Agarrados a un clavo ardiendo | La Lupa

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Real Zaragoza 1 – 0 Oviedo

Larga es la temporada en la segunda división. Lejos quedan ya aquellos días de agosto en los que muchos estábamos aún disfrutando de nuestras vacaciones y ya se iniciaban las hostilidades balompédicas. Por entonces, los gestores del Real Zaragoza declaraban tener aspiraciones de ascender de forma directa sin excusas ni ambages. Sin embargo, al mismo tiempo y de forma contradictoria confeccionaban un equipo escaso en efectivos y cojo en alguna de sus líneas, como el tiempo se ha empeñado en demostrar. Hubo a mitad de curso que recomponer deprisa y corriendo las estructuras no ya para seguir en la lucha, sino para no caer en una cuesta abajo en cuyo final se podría haber encontrado el abismo, o en todo caso, un pringoso ridículo.

Esa es la verdad, y no otra. El Real Zaragoza no ha conseguido su objetivo, que era el ascenso directo. Cada vez que ha estado cerca del asalto a los puestos de arriba, algo sucedía y se trastocaban los planes. Los últimos en entrar en escena fueron los antes llamados hombres de negro, aunque ahora disfracen de colores su atuendo arbitral. Todo eso ya pertenece al pasado. Perdido el objetivo principal, queda la promoción, y para llegar hasta ella había que vencer al Oviedo. Y así se hizo, en el último partido de liga regular en La Romareda. Una victoria merecida pero agónica.

El choque no tuvo nada de amable ni de lucido. Desde el primer momento los nervios hicieron su aparición y muchos jugadores parecían embutidos en un traje hecho de flan. Pérdidas, pases fallidos, desconexiones varias. El Oviedo estuvo a punto de adelantarse en alguna ocasión. Los minutos fueron pasando y al fin, una decisión arbitral correcta en una jugada extraña y muy rápida. Gol de Guitián. Un gol que muchos no vimos en el campo, y que las imágenes de televisión no dejan lugar a dudas. Muchas veces los goles revolucionan los partidos, infundiendo ánimos o hundimientos según se dé. En este caso, el gol sirvió para atemperar los ánimos del Real Zaragoza, que pasó a controlar de forma ordenada, a la par que los astures relajaban sus ímpetus bravíos. Así se llegó al descanso.

En la segunda parte, los antiguos azulones y ahora amarillos (no solo los árbitros cambian de color), decidieron quemar sus naves. Dirigidos por nuestro viejo conocido Generelo, se lanzaron al ataque de forma convulsa, con tres delanteros y a que Dios o el Diablo repartan suerte. Eso provocó embotellamientos en el medio campo maño, donde Dorca y Morán se veían obligados a defender, y tan solo la capacidad sorpresiva de Diamanka o el oficio de Lanzarote ayudaban al desahogo. Hinestroza, muy mal. El cambio de Angel por Dongou no aportó nada. Este último se mostró indolente, pasivo, desconcentrado, sin saber colocarse, ni anticiparse. Parecía como si no entendiese lo que tenía que hacer.

El último cambio fue reprobado por la grada. Al público no le gusta ver síntomas de cobardía, que es como se interpreta el relevo de un atacante por un defensa. Sin embargo, no era un respuesta inapropiada al suicida planteamiento ovetense. Rubén ayudó a consolidar la defensa, aunque no fuera suficiente para evitar un remate de cabeza que pudo haber cambiado la historia. Pero…no lo hizo. Al final, aplausos del respetable para un equipo aprendido en el sufrir, y también para un Oviedo contra el que hace mucho tiempo que no se jugaba. No es agradable pisar camino sobre las lágrimas de los vencidos, pero así es el fútbol.

Ahora queda un último partido. Partimos con la ventaja de depender de nosotros mismos. Sin embargo, no se debe caer en falsas confianzas. No debemos esperar del Llagostera un esfuerzo inferior al de Huesca o Numancia. Solo ganando se asegura el cuarto puesto. Al otro lado, la promoción, la última opción a la que agarrarse una vez consumado el fracaso de no ascender directamente. Uno de cuatro. No es mucho, pero es más que cero. Un clavo ardiendo al que agarrarse.

Por Ron Peter.

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