados de palabras malsonantes, cambiándolo todo. Al final del túnel esperaba un campo de fútbol. Ni más ni menos. Como aquel pequeño campo de barrio en el que empezó a darle patadas a un balón. La ansiedad dejó paso a la determinación. Cuando las primeras notas del himno empezaron a sonar se había convertido en soberano del mundo, capaz de cualquier gesta, como más tarde comprobó la defensa rival.

El sol de mediodía le devolvió al presente, con una suave caricia en el rostro en su deambular por las gradas de tribuna. Era un día magnífico, propio de principio de verano, luminoso y cálido. De manera súbita, toda las emociones del día pasaron factura, y se sentó en una localidad buscando descanso. Desde ese lugar se podía ver tanto los asientos del banquillo como la zona técnica visitante.

Todavía ahora, tantos años después, se le encogía el alma al ver aquellos asientos. Nunca debió haberse marchado. Era titular en el equipo de sus sueños, disfrutaba con el juego y veía puerta con facilidad. Fueron buenos años, con el Real Zaragoza asentado en Primera y honrando la Copa, pese a que siempre le quedó la espina de no lograr un título. Entonces llegó la oferta. El club la vio con buenos ojos, ya que aliviaba una tesorería estresada. Su representante, que ya salivaba con la comisión, no paraba de insistirle en trofeos, Europa, convocatorias para la Selección… Cosas que no llegarían si no daba el salto. Su ingenua ambición fue el factor definitivo para rubricar el contrato. No suele ser la veintena época de sabias decisiones.

Fue muy pronto consciente del error. Jamás logró continuidad, ya fuera por lesiones, entrenadores cobardes o caros caprichos del presidente con titularidad garantizada. Jugar con colores que no le importaban le quitaba trascendencia a las victorias y alegría a los goles, teñidos de gris con una pátina de egoísmo.

Acudir a la Romareda disfrazado de esa guisa fue una pesadilla. Se sintió una visita incómoda en su propia casa. Hubiera querido ignorar la orden de salir al campo. Los pitos que recibió al salir del banquillo le dolieron más que pedradas. Cuántas veces maldijo aquel pase de la muerte que se vio obligado a empujar dentro de la portería de Gol Sur. Anotar nunca fue tan amargo. En silencio y prácticamente inmóvil, incapaz de fingir alegría, recibió las felicitaciones de sus compañeros mientras llovía el rencor de los suyos desde la grada.

Buscando deshacerse de aquellas memorias amargas, se levantó de la butaca para acceder al terreno de juego. Pisarlo desprovisto de sus botas se le hizo extraño. Lentamente se dirigió hacia el círculo central, donde habían colocado aquel mural el día de su regreso que, pese a su sencillez, le había conmovido bastante más que el más galáctico de los montajes.

No tenía dudas de que el mejor momento de su carrera había sido su vuelta al Real Zaragoza. Nunca olvidaría los pasos firmes hacia el centro del campo, investido de nuevo en su segunda piel blanquiazul.  Darse la vuelta y ver una tribuna exageradamente llena y alegre había sanado sus heridas y  había limpiado su alma, dejándolo radiante como el sol de aquella mañana de junio.

El regreso se había producido tras semanas convulsas en las que puso en cuestión su carrera. El descenso del Real Zaragoza había parecido despertarle del letargo en el que estaba sumido. Su representante decidió romper con él en el momento en el que le pidió ponerse en contacto con el club y acordar el fichaje con las condiciones que fuera. No supuso una ruptura traumática: quería volver a cualquier costa, y para ello aquel comisionista no era en absoluto necesario. Su contrato finalizaba ese año y por lo visto tenía ofertas de España, Inglaterra o China de las que nada quería saber. Su equipo sufría, necesitaba ayuda y él no lo iba a dejar en la estacada.

Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras rememoraba aquellos momentos. La cara atónita del Director Deportivo cuando llamó para comunicarle su decisión, que tuvo que verbalizar tres veces para convencerle de que no estaba bromeando. Los titulares incrédulos de Heraldo, primero quitándole veracidad a la noticia y luego poniendo en cuestión su estado actual.

