Antiracismo de opereta

Han pasado ya unos días desde el incidente que protagonizó en La Romareda el camerunés Samuel Eto’o y creo que ya hay suficiente material para una reflexión serena.

La gente que está metida en esto del fútbol ha reaccionado, mayoritariamente, quitando importancia al asunto. Varios de los jugadores y entrenadores que se han pronunciado entienden que no hubo racismo, sino insultos al contrario (Álvaro, Alfaro, Aguirre…). El propio entrenador del Barcelona, sin negar lo primero, afirma también lo segundo, y estima que se trata de un problema de educación en los estadios que hay que resolver globalmente y, desde luego, sin que sea más urgente eliminar los insultos de tinte racista que los de otra índole. Un dato para retener: la mayoría de los que se han manifestado en esta línea son extranjeros, y varios de ellos negros.

En el otro lado de la balanza se han situado los políticos y un número no desdeñable de periodistas y medios de comunicación. El Secretario de Estado para el Deporte ha pedido un castigo ejemplar para el Real Zaragoza y ha propuesto endurecer las sanciones para las actitudes racistas en los estadios, lamentando —eso sí— que cambiar la ley sea un proceso lento. Sin llegar a tanto, el Alcalde de Zaragoza ha entonado una suerte de cántico de desagravio a Samuel Eto’o, al que pide perdón e invita a visitar la Expo. Una y otra actitud se han percibido mayoritariamente en los comentarios de prensa, radio y televisión. Todos parecen querer que haya pecado, pues lo esencial no es tanto que lo haya como que se sepa que lo condenan.

Como era de esperar, el protagonista del incidente —que ya sabía de antemano el eco que iba a encontrar su conducta en este segundo grupo, pues a él es al que se dirigía— se ha apresurado a sembrar un poco más de cizaña con una declaraciones en las que pide el cierre de La Romareda durante un año. En ellas, al contrario que sus compañeros de profesión y su propio entrenador, entiende justificados otros insultos en el fútbol (seguramente para encontrar amparo a sus numerosos actos antideportivos) y sólo se revela contra los calificables como racistas. Y al mismo carro, a favor de corriente, se ha subido incluso el árbitro del encuentro, que esta vez sí ha hecho declaraciones.

Todo esto da mucho, mucho, que pensar.

Yo creo que las únicas cosas sensatas las ha dicho el mundo del fútbol. Lo único cierto en todo esto es que la cutrez, la mala educación, y hasta la mala leche, parecen campar a sus anchas, desde hace tiempo, en todos los estadios de este país. Las aficiones rivalizan para encontrar cánticos, gritos e insultos que ofendan gravemente al contrario, y no se detienen siquiera ante los sentimientos colectivos más íntimos, como lo demuestra la generalización de las consignas blasfemas o el menosprecio de palabra y obra a los símbolos nacionales o regionales del adversario. La situación es tal que algunos hemos optado sencillamente por no ir prácticamente a ningún campo y los que siguen yendo saben que determinados estadios les están vedados, pues no tolerarían las agresiones morales —si no físicas— que, con seguridad, van a tener que soportar.

Todo esto constituye un problema social grave: por sí mismo y porque acaso sea la punta del iceberg de otro que excede del ámbito meramente deportivo. En el reparto del trabajo que en toda sociedad está establecido, la resolución de estos problemas se la hemos encomendado a nuestros gobernantes, a cada uno en el marco de sus competencias. Ellos, en cambio, prefieren mirar para otro lado. El caso más sangrante que conozco es el de Pamplona, a cuyo estadio no pueden acudir ni el Presidente del Gobierno autónomo ni la Alcaldesa de la ciudad, pues su presencia es considerada por una “minoría” (sic) de la afición que llena el campo como una provocación y los insultos incalificables que ésta les dirige no son acallados por la presunta “mayoría” (seguramente representantes de quienes les otorgaron, ampliamente, el poder en las urnas). Pero oficialmente allí no pasa nada. Los campos de fútbol se van convirtiendo así en una suerte de microcosmos donde los más descerebrados imponen su ley a los demás, que, o se ven abocados a abandonarlos, o no tienen más remedio que desarrollar una penosa y camaleónica insensibilidad moral para seguir viendo los partidos y dormir a pierna suelta por la noche. Muchas de las conductas de esos descerebrados son delitos tipificados como tales en el Código penal, pero los estadios, al parecer, son zonas exentas del Estado de Derecho.

Y los políticos, como digo, miran hacia otro lado. ¡Ah no, perdón!: de vez en cuando, al albur de los impulsos de lo que alguien, en algún momento y nadie sabe muy bien por qué, define como “políticamente incorrecto”, se ponen las pilas… Es imposible saber lo que realmente piensan, pero la certeza de lo que van a hacer y decir es, entonces, absoluta. Crean Comisiones y piden “sanciones ejemplares”, pero claro, no para todas las conductas reprobables y reprobadas por el Derecho, sino sólo para las que ellos y sus adláteres, en su infinita sabiduría, han decidido que no pueden tolerarse. Ello —para más inri— ni siquiera depende de la entidad de la conducta en sí, sino de sus circunstancias: de quién sea el infractor y de la repercusión que la acción, y la consiguiente reacción, tengan o vayan a tener en unos medios de comunicación que juegan a su mismo juego. De este modo suman, a su irresponsabilidad, arbitrariedad, que es la falta más grave que puede cometer un gobernante.

Este es el espectáculo al que hemos asistido en estos días. A mí me recuerda al bando que, hace muchos años, oí declamar al alguacil de mi pueblo:

— “¡¡Por orden del señor Alcalde, se hace sabeerrr… que queda prohibido arrancar los pampanos de las viñas… y que, si se arrancan, se castigará… SEGÚN QUIÉN SEA!!!

Creo sinceramente que, de toda esta lamentable historia, esto es lo más grave. Y la conclusión me parece, desde luego, obvia: el problema, que no es precisamente el racismo, o lo resolvemos nosotros —los de a pie, los verdaderos aficionados— o no lo va a resolver nadie.

¿Nos pondremos alguna vez y de verdad manos a la obra?

Por Mozota.

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