El partido soñado | La Lupa

Real Zaragoza 3 – 0 Espanyol

Al fin llegó el momento tan esperado. Varios meses después del cambio en la cúpula accionarial y directiva del club y tras vivir tiempos de mudanzas a nivel interno, comenzaba a rodar el balón de la liga en el estadio de La Romareda. Olvidado en el archivo de la memoria, queda el esqueleto polvoriento de la era Solans-II, como la muda traslúcida, inmóvil y carente de vida, que los insectos y otras criaturas dejan atrás cuando inician una metamorfosis hacia otros destinos. Un nuevo Zaragoza, fresco y repintado de ambición, se presentaba ante sus fieles. Y no defraudó.

El partido se encaminó desde sus inicios hacia un corte clásico: el de equipo local dominador que toma el control del juego ante la pasividad del rival. El Español se dejaba rondar de forma sumisa, sin oler tan apenas el balón, pero sin tampoco permitirse demasiados riesgos. El Real Zaragoza dejó enseguida entrever las diferencias respecto al equipo del año pasado. Una de las principales apuestas personales del entrenador: el famoso rombo del centro del campo, mostraba su consecuencia más inquietante: la ausencia de un mediocentro organizador justo por delante de la defensa. Ni Zapater ni Ponzio subían el balón, y las bandas, al principio, no respondían demasiado bien, lo cual obligaba a Aimar a bajar demasiado a por el cuero, haciendo su presencia menos peligrosa para el marco contrario. De esta manera, se dominaba, pero no se pinchaba.

Todo cambió con la brusca e inesperada expulsión de Ponzio, un jugador que tendrá sus defectos, pero no está entre ellos el ser conflictivo ni indisciplinado. Sea como fuere, el fantasma arbitral apareció de nuevo sobre nuestras cabezas. Entonces sucedió algo curioso: el equipo empezó a jugar mejor, ya fuera por la propia reacción de rabia entre los jugadores, ya fuese por la descompensación que el propio Ponzio inducía en el rombo. Al final el mentado polígono hízose triángulo, con Zapater de vértice mayúsculo y todo el equipo se echó hacia delante. Cuartero se hizo dueño de su banda, y con altanería y sencillez ofreció el pase de gol a un Aimar que no perdonó. Es bueno, muy bueno, que el nuevo ídolo de la afición se estrene tan pronto. Aunque en la segunda parte acusó el cansancio, el argentino demostró su calidad técnica y su espíritu de equipo, factores que construyen el perfil de un mediapunta ideal.

Tras el descanso, el Español tomó la iniciativa pero no le sirvió de nada. Ni siquiera el recurso de Tamudo, ese inacabable tormento nuestro, pudo cambiar las tornas del encuentro. Un Zaragoza desmelenado y cada vez más autoconvencido, acabó masacrando al rival. Aunque la victoria de ayer no sea un consuelo adecuado para aquello, uno recuerda el pasado y ve que hay heridas difíciles de olvidar. El domingo oí una voz, proveniente de ese público anónimo y sin rostro del que todos formamos parte y que decía: “Aún no entiendo como pudimos perder esa final”.

Fue un bello partido, un partido de esos para ir nombrando uno a uno a todos los jugadores, pues todos realizaron su labor con gran profesionalidad. Zapater: un gigante que envuelve el centro del campo, ayudado por Movilla en la segunda parte, el cual supo encajar su suplencia con espíritu de equipo. Cuartero, que reivindica un lugar bajo el sol. Diego Milito, matador de engañoso aspecto, que despierta ante la víctima confiada y muerde sin piedad. De entre los nuevos, gustó ver a un Diogo más acoplado ofrecer un derroche físico, y ¿Qué decir de la contundencia de Sergio en defensa? Sorprendió ver la soltura con la que se anticipaba un hombre de su envergadura. D’Alessandro fue otro de los más observados el domingo. Sin duda se le adivinan maneras de gran jugador, con un control de balón en ocasiones desconcertante, y con talento en el pase. Futbolista de los que gusta ver.

El retorno al hogar, al sitio de donde uno se fue años atrás, no siempre es fácil. Pero el domingo no pudo ser mejor para él. Quizás, aún en medio del fulgor de los flashes y de la tensión, el hoy maduro entrenador Victor Fernández Braulio recordase a ese joven atrevido que un día fue y que, vestido de gabardina, cosechaba éxitos para el altar del zaragocismo. Unos éxitos que la afición no olvidó. Las vicisitudes del equipo en los últimos diez años lo convirtieron en un hombre añorado. Pasó a ser considerado por la afición como un símbolo de los buenos y viejos tiempos. En su lucha por vender la ilusión necesaria para afrontar el futuro, Agapito Iglesias encontró el abanderado ideal.

Por Ron Peter

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