Embebido en los recuerdos dejó el círculo central, acercándose a la grada lateral este. Resultaba curioso cómo todo había ido fluyendo de forma natural tras su retorno. Ascender demoliendo registros, asentar la categoría, asomarse a Europa con el brazalete en su brazo derecho y, tras todo eso, el mayor logro de todos: la paternidad.

Mientras se acercaba a la banda lanzó una mirada furtiva a la parte alta de la grada, vislumbrando la parte alta del Hospital Infantil. Una vez llegó a la línea de cal, empezó a recorrerla como queriendo revivir el intenso duelo con un aguerrido lateral argentino que mantuvo pocas horas antes de ser padre por primera vez. Aquella tarde, pese a llevar la pierna roja y la camiseta verde fruto de algunos revolcones, había logrado inclinar la balanza de su parte, tras asistir magníficamente a su delantero para que anotase el primer tanto de la tarde. Sin embargo, en torno a la media hora de juego había visto cómo el delegado de campo le hacía gestos ostensibles desde la banda. El pequeño había decidido adelantarse un poco. Sin esperar a nada más, había salido disparado. Cuando tuvo a su hijo entre los brazos aún vestía de corto y llevaba las botas puestas.

Volvió al presente dirigiendo la mirada a gol norte, hacia donde dirigía sus pasos. Caminó lentamente, saboreando esos momentos. Sacando jugo y atesorando sensaciones, un hábito adquirido en los últimos años al ir haciéndose consciente de su declive físico. Gracias a ello había sabido transformar su estilo de juego primando la experiencia ante la exhuberancia, había gestionado con elegancia su progresiva pérdida de minutos y había disfrutado ejerciendo de maestro del joven que vino reclamando su lugar.

Al llegar al área de gol norte no pudo evitar evocar el último regalo que el fútbol le había dado. Pocos días atrás, el campeonato iba a llegar a su fin con un último partido en la Romareda. El Real Zaragoza necesitaba la victoria para amarrar una ansiada clasificación europea. Sin embargo, el equipo, quizá presa de los nervios,  no era capaz de deshacer el empate. Un silencio desesperanzado empezaba a reinar en el estadio al ver cómo se esfumaba el trabajo de todo un año.

A poco de iniciarse la segunda parte su entrenador se había vuelto al banquillo desde el área técnica, fijando su mirada en él. Sabía de sus enormes molestias, que ya le habían hecho tomar la decisión de retirarse a final de temporada. Sin embargo la situación demandaba de su experiencia. A pesar del lacerante dolor, había salido del banquillo a realizar los ejercicios de calentamiento.

Aquello había galvanizado al público, que interpretó el hecho como un toque a rebato. A falta de quince minutos se había incorporado al partido, ocupando la media punta. Se habían empezado a acumular ocasiones, ya fuera por los nuevos bríos del equipo o por el efecto intimidatorio de una Romareda encendida. Sin embargo el gol se resistía.

Cuando el árbitro ya consultaba su reloj, un centro lateral había sido torpemente despejado por el central rival. El balón había trazado, bombeado, una parábola lenta hacia donde él se hallaba. Había acomodado dulcemente el cuero con el pecho, mimándolo, suspendiéndolo en espacio y tiempo en la frontal del área. Había convocado toda la fuerza que le quedaba para, en un último servicio, golpear con su pie derecho el esférico buscando la escuadra rival.

No había visto el balón entrar. Sólo había escuchado el rugido de treinta mil leones. Pese al intenso dolor que había sentido tras el golpeo, había realizado un ultimo sprint con destino a la grada, estirando con fuerza la camiseta, besando con pasión el escudo.

Su móvil vibró en el bolsillo de la americana, sacándole de su ensoñación. Aquella pequeña huida llegaba a su fin. Mientras retornaba por la rampa que separa Gol Norte de Preferencia, revisó los múltiples mensajes recibidos. Entre ellos, uno que contenía la gran pregunta: “¿Qué vas a hacer a partir de ahora?”

La respuesta surgió de forma natural desde lo más hondo de su ser:

“Descender por el vomitorio de Preferencia, de la mano de mi hijo, cada día que el Real Zaragoza juegue en casa”.