La noche y el día | La Lupa

Real Zaragoza 2 – 2 Levante

Decía un viejo chiste infantil que lo más parecido a medio queso no era otra cosa que el otro medio queso. Uno se preguntaba ayer por qué tantas diferencias entre el primero y el segundo tiempos del partido que el Real Zaragoza jugó contra el Levante. Es cierto que un partido de fútbol no es un queso, pero la diferencia entre ambas mitades fue excesiva. La primera parte fue sencillamente una pérdida de tiempo. No se vio fútbol en absoluto y encima se encajaron dos hirientes goles. La segunda, en cambio, fue toda una concesión al espectáculo.

Por primera vez en La Romareda esta temporada, volvimos a ver un equipo ramplón, falto de ambición y con la comodidad de un anfitrión tranquilo, como si solo eso fuera garantía de victoria. Esa falta de actitud y ese exceso de confianza no hubieran tenido más consecuencias si la calidad de los hombres de arriba hubieran abierto primero la lata. Pero no fue así. El Levante planteó una táctica defensiva correcta, con una presión en el medio del campo que bastaba para neutralizar las ideas blanquillas y para robar peligrosos balones con los que elaborar contragolpes.

A pesar de ser de nuevo uno de los mejores del partido, Alberto Zapater, el titán de Ejea, no podía por sí solo contener a todo el enemigo. Había momentos en los que parecía el único que mantenía la concentración, y eso es algo esencial en una competición de este nivel. Estar atento es lo mínimo que se puede pedir a jugadores como Juanfran o D’Alessandro, aunque éste se redimió con una gran segunda parte.

Pero a pesar de todo lo mencionado, hay un problema de base y es que aunque parezca un juego de palabras, el rombo no cuadra. Efectivamente, la soledad de Zapater en el centro del campo fue la causa de la escasez de ideas y de circulación de balón hacia delante. Cuando se juega con un sistema como el que estamos viendo en casa, si se juega sin mediocentro creador, o aplatanas el rombo haciendo que el vértice Aimar se implique en la distribución, o empleas descaradamente a los laterales y a los otros dos vértices: D’Alessandro y Ponzio en la subida del balón. Ninguna de las dos cosas sucedieron en los primeros 45 minutos. La entrada de Celades junto a Zapater solventó esa carencia. ¿Qué conclusiones habrá extraído Victor? ¿Seguirá con sus ideas iniciales cuando juegue de local? ¿Seguirá muriendo al rombo, o por el contrario se dejará seducir por el doble pivote?

Tras el descanso, los espectadores presenciamos un cambio de tercio brutal. El entrenador prescindió de un central, sentó a Ponzio y puso a Celades y a Oscar. La valentía del técnico fue una respuesta desesperada a la derrota en ciernes, y a la vez fue una llamada a la emoción y a la épica. El equipo se puso en marcha y empezó a funcionar. Pudo haber sido un suicidio deportivo, pues el Levante tuvo hasta cuatro ocasiones de gol, pero flotaba en el estadio el convencimiento de que no se iba a perder. Al final, se cumplió aquello de que la suerte sonríe a los audaces y se obtuvo el empate a dos, dejando el desastre en simple traspiés. La afición, en todavía luna de miel con el nuevo proyecto, se fue a casa con un sabor agridulce. Si hubiese llegado el tercer gol, el estadio se hubiera venido abajo.

Acabamos de presenciar todo un ejemplo del espíritu futbolístico de este nuevo Real Zaragoza de Victor Fernández: la noche y el día, el bajón y el subidón, la abulia y el espectáculo. Somos el equipo en cuyos partidos más goles se han visto, tanto a favor como en contra. Lejos ya parecen las épocas de entrenadores monocordes, más preocupados por sujetar el ritmo del partido, de controlar la situación, que de ir claramente a por el toro de la victoria. Cuesta imaginar a Chechu Rojo, Luis Costa, Paco Flores o Victor Muñoz, tomando decisiones como la de ayer. Es el Zaragoza de esta temporada, de esta nueva época. No sabemos si saldrá mejor o peor, pero será diferente, y ya hora de cambiar un poco. ¿No creen?

Un incidente empañó algo la tarde. Un desaire, como cualquiera de los que se pueden producir a lo largo de un partido, por parte de un jugador rival, propició que un sector del público volviese a proferir el famoso e incívico grito “uh-uh-uh”. El árbitro, en cumplimiento de sus órdenes, dio curso al protocolo para estos casos. Es necesario hacer todo lo posible para terminar con esta lacra que sólo puede resultarnos perjudicial. Hay otras muchas formas de expresar una indignación. No caigamos en más trampas.

Por Ron Peter

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