Una mirada a la eternidad | La Lupa

Rayo Vallecano 2 – 2 Real Zaragoza

En la vida de los aficionados al fútbol existen momentos para todos los gustos: momentos de pasión inducida por la competición y en los que el ambiente se impregna de sensaciones de alegría o de decepción, a veces también de incertidumbre o de apatía, pero siempre con una cadencia continua. Esto no se detiene, la liga empieza, y al cabo de un tiempo, se termina. Pronto empezará otra, y la pelotita seguirá rulando. Hoy, una liga se acaba. Es un momento de calma, de alargar la mirada más allá del presente más próximo, y ver cómo fue el camino recorrido y el queda por recorrer.

El Real Zaragoza (y con él todos los que lo apoyamos) podría proyectarse en la figura de un hombre solitario, de nombre, digamos, por ejemplo, León. Ahora mismo León está relajado, aunque tiritando todavía bajo una espesa manta que la tripulación del barco le ha proporcionado. Ha pasado mucho frío en la isla. También ha pasado hambre, aunque eso ahora no le importa. Mientras el barco avanza cortando el oleaje azul del océano, y cae el último Rayo de la tormenta, León mira con una pizca de tristeza el trozo de tierra infame que fue su hogar durante un año. Justo desde que su anterior barco, un lujoso yate inhábil para ese tipo de aguas, fuera arrojado allí, inerme y desabrido, por una tempestad contra la cual nadie le había advertido ni preparado.

León fue acogido sin ternura alguna por una playa de roca y gravas. Sus costosas ropas pronto se revelaron inútiles en este nuevo entorno. Tuvo que luchar por su supervivencia contra otros habitantes mejor adaptados. León reconoció en algunos de ellos, rostros de antiguos conocidos, desaparecidos tiempo atrás de la Primera División, y comprendió con espanto que si no quería acabar como ellos, tenía que hacer lo posible para huir. Construyó una nave, no sin dificultades, y al final, junto con otros dos náufragos, ganaron alta mar y fueron rescatados, con la inmensa alegría que produce ver como el fruto de tu trabajo no resulta vano.

Pero ahora León mira la roca rodeada de mar, y sus ojos diríanse tristes. Mas no es una tristeza derivada de nostalgia. Nada hay allí de donde se marcha, que merezca ser añorado. No, su tristeza, que no es estridente ni plañidera, es más profunda. Ahora León es un hombre distinto a aquel que llevado por el orgullo y la ambición, fletó un aparentemente poderoso barco para cruzar la inmensidad océana. Ahora es un hombre que lo ha perdido todo, demacrado y sin patrimonio. Está triste y a la vez pensativo. Está triste porque descubrió que plantear la travesía, alejándose de la humildad, fue una equivocación. Ahora sabe que deberá volver a los orígenes, a la esencia, a aquello que siempre le ha funcionado, a empezar con buenos basamentos a construir un nuevo barco capaz de superar la fragilidad de los recién ascendidos a Primera. No será nada fácil.

Y está pensativo porque, aún reconociendo el error, sabe que alguna vez, tarde o temprano, lo volverá a intentar. Sabe que, una vez tenga el nuevo barco las hechuras precisas, y no será cuestión de un año, ni de dos, volverá a intentar dar un nuevo gran paso. Porque es inevitable. Va con la condición humana el ser ambicioso, y sí, vale, nos fuimos a pique, pero había que intentarlo. Había que intentar ser grandes.

Así como en el fútbol hay momentos para el presente inmediato y no da para pensar en nada más, también hay momentos como este, a caballo entre épocas, en los que merece la pena reflexionar sobre qué es lo que se quiere y qué es lo que se puede. No es contradictorio abogar por la modestia en los pasos que empiezan y al tiempo soñar con grandes logros en un futuro venidero. Cuestión de tiempo y de planificación.

León se sacude la tristeza de los ojos mientras mira por última vez la isla. Está escuálido y cansado, pero tiene lo principal, que es por lo que ha luchado todos estos meses: la dignidad de haber sido capaz de ascender en tan solo un año. Con ese logro, que es un argumento para calificar el descenso de simple desliz, llega también el derecho para volver a la batalla, a competir en su lugar más natural. La mirada concentrada, ya serenamente feliz, y los pensamientos de León se dirigen hacia delante, hacia el horizonte, hacia la eternidad. León vuelve –volvemos todos-, a casa.

Por Ron Peter

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